lunes, 31 de mayo de 2010

Capítulo XVI FRENTE POPULAR

Capítulo XVI FRENTE POPULAR



La victoria, del tan soñado frente popular, se hizo posible aquellas elecciones de febrero del 36. Las cárceles volvieron a abrir sus puertas, y cientos de presos políticos y no tan políticos, volvieron a ver la luz del día.
La vuelta de Eusebio a la aldea, fue más celebrada que la propia victoria del frente, si cabe decir.
Alrededor de una escasa lumbre en casa del señor Vicente, agasajaban a este, haciéndole repetir la misma historia cada vez que llegaba un vecino nuevo. La delgadez de este, se dejaba notar por el cuello de la camisa. Todos hacían ojos ciegos ante la evidencia.
- Pos yo no me he podío quejá. Que a fin de cuenta lo mío era un equívoco, que los que peor lo han pasao han sío los jefes de la revuerta. Y el probe del José el colorao, y dos meícos más questaban deteníos. A los probes, días sí, y días tamién lo tenían encerraos aparte, y palos van y palos viene. ¡Los probes sí que lo han pasao mal! Que yo, bien que me hacía el sordo, pa que se pusieran nerviosos, y que me dejaran tranquilo.
- ¡Pos lo has hecho tú mu bien! ¡Qué se jodán! Por lo bordes que llegan a ser, qué a mi Usebio naide le pone la mano encima.
Todos los reunidos se quedaron boquiabiertos con las últimas palabras de la María la panadera. Y la que más se asombró fue la propia.
- ¡Pues esto no está mal! Ya era hora que la señora se bajara del burro, y le echara un ojo, a mi pobre cuñado.
- ¡Eh! Muncho cuidiao con lo que dices, que una no ha dicho na.
- ¡Pues menos mal! Con decir yo menos, aquí me tienes, casada con el que va a ser tu cuñado.
La María no encontraba salida a sus palabras. La verdad es, que ya le había estado rondando por la cabeza la posibilidad de unirse a Eusebio.
- ¡Y con lo que el pobre había estado sufriendo! En una cárcel en los últimos meses, le había ablandado el corazón.
Pensaba.
- ¿Pos mujé, esto sí questa güeno? Que si uno sabe esto antes, uno se deja prendé hace tiempo, una y toas las veces que hiciera farta, solo pa que tú me mire bien.
La alegría en el rostro de Eusebio, contagió a sus compañeros y cada uno preparaba la ansiada boda a su antojo.
- ¡Pos to eso a fin de cuenta va a tené un buen remate!
Decía el Pacorro, feliz de que su hermano hubiera conseguido lo que tantos años había pretendido. María la panadera se sintió incapaz de desmentir sus palabras y cuando vino a darse cuenta, ya se veía casada y bien atada.
Al parecer al único que no le hizo ni pizca de gracia la noticia fue al pequeño Tomasico. Posiblemente él ya se había hecho sus cuentas personales de hacerse mayor y desposar a su María. Este creía ver amenazados sus intereses, por aquél larguirucho que se creía el más valiente de todos los de allí reunidos.
- ¡Pos na mujé! Que como siempre he dicho, ¡Pa la primavera nus casamos!
- ¡De eso na! Que quea poco y una lo tié que apañá to ¡Qué pa la Vinge Dagosto ya va bien! Como tié que sé.
- Lo importante es que os caséis ya de una puñetera vez y os dejéis de tantas preparaciones, que las cosas hay que hacerlas sin tantos miramientos, que de tanto mirar y remirar el tiempo pasa y también las ganas.
A Montserrat lo único que le importaba era ver a su cuñado recogido en la casa, con una mujer que lo enfilara y se dejara de tanto deambular de un sitio a otro. Y de paso poder ella volver a su Barcelona, segura de dejar la casa familiar en manos de una mujer con un par de narices, como ella decía.
La Francisca no era lo que se dice, una mujer para llevar nada a cabo. El Antonio, el día menos pensado se le iría la cabeza y haría cualquier tontería de las suyas, sino había nadie para llevarlo por camino, medianamente recto.

El triunfo del frente popular no había apaciguado y hecho al caciquismo de la zona, bajar la guardia y admitir esa realidad.
Nuevos brotes de abusos contra las clases más vulnerables hacía temblar el sistema democrático. Al proletariado de siempre lo hacía caer en el lumpenproletariado más irracional. La negación de la patronal obrera y campesina en poner en práctica las mejoras tan conquistadas a pulso por la mayoría, ocasionó cientos de despidos en todas las ramas.
Entrado ya abril, las revueltas volvieron a apoderarse de las calles. Los amos de la tierra preferían ver sus cosechas quemadas y abandonadas, antes de emplear a los llamados alborotadores y enemigos del progreso, en el mejor de los casos.
La escasa mano de obra que ofrecían la preferían casi infantil, les salía más barata y el rendimiento similar. Estos acontecimientos no pasaban desapercibidos en la aldea.
El señor de la Umbría, el padre Joaquín y el propio Cristóbal se las veían y deseaban para poder frenar la avalancha de segadores que llegaban cada día, pidiendo poder trabajar por la zona, un mes antes de lo previsto, antes de que las mieses estuvieran listas para ser cortadas.

- ¡Padre! Apañe usté un trabajo pa mí, que yo no pueo golver pa la casa, que ya los ceviles han dao el paseíllo a munchos de allí y a mí, me la tién jurá. ¡Qué como güerva me apresan y me matan!
¡Hombre! Inocencio, que no será para tanto.
- Padre que usté no sabe lo borde que san güerto. Que tién premiso de los señoritos pa matá a tos que sacerquen pal monte a cogé una rama de leña pa calentarse o cocé el guisote cuando hay argo que cocé. Y esto se lo digo yo a usté, porque es más hombre que cura, que sino juera así, ¡pa Dio!, Que no marrimo ¡ Qué hay que ve la mala fe que se gastan los curas en estos malos tiempos! Que se hacen los descomíos, pero bien que sarriman a la mesa der señorito. Señó Vicente, que usté lo sabe mu bien.

Todo esto desencadenó en otra huelga general a primeros de mayo. La desesperación de no conocer un futuro inmediato, precipitaba a nuestro campesinado a tomar medidas suicidas, y a desconfiar en sus dirigentes sindicales.
El caciquismo rural no era ajeno a todo esto, más bien un instigador potencial. Su infiltración en los Sindicatos Obreros y Cooperativas Agrarias, los mantenían al corriente de cualquier cambio en la forma de actuar de estos.
Pequeñas intrigas por aquí y otras más allá, les permitían dirigir los hilos holgadamente. Y con el apoyo incondicional que les procesaban a los miembros de la benemérita, tenían bien controlados los movimientos subversivos, y tener ellos las espaldas bien cubiertas.
Cada nuevo día hacían acallar con más brío y despotismo las bocas de los hambrientos y degradados campesinos, haciéndoles caer en la desesperación más absoluta e irracional.
El nuevo gobierno no daba abasto con las quejas y protestas de estos. Cuando creían ver la solución a un problema, otros cien se les venían encima.
Sencillamente porque el frente popular, puso en manos de unos burócratas de la burguesía, sus esperanzas y sus sueños.
Confiaron sus vidas a unos individuos que ni estaban ni supieron estar a la altura de las circunstancias.
La mucha hambre y la poca o nula cultura del campesinado ponían un velo a favor de los políticos, llamados del pueblo y para el pueblo.
Los asesinatos se cometían con la mayor impunidad jamás soñada por las mentes más retorcidas.
El aquí, no pasa nada, se convirtió en una plegarias para que sí ocurriera algo. Cualquier cambio, por malo que fuera este, era preferible a volver a la esclavitud y al servilismo de antaño.
El asesinato de Calvo Sotelo, fue la yesca que encendió la mecha y aquel dieciocho de julio, día de San Camilo, ya la Guerra Civil dio su comienzo.
El campesinado manchego, a esas alturas, no era otra cosa, que la sombra de ellos mismos.
La noticia llegó a la aldea algo confusa y tardía. Nadie precisaba con exactitud la magnitud de esta.
Las consignas de que ya había llegado la hora, estaban en boca de todos, pero nadie entendía la hora de qué y qué hacer.
Montserrat fue la primera en preparar su equipaje para volver a Barcelona con los suyos.
El Pacorro no tuvo más remedio que seguirla, sino quería verse abandonado por esta y ser el hazmerreír de todos. No antes de intentar por todos los medios a su alcance convencerla de que depusiera de su aptitud.
Esta no cedía un ápice en su convencimiento de que su puesto estaba con la resistencia, allá donde la necesitaran. Pero que si él se quería quedar en la aldea, pues que se quedara, pero ella marchaba al frente.
Ni la inminente boda de su cuñado la hizo desistir, como ella decía:
- ¡Para casarse uno, no hace falta tanta parafernalia! Y además, esto se va a acabar pronto, cuatro tiros ¡y todos al carajo!
Algunos hombres y jóvenes fueron a enrolarse en esa aventura, que para algunos fue sin retorno.
Solo el mulero fue acompañado a Hellín por su mujer, es decir, por la mulera.
- ¡Pos tú te vas con tos ellos! A ve si te hases tú, un hombre de verdá duna ve. ¡Qué yo mapaño bien con los guachos!

Este y a regañadientes no le cupo otra opción, o se marchaba al frente o lo iba a tener crudo con la parienta.
Esta le preparó un hatillo con una muda, un buen trozo de tocino y la bota llena de aguardiente. Y a Hellín se encaminaron.
El padre Joaquín, el Eusebio, el Ñoño y el Miguel de la Llanos tomaron la ruta de Lietor, en busca de noticias más exactas. Y estos no volvieron, al menos en bastante tiempo.
Los días fueron pasando, el pesimismo de los aldeanos, ante el desconocimiento y escasas noticias era agobiante. Los unos decían que no era para tanto, que cuando se aclararan los de Madrid ya se apañarían las cosas. Otros que la revuelta ya se estaba pasando de castaño claro.
Lo que no se quería admitir era que las revueltas anteriores habían sido el preludio a lo que ahora se estaba desatando.
El gran susto llegó un buen día, allá por finales del mes de septiembre, en plena labranza de la tierra.
Un grupo de carabineros llegó a la aldea armados hasta los dientes escoltando a unos militares a caballo. Entraron en casa del tío Vicente, sin más preámbulos y tomaron posesión de esta sin más contemplaciones.
La Casilda se llevó la decepción de su vida, al comprender que estos no se andaban con chiquitas a la hora de respetar casa ajena.
Arrestaron a todo hombre y joven acto para las armas, que se encontraban en el interior.
Se llevaron un total de veintitrés cansados e ignorantes jornaleros, contratados por el señor de la Umbría para la temporada de recogida y nueva siembra de las tierras de este.
A las mujeres y adolescentes los dejaron estar. Registraron la casa, habitación por habitación, removieron los graneros y los lugares más recónditos de la finca. No quedando satisfechos, los militares dieron órdenes de registrar todas las casas de la aldea.
Al anochecer no habían encontrado lo que buscaban, cargaron con los jornaleros retenidos en casa del tío Vicente y con las escasas armas y víveres que habían recaudado a lo largo del día, sin olvidarse estos de los corderillos y pollos más robustos y tiernos del corral.
Marcharon, no antes de asegurar al señor Vicente que regresarían a buscar lo que les pertenecía.
Aquella víspera de Navidad, envueltos en la oscuridad de la noche, los cuatro presuntos desaparecidos hicieron acto de presencia en casa del señor de la Umbría. Eusebio, que estaba en mejores condiciones físicas y morales, saltó por la tapia de los corrales y se fue acercando a la ventana del dormitorio de la tía Carmen, rascando y maullando en la madera de esta.
A la tía no le cupo la menor duda de quién o de quiénes pudieran ser. Lo hizo saltar al interior y después de cerciorarse de que el resto de la familia dormía, los fue introduciendo uno a uno de los restantes compañeros al interior de la vivienda.
Aquella mañana amaneció temprano en la aldea. La tía Carmen en los primeros albores, salió de visita a casa de la Llanos y la Gloria. Estas acudieron con sus cestos de hacer la colada, y refunfuñando, por las tempraneras y las prisas, como si tal cosa, para no levantar sospechas.
A la Isabelica y al Tomasico lo habían mandado a casa del Cristóbal a pasar el día y dar el recado, de que la carta ya había llegado.
Cristóbal no tardó en enfundarse los calzones y salir cuesta arriba, en dirección a la casa del señor Vicente. Se encontró por el camino con el Pepuso. Este se dirigía a los corrales del señor Vicente, a arreglar y dar de comer a las bestias.
- ¡¿Pos ánde vas tan de trempano?!
- ¡Pos ande voy a ir, pos pa casa de mi tío! Que cuanto antes comience, ante acabo, que despué tengo que ayudá a mi padre en la fragua, quel prove no anda mu espabilao estos días. Que me da a mí que argo pasa por la casa.
- Pos no te andes tú mu lejos, cuando acabes con el ganao, quel señó Vicente pué que te tenga argo más preparao.
- Pos en los corrales estoy, pa lo que le haga farta.
Cada uno tomó su camino, el uno silbando, el otro temiéndose una nueva y desagradable noticia. Su alegría fue inmensa al ser puesto al corriente y poder volver a abrazar a sus compañeros.
- Tenemos que buscar un lugar más seguro para escondernos. Si nos descubren en la casa, todos caeremos, y no llegaremos a ninguna parte. Estamos decididos a no volver por la aldea, al menos hasta que todo esto se aclare.
El padre Joaquín.
- No os podéis marchar, si es cierto que os persiguen, en la aldea es el último lugar que se les ocurriría registrar, ya estuvieron por aquí, no creo que vuelvan.
El tío Vicente, no veía conveniente que se marcharan de allí.
- Señó Vicente, que usté no sabe cómo las gastan, que por tos laos hay chivatos, que no tardan na en denunciar hasta a su padre, pa ganarse argún favó. Y quien nos denuncie a nusotros va bien apañao. Qué en Lietor han detenío ya a munchos compañeros, porque han dao chivatazos por tos laos y a munchos los han pasao por las armas. Señó Vicente, que no estamos naide seguros en ningún lao.
- Eso ha tenido que ser un malentendido por parte de alguien ¿ Cómo se os puede perseguir de esa manera? ¿ Cómo se puede asesinar de esa forma?
Los cuatro compañeros pródigos se miraron de soslayo, el padre Joaquín, que lo único que portaba de su condición de sacerdote era el rosario colgándole del cuello, lo sacó y lo apretó con ambas manos.
- Señor Vicente, estamos en guerra, estamos viviendo una guerra. Cada momento que pasamos aquí, acrecienta el peligro para todos. Solo nos queda dos alternativas, o intentamos pasar la frontera con Portugal o nos sumamos a esta locura colectiva. En la aldea y sus alrededores no nos podemos quedar. Somos demasiado conocidos, y quien nos proteja caerá también. En la cueva que usted sabe, hay otros compañeros, esperando nuestro regreso.
- ¡Pos mi marío no va a ninguna parte!, quél tiene cosas que hacer por aquí.
La Gloria.
- Mujé, si me quedo por aquí nos pillarán a tos, que tú no sabes na de to esto questá pasando, que en la aldea, tamién puén haber traidores a la República, que cuando la necesidad aprieta, la familia no pué hacer na. ¡Qué el Usebio cuente!
- ¿Pos qué voy a contá yo? Si está to liáo, que yo solo le prendí fuego a un casuto, sin sabé lo que había dentro, solo pa llamá la atención, y que los compañeros pudieran escapá, ¿ Quién me iba a decí a mí que to estaba lleno de dinamita y armas? ¡Qué curpa tengo yo! ¿ Qué vale más, un montón de armas o una sola presona?
- ¡El Usebio siempre la tiene que ir liando por tos laos! Así que tú te quedas aquí, como tiene que ser, ¡y no digo más! Cuando se haga de noche, sales de aquí, camino a la casa, que ya nos apañamos pa que naide sentere.
A nadie hizo mucha gracia, la determinación de la Gloria.
No tardó en hacer acto de presencia el Pepuso en la casa del tío Vicente. Este no se chupaba el dedo, como se suele decir. Y aquella mañana se dio más prisa de lo acostumbrado por terminar su faena, cambió los baldes de agua, dejó suelto al ganado y sacó a las gallinas de sus aposentos. No perdió tiempo esta mañana en carantoñas con los perros, que se suponía eran los guardianes del corral. De seguir así, en un par de meses el ganado terminaría por desaparecer, la mucha hambre de la comarca, hacía desaparecer cordero por noche.
Y en algunos casos hasta llegaron a desaparecer veinte, como calculaba que habían desaparecido la noche anterior. Esto le daba motivo más que sobrado para presentarse en casa del señor de la Umbría.
Y de paso le pediría permiso para poder quedarse por las noches en el cercado, vigilante para impedir que el rebaño desapareciera una noche de esas por entero. En los meses pasados, el señor de la Umbría había contratado a dos pastores, y el remedio había sido aun peor.
Una mañana los habían encontrado malheridos y con síntomas de congelación. Solo pudieron salvar íntegro a uno, al otro, le tuvieron que amputar una pierna y no tardó más de unas semanas en marcharse de esta vida, dejando a viuda y una reata de hijos y sobrinos recogidos. Los mismos que ahora tenían cobijados el señor Vicente, en la casa de la finca de las carrascas.
Al menos tienen un techo seguro donde estar, y protegerse de las inclemencias de los tiempos que corren.
Pensaba este.
A estos se sumaron otras familias y lo que antaño había sido la residencia de sus primeros antepasados, y posteriormente se convirtió en refugio para ganado. Ahora volvía a ser, con algunos arreglos, refugio y morada para personas que lo habían perdido todo.
La finca las Carrascas, en los años sucesivos se convirtió en una adhesión a la aldea. Levantando paredes, ampliando cuartos y construyendo nuevos corrales.
Las apresuras de este por entrar en la casa, lo hizo tropezar y caer de bruces todo lo largo que era.
La escarcha que había caído durante la noche, se había convertido en una fina capa de hielo. El estropicio que formó fue tamaño, entre los cacareos de las gallinas que corrían despavoridas y el balar de los borregos.
Algunos de los reunidos en la casa volaron a esconderse donde podían. La Gloria y la Llanos, cogieron sus cestos de ropa sucia y salieron por la puerta que daba a los corrales, cantando, como tal cosa. El susto fue tamaño cuando encontraron al Pepuso tirado en el suelo, todo lo largo que era.
- ¡Pos me cago yo en él guacho! El susto que nos ha metío a tos.
La Llanos.
- Pos ahora me llevo a mi marío pa la casa, que allí es donde tié questar recogío.
Entre las dos mujeres consiguieron levantar al muchacho del suelo y como mejor pudieron lo introdujeron dentro de la vivienda.
- Señó Vicente, que yo venía apresurao, ¡Qué ya san llevao una buena pasá de borreguchos!, ¡Me cago en die! Que de seguí así, hay que hacer algo y de verdad.
- Tranquilo, muchacho.
El tío Vicente le hizo una señal a este para que no prosiguiera con la noticia de la desaparición de los corderos. El Pepuso había aprendido a conocer las manías y rarezas de este, y no le cupo la menor duda de que el señor de la Umbría estaba, más que al corriente de esta masiva desaparición.
- Más tarde me pasaré por las Carrascas a dar un borneo, seguro que aparecen por allí.
Pensaba el zagal.
El tío Vicente el de la Umbría hizo salir a sus camaradas de sus improvisados escondites. La sorpresa del Pepuso, fue solo a medias.
- ¡Si ya sabía yo que aquí pasaba argo!
Se abrazó al primero que se puso en su camino, dando saltos de alegría. Aunque su predicción por el padre Joaquín, lo hacía buscar con avidez.
- Padre Juaquín, que otra vez que tenga que salir a dar un recao, e mejó que deje una nota.
Los dos hombres se fundieron en un abrazaron.
- No te preocupes hombre, ya te avisaré. Y hablando de recados, si el señor Vicente lo ve conveniente, vete preparando para dar un importante recado.
- Lo que usté mande, que tos los recaos que se tengan que dar los doy.
- Señor Vicente, que en la cueva hay compañeros que llevan días sin comer y sería conveniente, si pudiera ser, pues que alguien se acercara y les llevara algo y sobre todo agua.
- Tú quédate tranquilo, ya pensaremos algo. Pero el zagal no debería ir, es demasiado arriesgado, yo iré en su lugar.
- Señor Vicente, si usté va, tamién voy yo.
El señor Vicente dio órdenes a las mujeres que se encontraban en la casa de que prepararan un buen hatillo de provisiones para llevar, y de paso ya iba siendo hora de llevarse ellos mismos algo a la boca. Cuando todo esto hubo acabado, el señor Vicente y el Pepuso, partieron camino a la cueva que se encontraba en lo alto del cerro de las viñas. Hicieron un alto en el camino. El señor Vicente le hizo entrega de una bolsa.
- Esto lo he estado guardando para ti, cógelo y no preguntes, puede que no tengamos otra oportunidad de estar a solas. Los acontecimientos se han precipitado, todo se nos escapa de las manos, cuando tengas una oportunidad márchate de la aldea sin mirar atrás, vete lejos de todo esto. Hazme esta promesa, esto es entre tú y yo.
- Señor Vicente, ¡cómo puedo hacer eso!, y ánde voy a ir si está to liáo. ¡Ademá! Ánde voy a estar mejó que aquí.
- Pepe, cógelo y prométeme que te marcharás, ya tendrás tiempo de devolvérmelo cuando todo esto acabe.
El señor de la Umbría le puso sus manos sobre los hombros del muchacho y lo abrazó como nunca se hubiese atrevido a hacer. El zagal tomó aquella bolsa y se la ató a la cintura sin hacer un comentario.
Aún no habían alcanzado la cima del cerro, cuando descubrieron que un destacamento militar se acercaba a la aldea. El señor Vicente hizo un gran esfuerzo por convencer al Pepuso de que le dejara volver a la aldea, el zagal se negó en redondo, sujetando a este como si se tratara de un niño pequeño.
- ¡Pos ánde ve usted! Si usted güelve, yo tamién ¿ Y quién va a llevar a los compañeros el ato! Que los probes bien que tién questar con las ganas hechas de días.
El solo convencimiento, de que el joven retornara a la aldea hizo al tío Vicente desistir en dar marcha atrás, volver sobre sus pasos.
Esta vez habían vuelto con la seguridad de encontrar lo que meses atrás fueron buscando.
Un estremecimiento le recorrió el cuerpo agotado, y sintió bajo sus pies estremecerse la tierra, en convulsiones de dolor. El señor Vicente el de la Umbría, desde lo más hondo de su ser, supo que ésta reclamaba un tributo a sus hijos.

En la cueva se encontraban los compañeros, desesperados y hambrientos, el Pepuso dio el alto y seña, que mejor le vino a la cabeza, para tranquilidad de estos.
- ¡Semos de la aldea!
Los fugitivos cuatro en total, asomaron tímidamente las cabezas por la boca de esta. La felicidad se manifestó en el rostro de al menos uno de ellos, conocía sobradamente el rostro del señor de la Umbría, pues era uno de los braceros que habían detenido en su casa hacía unos meses y llevaba años trabajándole sus tierras.
- ¡Señó Vicente, que me cago en Dio! ¿Cómo questá usté aquí?... Con lo estropeao ca estao.
Este se adelantó a abrazar a su patrón, con lágrimas en los ojos y una sonrisa en los labios.
- ¡Qué decía yo! En lardea estamos tos salvaos, que allí hay sitio pa tos.
Dirigiéndose a sus camaradas.
- Entremos dentro, fuera todos corremos peligro. Lamento decirlo, pero la aldea está tomada por los militares, tendréis que marchar lo antes que podáis, no estáis seguros aquí. Si no os descubren antes del anochecer, partiréis, Pepe irá con vosotros.
- Señor Vicente yo...
- He dicho que partiréis los cinco.
El Pepuso bajó la cabeza y asintió con esta, convencido de que su tío no le permitiría hacer otra cosa. Se percató del bulto que portaba a las espaldas y lo dejó sobre el suelo. Los futuros compañeros de viaje, fijaron sus ojos en el petate y el hambre acumulada les vino a estos. El Pepuso fue abriendo la bolsa cargada de viandas.
- Pos me paece a mí, que si tenemos que andar muncho, mejor que empecemos a tomar fuerzas.
Estos aplaudieron con la mirada la iniciativa del muchacho. No por eso, dejaron de preguntar por la suerte que los otros compañeros de la aldea y también perseguidos pudieran estar corriendo. Estuvieron todo el resto de lo que quedaba de mañana y toda aquella tarde noche dentro de la cueva agazapados. Relevándose estos de tanto en tanto de la tarea de controlar los movimientos en la aldea.
- Señó Vicente, que ya va siendo hora que me acerque a las casas, que de seguro allí no pasa na, que mejor ahora que ya está oscuro. ¡Digo, qué argo hay que hacer! Que no podemos estar así, esperando y esperando.
- Señor Vicente, el muchacho tiene razón, que esperando no se llega a ningún lao.
El señor Vicente no escuchaba las palabras de sus camaradas, sus pensamientos estaban muy lejos de los oídos.
- Señor Vicente, bajo a la aldea a ver qué me encuentro, que uno no puede aguantarse má
El señor de la Umbría asintió con la cabeza.
- Ve hijo, ve y que Dios te bendiga.
La casa rodeada por los militares era inexpugnable, dos tiendas de campaña instaladas en la puerta de la casa del señor Vicente, controlaban cualquier tentativa de adentrarse en la aldea. El Pepuso agazapado tras los corrales de esta, esperaba la llegada de la madrugada para tener la ocasión de poder salir de su escondrijo y volver a la cueva, junto al señor de la Umbría y el resto de los fugitivos con las manos vacías y sin tener ocasión de llevar noticias. Allá arriba habían quedado con la promesa del pronto retorno de este con noticias, de lo acaecido desde la llegada de los militares y las intenciones de estos para con la aldea y los que allí moraban.
El frío y el miedo le hacían temblar, las piernas las tenía entumecidas, el dolor era insoportable por las bajas temperaturas en este mes de diciembre. Este hizo un esfuerzo sobrenatural por sacar valor donde no lo tenía, pero se negaba a morir congelado, sencillamente no se lo podía permitir.
Solo el recuerdo de la promesa hecha al señor Vicente, lo hizo alzarse y ponerse en camino hacia las casas de abajo, haciendo caso omiso al dolor que sentía en sus miembros.
Dio un rodeo por las afueras, reptando como un vulgar delincuente común.
La rabia contenida de sentirse prisionero en su propia aldea le hizo reprimir las lágrimas que luchaban por salir fuera, las fue absorbiendo una a una, como amargo vino. Calló en la cuenta que el escaso rebaño que aún quedaba aquella mañana en los corrales del señor Vicente, no se había alterado con su presencia tras las tapias.
De las chimeneas de los hogares no se desprendía ese peculiar y bien conocido olor a leña, ni un mínimo hilo de humo salía al exterior.
La aldea estaba apagada, vacía, muerta. Las ropas empapadas en escarcha y tierra le hacían sentir más miserable y helado.
Aquellos mismos terrenos tantas veces recorridos palmo a palmo, libre, le hacía sentir lo poco que lo había estudiado, lo había sentido realmente suyo, se sentía culpable por todo el tiempo perdido, por no haber sabido exprimirlo, por no haber sabido moldearlo con palabras.
Rodeó las casas de abajo casi a tientas, ni la mínima luz de un candil se dejaba entrever por los ventanales de estas.
Tuvo el presentimiento que una pareja de militares hacían la ronda por la zona, les oía murmurar, murmullo que se entremezclaba con los latidos de su propio corazón.
Dejó que estos se alejaran una considerable distancia antes de atreverse a mover un solo músculo de su cuerpo. Solo cuando tuvo la certeza de que estos se alejaban sin un mínimo de asomo tener intención de dar la vuelta, el zagal se envalentonó y llamó a las puertas de su casa. Tubo que aguardar unos minutos, que a este le pareció una eternidad, antes que este presintiera que tras la puerta alguien se acercaba con pasos arrastrados. Solo se sintió seguro y derrotado a la vez cuando el ventanillo de esta se abrió y pudo ver con la ayuda de la luz de un candil el rostro de su madre. Esta se apresuró a correr las aldabas de la puerta, haciendo pasar después a su hijo al interior de la vivienda.
- Pos qué pasa aquí madre, questá to tan callao.
- Pos qué va a pasar, hijo mío, can detenío a media ardea, que mañana a tos lo van a matá.
Esta se abalanzó al cuello de su hijo, y la abrazó con la ansiedad de poder perderlo a él también.
- ¿Ánde está padre?
La Jacinta llorosa no conseguía apartarse del hijo.
- A padre tamié lo tién retenío, pero tú te tiés que largar daquí antes que sentere arguien.
- Madre cómo me voy a ir yo dequí, ¿Ánde voy a ir si to lo que tengo está aquí? El señó Vicente está aguardando allá en...
- ¡Calla hijo! No quiero sabé ánde está, que tos han estao to el día rebuscando por tos laos, ¡Ay! Hijo mío, si hasta al guacho del tío Vicente lan puesto el pistolucho en la cabeza, pa saber ánde anda el padre, ¡si naide sabe ánde anda, mejó!, que por los otros que tién en la lista ya no se pué hacer na... y vete tú hijo mío antes que se haga de día.
- Padre... tamién está.
- Padre tamién, hijo, padre tamién.
La Jacinta se echó sobre el tarimón, donde su marido solía tumbarse en las horas del sestero en verano, y más de una vez, había servido este para acallar los lloros de sus hijos.
La Teodora se atrevió a asomar la cabeza, por entre el cortinaje que separaba esta pequeña sala de su cuarto. Esta se abalanzó a su hermano y quedaron prendidos el uno en el otro.
- ¡A padre lo van a matá al amanecé! ¡Antes que cante el gallo, han dicho los asquerosos esos!, ¿a qué tú no vas a dejá cagan eso?
La Teodora se dejó caer en el tarimón junto a la madre, que esta gemía reposando su cabeza en el brazo de este.
- El hermanico ya se iba, despídete del, que antes que cante el gallo, ya no estaremos naide aquí... Ya sabrá acabao to.
- ¡Madre por qué tiene que hablá así, tavía se pué hacer argo!
El Pepuso intentaba inyectar a la madre un poco de esperanzas de la poca que él aún conservaba, debido a la juventud e ignorancia de este.
- ¡Qué sabrás tú de to lo que ha pasao aquí a lo largo del día, can detenío hasta a la María solo por estar ennoviá con el capotes y no han podío pillarlo a él! ¡Pero sí han detenío hasta al padre misionero sin haser na! ¿ Es que no tanterao qué ta dicho madre? ¡Ca padre, lo van a pasar por las armas a las seis! A padre y a otros más de la aldea.
El joven no había comprendido la magnitud de los acontecimientos, para él todo había sido un mal sueño, una pesadilla que lo había pillado de improviso, sin darle tiempo a despertarse completamente de esta. El ataque histérico de la Teodora, lo sacó fuera del escudo forjado en hierro que había creado alrededor de su ser.
- ¡A mi probe marío lo van a matá sin ver a su nietecico! ¡Ay, esto no pué ser de verdad!
- Madre pos qué dice usté.
- ¡Pos qué voy a decí, que a la Teodora la dejao preñá el Antonio del Eusebio. ¡Ya decía tu padre el probe! Quese no andaba mu lejo de la casa ¡Y el probe sa tenío quenterá de verdá un rato ante que lo prendieran!
La Teodora salió del cuarto antes que el hermano tuviera tiempo de asimilar la última noticia.
- Madre, dime qué debo hacer.
- Irte mu lejo de to esto, que padre así lo quiere y yo tamién, que de la hermanica ya sabré yo cómo encaminarla y a la criaturica que viene tamién. ¡Pero vete ya de una ve! Antes camanezca.
La madre, se dirigió a la puerta trasera de la casa donde se hallaba la cocinilla, tenía preparado un hatillo con ropa y algunos alimentos y se lo entregó al hijo. Le hizo cambiarse el gabán y le entregó el de su padre. Lo besó en la frente y lo hizo salir, no antes de cerciorarse ésta de que la aldea seguía aparentemente dormida.
El joven se quedó allí parado como un niño pequeño, que no sabe dónde ir y qué hacer con su vida, sin estar seguro si aún dormía dentro de la pesadilla. En cuestión de unas horas, su mundo se le había caído encima, se le había derrumbado sin haber tomado parte en ello ni saber él por qué.

Al amanecer de ese día, justo antes del primer canto del gallo, en la aldea y en lo alto del cerro de las viñas se oyó una descarga de fusil.

- Señor Vicente, que yo le juro a usté que no ha sido nada, solo pa meter miedo ¿Pero cómo van ha hacer eso? ¿ Qué de malo han podío hacer pa que pasen a nadie de la aldea por las armas? Que yo vengo de allí y allí no ha pasao na malo. Así es que señor Vicente, ahora nos ponemos en camino, ¡y qué salga el sol por ánde tenga que salí!
- Yo de aquí no me puedo mover, si no es para encaminarme a la casa pero vosotros tenéis que apresurar la marcha,... Yo estoy demasiado cansado y viejo.
- Pos si usté no viene... Pos nusotros no vamos a ninguna parte, y es más... nos entregamos, que de seguro can llegao a la ardea buscándonos a nusotros. ¡Así es patrón, o nus acompaña o nos entregamos!
Vicente los miró con ojos secos, la ausencia de luz tanto artificial como natural dentro de la cueva, hacía que las pupilas del señor de la Umbría brillaran dentro de esta carencia. En sus manos ponían la seguridad de todos ellos, el tener una oportunidad de vivir o de ir de cabeza a un matadero. Las palabras del zagal no lo había tranquilizado en lo más mínimo, todo lo contrario, tenía la plena certeza que algunos de sus camaradas ya habían pasado a otra vida.
No quería, se negaba a hacer una lista de los desaparecidos en su mente. Se negaba a tener otra pequeña lista en su conciencia.
- Pepe, si marchamos tendría que saber a ciencia cierta a cuántos, ¿Pepe, a cuántos?... No sigas fingiendo, el padre Joaquín también a caído.
- ¡No, el padre misionero no!
El Pepuso se sintió desfallecer, toda la fuerza acumulada la sentía esfumarse sin poder hacer nada por impedirlo.
-¿Cristóbal?
El Pepuso agachó la cabeza.
- Bien, comprendo, ¿Eusebio?
- No.
- Bien, ¿Miguel?
- Sí.
- ¿Eustáquio?
- Sí.
- ¿A todos los que se encontraban en la casa?
- No, a todos no, la señora Casilda y la tía Carmen están bien y los zagales tamién, que a ellos los han dejao tranquilos, eso sí ques verdad, que por una vez no digo marrullás.
- De acuerdo, ¿a alguien más?
- A la María, a la probe ya le tenían echao el ojo.
El zagal no podía seguir hablando.
- Señó Vicente, que ya han dejao a la ardea esjarrá por la mitá, mejó que usted no aparezca por allí, que si no, la lista se pué alargar y habrá más de to.
- De acuerdo, a la noche hay que tomar un camino, mientras tanto, necesito estar solo.
El señor Vicente el de la Umbría se arrastró por el suelo húmedo de la cueva, un frío aterrador le traspasó el alma.
- Señor Vicente, si piensa salir, mejó que cojamos el gabán.
- Tú no vienes conmigo a ninguna parte, lo que tengo que hacer... lo debo hacer solo.
- Señor Vicente, que yo no digo na, pero mientras estemos aquí, estaremos al resguardo, que de seguro cuando saga más la lu saldrán a dar un borneo por los cerros.
- Esta cueva está bien situada, desde aquí se controla la aldea, y lo dicho, a la noche, si no antes hay que tomar un camino. Vosotros sois hombres de bien y lo tomaréis correctamente... Estoy seguro.
El señor Vicente se incorporó y tomó el camino a la Umbría bordeando los cerros, sin volver la vista atrás.
- Pos el probe debe ir a hacer de cuerpo, aunque me da a mí que se alarga demasiáo, que en tiempos de apresuras no hay que tené tanto miramiento.
Al medio día, el señor de la Umbría aún no había vuelto al refugio, el Pepuso sentía remordimientos y un mal presentimiento que lo hacía insoportable para con los demás. El medio día dio paso a la tarde, una tarde cargada de nubarrones con presagio de nieve, se podía oler y palpar en la atmósfera.
- Pos yo no aguanto más, al señor Vicente le ha tenío que pasar argo malo, que to la curpa es mía. ¿ A quién se le ocurre dejarlo solo?
- Muchacho, el de la Umbría lo quería así, nadie puede con ese hombre cuando se le mete argo entre ceja y ceja.
El Pepuso salió al exterior de la cueva, abandonando la protección de esta y una ráfaga de viento helado le hizo perder por unos segundos el equilibrio. Echó una fugaz mirada hacia la aldea, su descubrimiento fue aterrador, de la casa del tío Vicente, su tío, salía humo, le habían prendido fuego. Llamó a sus compañeros ignorando el peligro que corrían por lo elevado de su voz, estos salieron sin más tardar al requerimiento de este. Y estuvieron boquiabiertos contemplando la humareda que salía de esta. Solo el Pepuso pudo reaccionar en aquellos largos momentos, pidió a sus compañeros que recogieran sus escasos enseres y abandonaran el cerro sin tardanza.
- ¿Y tú que harás? No te pues quedar, el de la Umbría aún no ha güerto, que de seguro que nus ha abandonao a nuestra suerte.
El zagal tomó por el gabán a este último.
- ¡El señor de la Umbría no abandona a nadie! No te atrevas tú a decí argo así. Mi tío es más hombre de lo que puedas ser tú, en to el resto de tu miserable vida.
Los dos hombre rodaron por el suelo. Este otro sacó una navaja, que no tuvo ocasión de abrir, una piedra vino a caerle en la cabeza.
- Anda muchacho levanta que este estará un rato durmiendo. Tenemos que partir, que de seguro arguien de la ardea sabrá ido de la lengua y no tardarán en llegar hasta aquí.
- Si no han venío ya, es porque nadie ha abierto la boca. ¿ Vusotros no podéis comprendé, que la aldea es él señó Vicente y el señó Vicente es la aldea?... ¡No! Eso es muy difícil de comprender, la aldea no caerá mientras el señor de esta siga en pie. Vusotros marchad, que yo me quedo a esperar a que güerva, ¡y sacad al compañero de aquí de mi vista!
Los hombres cargaron a hombros al inconsciente y se despidieron del zagal con un abrazo y lágrimas en los ojos.
El Pepuso anduvo cabizbajo el resto de la lluviosa y fría tarde, la desazón por negarse a admitir que ya el señor Vicente no volvería, no le permitía tener una conciencia clara y tomar una determinación. A la aldea le era impensable regresar, no se podía permitir poner a su familia en peligro.
- ¿ Mi familia?
Se preguntó infinidades de veces, cayó en la cuenta y dejó salir fuera todo lo que había guardado en lo más recóndito de su cerebro, Manolo el de la pequeña fragua de la aldea, su padre, ya no estaba, no existía. Andaría con los demás compañeros y compañeras, luchando por la dignidad y la libertad codo con codo, con el altísimo.
Se enjugó las escasas lágrimas que aún le quedaban y tomó el camino del valle de la Umbría, siguiendo los mismos pasos que sabía sin lugar a duda, había tomado el señor de la aldea.

Yo, el Pepuso, el pastor de la aldea, volví a esta al cabo de muchos años. Para Vicente, el tío Vicente, señor de la Umbría, aquella noche pasada fue la última que pasó con vida en ella. En la aldea de los de la Umbría, su aldea.

-FIN-

Capítulo XV ENFERMEDAD Y MUERTE

Capítulo XV ENFERMEDAD Y MUERTE


Noviembre llegaba a sus finales y nadie apostaba por la recuperación del tío Vicente.
Se habían agotado todos los recursos habidos y por haber. Eran ya cuatro los médicos que se habían aventurado a visitarlo.
Todos coincidieron en que se trataba de una pulmonía muy avanzada. Las novenas no cesaban durante las veinticuatro horas del día.
La desesperación de los aldeanos no les permitían concentrarse en otros menesteres terrenales. La gran afluencia de visitantes de las aldeas y pueblos colindantes, no pasó desapercibido para nadie.
Grupos de campesinos pobres llegaban cada nuevo día a interceder por la pronta recuperación del señor de la Umbría.

Aquella mañana, comenzando la segunda quincena de diciembre, el señor Pedro había aparecido muerto a los pies de la cama del señor de la Umbría.
Los unos comentaban que el uno había tenido que morir, para que el otro pudiera vivir.
Los otros pregonaban que había sido un milagro, puesto que las plegarias siempre dan resultado. Una minoría susurraban que había sido obra de la Casilda, pues la muy borde al parecer se estaba redimiendo de todos sus pecados.
Lo cierto de todo es, que la Casilda deambulaba por la casa como un fantasma con rosario en mano.
La tía Carmen la dejaba estar, aunque procuraba no perderla de vista.
Mejor que mejor, así tenía más tiempo para poder atender a las inmensas tareas que le habían recaído.
- ¡Pero esta no me la da a mí ni con queso! ¿ Qué se creerá esta, qué me chupo el dedo? Pensaba.
Le dio la tarea de no perderla de vista a la Llanos del Miguel. Esta se brindó de inmediato a seguir la sugerencia de la tía Carmen.
A la aldea iban acudiendo gentes de todas partes. A cada momento una nueva reata de gitanos de todas clases se iban acomodando en los alrededores de la aldea.
Aquello era un verdadero desconcierto humano, los aldeanos no daban a vasto en la tarea de ir organizando las caravanas.
Nadie aludió esa tarea, si no querían que estos tomaran posesiones más cercanas e íntimas en la aldea. El padre Joaquín se sentía al límite de sus fuerzas, no paraba en su intento de convencer a los aldeanos de que aquello no había sido un milagro y a los visitantes de que había que mantener la calma y que aquello no era el fin del mundo, que si su príncipe había muerto, era por designio de Dios y por ley de vida.
En aquellos días el padre misionero casó y bautizó a gran número de personas y al parecer a algunos por partida doble, dependía de que regalo o buen augurio les pronosticaran las adivinas ese día, que si las echadoras de cartas les pronosticaban que era buen momento para estar a bien con Dios y tener los papeles en regla. ¡ Pues se casaban! Que si las leedoras de las manos les aconsejaban que no era el momento propicio, pues intentaban convencer al misionero para que anulara el casamiento o el bautismo.
También hubo que coser algún que otro tajo, ocasionado por arma blanca, y enterrar a más de uno y más de diez, entre niños y mayores. Esto se hacía con el mayor silencio posible.
Al señor Pedro lo amortajaron entre un grupo de mujeres en casa del tío Vicente. Lo instalaron en una especie de angarillas y lo trasladaron al improvisado e inmenso poblado y allí lo estuvieron velando durante tres días y tres noches.
Las despensas de los aldeanos menguaban a cada nuevo día. El padre Joaquín no perdía oportunidad de hablar de la bondad que todo cristiano debía tener con los más débiles.
Los aldeanos con pesadumbre, unos más y otros menos, iban depositando cada nuevo día que amanecía, sus vituallas en el carro que el cura y acompañado por algunos niños mugrientos, paseaban un par de veces por día, por toda la aldea.
Algunas comentaban que se había formado ese follón solo por lo buenos que eran todos en la aldea.
Otros que si lo llegan a saber, ¡Pa Dios que no entra ninguno en la aldea!
Y otros que solo acudían, para poder pasar el invierno con la barriga bien caliente.
Todo esto sucedía, con más o menos malestar y preocupación, hasta que llegó a oídas de las autoridades competentes y quisieron poner punto final a la masiva manifestación de dolor. Aquella mañana que se iba a celebrar los funerales del patriarca, apareció en medio de la procesión silenciosa que se había organizado, un destacamento de la guardia civil.
Los procesionistas corrían despavoridos de un lado a otro. El tremendo revuelo ocasionado por la presencia de estos era descomunal, mujeres niños y ancianos caían de bruces al suelo, siendo pisoteados por los que les precedían en la comitiva fúnebre.
Dos descargas de escopeta fue el detonante para provocar una avalancha humana.
Los gitanos, los que podían, intentaban rodear el féretro de su patriarca, para impedir que los civiles se le acercaran y de paso pedir protección al padre Joaquín.
Este estaba anonadado y les pedía calma. Aun no sabiendo éste cómo contener a la muchedumbre.
El capitán de la guardia civil fue haciéndose paso saltando y pisoteando a los que habían caído por tierra, hasta que llegó a la cabeza de la manifestación, y se enfrentó cara con cara con el padre Joaquín.
- ¡Aquí lo quería yo pillar! ¡Infraganti! Ahora no me dirá que no es usted un alborotador ¡un marxista! Es usted un cabronazo, y yo me voy a encargar personalmente de colgarlo del árbol más alto que encuentre.
Este cogió por el gabán al padre misionero y lo zarandeó como si se tratara de un espantapájaros.
- Antes, permítame enterrar a un cristiano, después puede hacer de mí persona lo que vea correcto, pero antes, ni se atreva a intervenir en mi labor.
El capitán se vio rodeado por un grupo de jóvenes visitantes con navaja en mano.
- Ni se atreva usted, a impedir el entierro, si lo intenta, le juro por mis muertos, que será el siguiente.
El capitán tuvo que retroceder unos pasos.
- Traigo órdenes de disolver cualquier tentativa de concentración subversiva en la aldea y sus alrededores.
- Esto no es ninguna rebelión, esto es un sepelio.
- Usted sabe tan bien como yo, que esto es ilegal, en la aldea no se puede celebrar estos actos, no hay cementerio.
- Lo habrá muy pronto, y ahora déjenos continuar, no haga de un acto Cristiano, una barbarie.
El capitán lo miró de soslayo y con una sonrisa cínica dibujada en los labios.
- Me las va a pagar y muy caro, se la está jugando a una carta muy alta y pronto se las va a ver con la justicia. Tengo órdenes de controlar estos actos, y necesito los papeles de estos nómadas.
- El trozo de tierra donde acampan pertenece al señor de la Umbría, y este les tiene concedido un permiso especial para disfrutarlo como mejor les convengan, es decir, tienen pleno derecho a disfrutar de él mientras el señor de la Umbría, y solamente el señor de esa tierra, así lo dicte.
Este giró sobre sus talones enfurecido, y una mueca de maldad dejó escapar. El misionero y los de la comitiva fúnebre prosiguieron su marcha.

Aquella mañana amaneció con un palmo de nieve. Los visitantes fueron abandonando su lugar de acampada, con mayor silencio del que habían ido llegando, sin grandes despedidas.
Al cuarto día del entierro de don Pedro, solo quedaba en la aldea su grupo. Josep al parecer, se había convertido en el nuevo jefe, y este organizaba a sus gentes en la tarea de limpieza de la zona, ayudados por algunos vecinos de la aldea.
El señor de la Umbría se recuperaba muy lentamente, pero ya, todos comenzaban a poder respirar con esperanzas.
La señora Casilda seguía con sus manías de desaparecer cuando menos se lo esperaban.
El mucho trabajo extra de la tía Carmen se lo había permitido, aunque con la vigilancia concienzuda de la Llanos del Miguel y la Montserrat no las tenían todas consigo.
Ahora, con la casa casi despejada de visitantes y vecinos, la cosa la tenía la buena señora de la Umbría algo más que cruda.
La pobre Casilda se las veía y deseaba para desprenderse de ese misticismo y otras cosas, en el que, con mucho tesón y fuerza de voluntad había conseguido caer.
Se rebanaba la sesera para buscar una solución, que no llamara demasiado la atención.
La buena y previsora mujer, bien que se había provisto de una buena despensa particular, por si las cosas se ponían algo crudas.
- Vosotras, tranquila, que esa es cosa mía, que cuando to esto acabe, ¡ya le apañaré yo el cuerpo!
- ¿Pos será borde?
La Llanos, contándole sus sospechas a la Montserrat y a la tía Carmen.
- Tranquila, Llanos, que a esta hay que darle un escarmiento de los que haga historia, hay que pagarle con la misma moneda, que nos paga a los demás.
Entre las tres mujeres se urgió un plan para escarmentar a la señora de la Umbría.
Aquella noche, la Tomasa, puesta al corriente por la Llanos y Montserrat, hizo gala de sus dotes de teatro, que al parecer de esta, era algo que siempre había tenido en la cabeza hacer.

- ¡Pero claro! Una no es desas que van a la aventura, ¡iros vusotras a sabé to lo que sace por ahí!

Ni corta ni perezosa se enfundó en unos pantalones, los más viejos y grandes (cabe decir) que encontraron.
Cuando creyeron que ya toda la aldea dormía, la Tomasa hizo acto de presencia disfrazada, con los calzones y una sábana mugrienta, por las casas de arriba y tirando tras ella un pequeño carro. La tía Carmen ya se había encargado muy bien en intranquilizar a su cuñada, con eso de presencias extrañas y sombras que aparecen y desaparecen como por arte de magia por la casa. Esas cosas a la Casilda le alteraba los nervios, por considerarlo de mal agüero y cosas del demonio.
Cuando la tía Carmen ya la tenía predispuesta se fue a dormir tan tranquila y feliz, sabiendo que esta no iba a pegar ojo en toda la noche.
¡Qué las demás se encargaran del resto de la broma, que ella ya había cumplido con su parte!
Pensaba.
La Casilda, creyendo oír arañar en la puerta de la casa, se sobresaltó y puso la oreja en esta para cerciorarse de que sus temores por los remordimientos no eran infundados.
- ¡Pos me cago yo en to, el perrucho sa quedao fuera!
Esta creyendo que se trataba del canelo, apartó el cerrojo para dejarlo pasar. Su sorpresa fue tremenda, cuando distinguió un bulto, mejor dicho, un fantasma en la puerta de su casa.
- ¡Santa vinge de Cortes! Pos esto qués.
- ¡Aparta, mujé! Que soy lespíritu de los probes. ¿Ánde escondes to lo que has robao?
- ¡Hay, Santo Dio! Cuna, es probe, pero mu güena.
- Dame to lo que tié escondío ande solo tú y yo sabemos, y aquí no pasa na.
La Casilda fue sacando uno por uno los sacos con las viandas, que tan celosamente había ido acumulando.
- ¡El pernil, de la Gloria tamién!
- Ese ya está empezao.
- ¡Ese tamién, que a los probes bien poco le importa questé catao o no!
La Casilda a regañadientes sacó lo que le quedaba de este y lo colocó sobre el carro junto a los demás víveres.
- Ahora, ya se pué ir a donmí tranquila, que ya está to arreglao.
Y con las mismas, cogió el carrillo, y el Espíritu de los pobres, desapareció en la oscuridad de la noche. En la esquina de la casa, estaban esperando la Llanos, la Montserrat y la Gloria, esta última no se había perdido la broma a la Casilda por nada del mundo, y más aún sabiendo que su pernil había quedado en posesión de esta.
- ¡Odo! Con la mujé de Dios, que si a ella lestá güeno, a mí tamién que mestá.
No hace falta decir, la pataleta que le entró a la Casilda, cuando a la mañana siguiente, reconoció el carro a la luz del día en las puertas de la casa de la Llanos, que era, es, la más cercana de la del señor de la Umbría.
Tampoco hace falta decir, que las viandas iban incluidas. No se supo nunca, pero lo más seguro es que lo dejaran allí a propósito, es decir, a mala uva.
Los que sí se alegraron, fue la comitiva que se acercó junto a Josep a despedirse del señor de la Umbría, aquel último día que pasarían en la aldea.
- ¡Pos esto lo habrá dejao el Espíritu de los probes!
Decía la Llanos a grito pelado, en la puerta de la Casilda. Esta estuvo, el resto de lo que quedaba
de invierno sin salir de los portales de su casa. La buena mujer, las gastaba lloronas.


- ¿Volveréis por aquí algún día?
El señor Vicente apenas podía moverse de la cama, había adelgazado considerablemente.
- Eso no se puede asegurar, la vida de los hombres se cruzan una sola vez y el camino que tomo ahora es largo. Volvemos por los mismos pasos que nos trajo hasta aquí. Marchamos a Portugal e intentaremos establecernos allí. Las noticias que le voy a dar no son alentadoras.
No tenemos razones para confiar en el rumbo que van tomando las cosas. Me han asegurado, que pronto habrá otra revuelta.
- Eso se viene diciendo desde hace ya tiempo Josep, y cada vez, yo también la veo más cerca, pero eso no es razón para salir corriendo Josep.
- Le entiendo muy bien, señor Vicente, pero mi pueblo no quiere tomar parte de las cosas de los payos, ni los payos quieren entender las nuestras. Así se ha decidido y yo así las acato.
Señor Vicente hágame caso y márchese con su familia cuando pueda.
- Yo no puedo marcharme de aquí, para mí no es tan fácil.
- Señor Vicente, que la próxima vez será la definitiva, ya no es cuestión de salir a la calle a romper cristales y dar cuatro gritos. Los militares están más que preparados, ellos sí tienen todo a punto porque lo tienen todo pensado desde hace tiempo.
- Vivimos en un estado de República, estos deben lealtad a una Constitución, a un Gobierno Democrático, jamás tomarán parte en algo que vaya en contra del pueblo.
- Señor Vicente, es usted un Santo, pero un Santo incrédulo, que no creé en la fuerza que ejerce el poder del dinero y la fama... y esto ni lo tiene una Constitución y mucho menos lo tiene el pueblo. La lealtad y la decencia poco tiene que ver con las pesetas.
Los dos hombres se despidieron con un abrazo.


Entre cuidar por la salud del tío Vicente, despiojarse y fumigarse toda la aldea, aquellas Navidades se pasó sin pena ni gloria.
El pesar de la aldea por tener a uno de los suyos en prisión, nublaba cualquier tentativa de fiesta. Y hasta los Reyes Magos pasaron de largo por la aldea.
Los pocos quehaceres de los hombres, los llevaban como era la costumbre, ir de casa en casa contando y preguntando por las noticias que pudieran llegar.
Aquel invierno se echó en falta, como nunca se había echado, la ausencia de Eusebio. Muy pasado ya el año nuevo, el compañero Hilario volvió a la aldea, aquello dio un poco de ánimos a los aldeanos. La vida comenzó a bullir de nuevo.
Tras la muerte de su compañero Antonio, este había desaparecido una mañana sin dar más explicaciones. Al parecer había vuelto a su pueblo de origen, a arreglar unos asuntos de familia según contaba.
- ¡Pos hombre!¿ Dónde va a estar mejó, que aquí con nusotros?
El Miguel de la Llanos.
- Si es lo que yo digo, mientras se tenga una buena lumbre, ¡qué se quite to lo demás!
El Ñoño.
- Pos agora mesmo, se prepara una güena sartená de gazpachos, y aquí no hay pena que valga, que tengo yo liebre en pringue pa arreglá y llená las barrigas.
La tía Carmen lo arreglaba todo a base de llenar estómagos, que en su casa no se pasaba faltas.
- ¡Pos fartaría más!
Decía esta.
Y allí estuvieron, junto al hogar de la casa, sopando los gazpachos, los propios de la casa y los ajenos.
Al señor Vicente el de la Umbría lo habían sacado de la cama por primera vez, desde que este había caído enfermo. Lo habían recostado junto al hogar en su mecedora, rodeado por almohadones.
El padre Joaquín, que por aquellos días soportaba un tremendo resfriado, no se quiso perder el retorno de Hilario y acudió a casa del señor de la Umbría, al momento de enterarse de la noticia. La alegría era recíproca.
- Las noticias que cuentas no son nada alentadoras, pero, bueno, piensa que aunque mal asunto es ese, hay que tener fe, compañero.
- Padre Joaquín, me asombras aun después de conocerte tanto tiempo. ¿Cómo puedes hablar de fe, cuando se ve la miseria por todas partes? ¿ Cuánto tiempo hace que no sales de aquí? Esto tiene que explotar por alguna parte. El descontento es general, el pueblo está pidiendo a gritos otras elecciones generales. El pueblo quiere comer. Los Fascistas estos están muy envalentonados, hacen oídos sordos, se ponen una venda para no ver la miseria que crean a su alrededor. Esto francamente no me gusta nada.
- Hace tiempo ya, que se habla de formar un frente popular, pero la cosa aún no cuaja, hay recelo de unos y de otros. Pero es lo único que podría hacer cambiar la historia.
El tío Vicente se incorporó como pudo de su lecho de almohadas. El padre Joaquín corrió a ayudarlo y colocarle las cabeceras para que pudiera estar erguido.
- ¡Déjalo estar! Que ya puedo yo solo, que aún no soy ningún inútil muchacho.
Esto es señal de que se recupera.
Pensó este.
- Las nuevas elecciones no tardarán en celebrarse, les guste o no les guste, y en las manos del pueblo está, la decisión de ir todos en ese frente común o popular o como se le quiera llamar. Si se deja en manos de los dirigentes, la cosa se puede alargar, son muchos los intereses particulares. Y ¿qué podemos hacer nosotros, Vicente?
- Nosotros, nosotros en eso no podemos hacer nada, solo esperar y más esperar, compañero Hilario. Nosotros nada.

Capítulo XIV-La detención de un compañero

Capítulo XIV-La detención de un compañero

A las casas de Arriba llegó la noticia de que el Eusebio se encontraba detenido en Hellín. La voz de alarma cundió por la aldea.
Las unas murmuraban.
¡Pos sabrá visto! ¿Sí ya lo icía yo? ¿Dónde se está mejó que aquí?
Otras.
- ¿Quién le manda al Usebio meterse en camisa de once vara?
Afortunadamente las que más, opinaban que había que ir en su busca.
- Quel probe seguro que no ha hecho na malo. ¡Pos qué va a hacé el probetico!... con lo güeno ques, ¡Sí la curpa la tié el demonio!
En la casa del tío Vicente los vecinos se encontraban congregados.
No hizo falta en esta ocasión llamar a nadie. Las noticias llevadas en boca en boca derivó
en un golpe de estado.
Lo que no se precisaba era quiénes lo habían dado.
Unos que los fascistas gobernantes, otros que los anarquistas y los que más, que habían sido los desgraciados del Frente Nacional de trabajadores de la tierra.
Josep estaba enfurecido.
- Esto hace ya tiempo que se veía venir. Las leyes payas son de lo más extrañas, se escribe una cosa y se hace lo contrarío. Así es como lo tienen todo patas por alto. Nunca las entenderé, ni me da la gana entenderlas.
Josep, se había acercado a casa del tío Vicente a informarse respecto al señor Pedro, y se había encontrado con la aldea revuelta. El alboroto era tal, que se asustó creyendo que la guardia civil había llegado en busca de estos. El tío Vicente, el padre Joaquín y Cristóbal se preparaban para el largo viaje.
Media aldea ya estaba predispuesta a seguir tras estos.
- Si vamos muchos más, la cosa se puede ir de madre, y complicarse más de lo que está.
El padre Joaquín intentaba convencer a los aldeanos para que depusieran de su actitud.
Estaba plenamente convencido de que el asunto, era más complicado de lo que los aldeanos podían asimilar.
Los rumores de una revuelta campesina, era un secreto a voces, algo que se venía fraguando desde hacía tiempo.
El hambre, el paro campesino e industrial era algo latente y premeditado, un arma mortal. Como él siempre decía. El hambre es opresión, la opresión trae revolución y la revolución, trae más hambre y más miseria. Es todo una cadena. La verdadera liberación del hombre, empieza por uno mismo.
- ¿Y cómo se consigue eso padre?- Le preguntaban muy a menudo.
- ... Eso, hay que buscarlo cada cual, en su interior.- El padre Joaquín no tenía más respuestas.

Efectivamente, Hellín se encontraba revuelto, sus calles eran un hervidero humano. Las banderas anarquistas socialistas y comunistas ondeaban por doquier. Todas ellas unidas con una sola consigna.
Los gritos de Amnistía a los presos, ¡ni un paso atrás! Y los vivas a la España Republicana.
Las consignas exigiendo la unificación en un frente Popular del Proletariado, crispaban los nervios, a los reunidos dentro del ayuntamiento.
Los tres jinetes no las habían tenido todas consigo, les había costado una verdadera odisea acercarse a la entrada del pueblo.
Piquetes de campesinos, armados con diferentes artilugios, vigilaban las entradas al centro del pueblo.
Estos les salían a cada paso, pidiéndoles explicaciones. El padre Joaquín no lo hubiera conseguido de haber llegado solo, más de uno intentó tomarlo de rehén, para poder canjearlo por algún cabecilla de la revuelta.
- Pos me paece a mí, que no hemos atinao trayendo al padre Joaquín vestío de sayas.
Cristóbal, estaba sumamente preocupado por la magnitud que estaba tomando los actos de protesta contra la tiranía. Algunos braceros que afortunadamente conocían al señor de la Umbría, por haber trabajado en las tierras de este en temporadas sucesivas, se brindaron en escoltarlos hasta el Ayuntamiento.
- Que yo digo señó Vicente, que si habla a favor de mi primo, pué que lo suelten, ¡ Quél probe no ha hecho na malo! ¡ Quél probe solo pide lo ques suyo!
- Ya veremos lo que se puede hacer, espero que se vengan a razones. El compañero Eusebio, también está allí,...
-A usté sí lo oirán. ¡Palabras por aquí y palabras por allá! ¿ Ya verá usté cómo sa clara to? ¡Qué sino! Por mi padre, que quemamos el Ayuntamiento con tos dentro.
- No hay que llegar a tanto, compañero, cuando todo se calme, todos hablaremos mejor, con esa actitud no se consigue nada, hay que tener fe.
El padre Joaquín intentaba inyectar un poco de cordura en estos, la misma que con toda seguridad, pensaba este, carecía él mismo.
- ¡Fe, padre! Cuando hay hambre se pierde la fe y las ganas de to.
- ¡Claro! Usté no tiene chiquillos a su cargo pa llenarle la barriga, ¿sabe qué le digo?
Los probes siempre hemos pasao farta de to, y nos hemos conformao con pan y tocino,
pero ya, que no tenemos ni eso, las cosechas se empiezan a quemar aposta pa que no podamo trabajá, Padre, ¡tenemos hambre, los zagales tienen hambre! ¿ Qué podemo haser? ¡Morinnos con la boca cerrá!
- No, eso no.
- Los unos nos dicen que tenemo derecho a trabajá, que tenemo derecho a viví honramente y los otros no lo quita to... si nos quieren matá, ¡pos qué nus maten duna ve y to sacaba. ¡Claro! Cómo ellos tién las despensas llenas... A los demás ¡Pos qué nos parta un rayo! Y aquí les dejo, ¡qué yo no matrevo, a ir má allá!
No hizo falta pedir permiso para introducirse en el Ayuntamientos, cuatro agentes de la benemérita les salieron al paso, con las escopetas cargadas.
- ¡Semos gente de paz!
- Si son gente de paz, ¿qué hacen por aquí?
Los cachearon, sin más contemplaciones, seguidamente los introdujeron en una habitación sin ventanas.
Los minutos pasaban muy lentamente, Cristóbal se entretenía como mejor sabía, es decir, mordiéndose las uñas.
Habían pasado más de media hora allí, cuando un funcionario abrió la puerta, este iba acompañado del capitán de la Guardia Civil.
- ¡Alabados! Los ojos que pueden verlo, señor Vicente ¿Qué le trae por aquí, compañero?
El capitán de la benemérita, ofreciendo un abrazo casi fraternal al señor de la Umbría. Echando una mirada de soslayo a los dos acompañantes de este.
- Venimos a interesarnos por un vecino de la aldea, que al parecer está aquí detenido, él
compañero Eusebio concretamente.
- ¡Mal asunto este! Si está detenido, por algo será.
- Eso es lo que hemos venido a aclarar.
- Si está detenido, nada se puede hacer. Seguro que será uno de los agitadores, enemigo de la patria.
- ¿El Usebio un enemigo de la patria?
El Cristóbal a punto de soltar una sonora carcajada.
- ¡Pos eso sí ques güeno! ¿El probe Usebio enemigo de argo? ¡Eso tié que se un equivoco!... Capitán, eso no pué se.
- ¿Qué no puede ser? Y tú andate con vista, que el siguiente eres tú, y todos los de tu raza.
- ¡Pos que lo que he hecho yo ahora!
- No te hagas el descomío conmigo, que ya soy pájaro viejo.
Y le dio la espalda a este.
- Y a usted, señor Vicente le digo otro tanto, que bien es sabido de todos, sus tendencias a hacer lo que le viene en gana. Sin contar con las autoridades que lo protegen.
Este se acercó más de lo debido al señor de la Umbría, casi rozando nariz con nariz. El tío Vicente conocía muy bien los métodos persuasivos de este.
- ¡Bien!, Venimos a interceder por la inocencia de nuestro vecino, y no nos iremos de aquí hasta que podamos al menos verlo y que nos explique cómo ha llegado hasta aquí.
- ¿Me parece a mí, que me están exigiendo demasiado? No creo que estén en condiciones de exigirme nada. Hagan ustedes el favor de salir fuera, tengo que hablar en privado con don Vicente.
Cristóbal y el padre Joaquín salieron de la habitación sin mediar palabra, ya en la puerta el Cristóbal hizo ademán de querer quedarse con el tío Vicente.
- ¡Pos me cago en to! Que dese tío no me fío na, que como le haga argo al señó Vicente.
- Tranquilo, Cristóbal, que no va a pasar nada, tendrán que hablar de sus cosas.
El funcionario que los acompañaba les hizo una señal de que le acompañaran y en silencio.
- ¿Quieren ver a Eusebio?, Pues acompáñenme... pero de esto ni una palabra, que me juego el tipo.
Estos siguieron sin mediar palabra al funcionario. Encontraron a Eusebio en una especie de celda con otros diez detenidos. Estos al ver al cura dieron un paso atrás. Solo Eusebio, se levantó, más contento que unas castañuelas.
- ¡Pos esto sí que lo esperaba yo! ¿ No decía yo que arguien vendría, a sacannos de aquí?
Dirigiéndose a sus compañeros de celda, ya más tranquilos.
- El señor de la Umbría está en el trato, por el momento y sin ánimos de defraudar a nadie se está en ello, ¡porque hay que ver la que habéis organizado!
- Y ahora tenemos que irnos de aquí.
Apremió el enjuto funcionario.
- No quisiera yo que nos descubriera el capitán o algún alcahuete de los de por aquí.

En la otra habitación, el capitán de la guardia civil y el tío Vicente al parecer no llegaban a entenderse.
- Usted se la está jugando a una carta muy alta, y aún no sabe o no quiere saber quiénes son sus compañeros de juego. ¡A quién se le ocurre venir a interceder a favor de un perseguido por la ley! Por un delincuente conocido por todos... Usted se deshonra con su actitud.
- Eusebio no es ningún delincuente, ni tiene enemigos.
- Eso lo dicen todos, cuando se les detiene; ¡Ya hacía tiempo, que le tenía echado el ojo! ¿Qué es eso de tanto ir y venir?
- Eusebio se gana la vida de esa forma, es la vida que le gusta hacer, no hay ninguna ley que se lo impida.
- ¡Y unas narices, ese hombre es un conspirador, un agitador!
- Está usted muy equivocado, Eusebio es una buena persona, yo le conozco y doy mi palabra en su favor.
- Señor Vicente, ¿usted es tonto o se lo hace muy bien?
- Ni una cosa ni la otra, solo tienen mi palabra.
- Su palabra ya no va a ninguna parte, de todos es sabido de la parte que esta. ¡Es usted un traidor! De su clase, ¡es un agitador! Y a los de su calaña ya se sabe cómo hay que tratarlos. Yo no tengo por el momento, poder para arrestarlo, ¡pero cuidado! Con lo que dice y hace. Que el siguiente de su aldea puede que sea usted.
- ¿Me entregará a Eusebio?
- Ni lo sueñe, ese va a estar una buena temporada a la sombra ¿ Y mire, con las ganas que le tenía? ¡Me ha salido todo de perlas!
- Usted está cometiendo un error, ¿puedo hablar con él un momento?
- Mire por donde me voy a dar ese gusto, señor Vicente, si usted me hiciera un poco de caso, las cosas cambiarían, solo tiene que hacer la vista gorda a algunas cosas. ¿Por qué no acude a las reuniones de la c.e.d.a. cuando le llaman?, ¡No! Usted siempre tiene que ir a contracorriente.
- ¿Sabe usted lo que se habló en la última que casi fui obligado a ir? Pienso que no hace falta prender fuego a las cosechas para apaciguar a los campesinos, los campesinos lo que necesitan es todo lo contrario, necesitan trabajar para poder llenar sus estómagos vacíos y los estómagos de los suyos.
Donde hay hambre, hay quejas y disconformidad. ¿Usted ha pasado hambre alguna vez?
- ¿Hambre? ¿Hambre?
- ¡Hambre!
- ¡Hombre, de esa no!
- Pues este invierno comenzará a saberlo. Las despensas están casi a la mitad, las bodegas están igualmente. En el campo hay algo más, pero poco más, ¿ Qué va a pasar con los que no tienen un palmo de tierra? En la tierra, aunque poco, siempre se encuentra algo para echar al puchero, pero ¿Y los que trabajan en las fábricas? De los compañeros de la industria. ¡Qué va a ser de ellos!. No hace falta que unos locos prendan fuego a sus propias tierras para al parecer apaciguar a los que se las trabajan casi gratuitamente, con esta aptitud lo paralizan todo. ¡Todo esto es una barbarie! Que no tiene ni pies ni cabeza. ¡Conmigo no cuenten para esas cosas! Aún tengo algo de dignidad. Y le digo que este invierno se pasará hambre. Si usted no la pasa, la verá reflejada en el rostro de su vecino, la verá en el rostro de algún pariente cercano, la verá por todos lados y eso, es terrible, nadie se merece pasar hambre.
- ¡Es Usted un provocador! Un traidor a la República.
- ¡No! La República lo somos todos, la República no dice que hay que pasar hambre, la República no dice que hay que seguir esclavizando a los esclavos de siempre nuestra constitución dice todo lo contrario, si se la lee con atención. Ahora, por mí hemos terminado. Cuando se recobre la cordura, volveremos a hablar, cuando se vuelvan a abrir las fábricas, cuando al patrón de estas les importe más lo humano que los dividendos, podremos seguir hablando. Cuando se termine con esta locura de potenciar la miseria, posiblemente, podremos hablar de ser humano a ser humano. Al patrón, es decir al gran capital bien poco le importa tener sus fábricas abiertas,... Es más, las prefieren cerradas, antes de conceder un mínimo de dignidad y bienestar a sus esclavos.
Vicente hizo un gran esfuerzo al levantarse de la silla que ocupaba. El capitán lo detuvo, en la puerta de salida.
- Espere un poco, tampoco hay que ponerse de esa forma, mandaré que traigan a Eusebio. Que uno solo hace lo que le encomiendan hacer, que no quiero yo que usted me tenga entre ojos.
- Por eso no pase usted pena, no soy nadie para tener entre ojos a nadie, no tengo tiempo para eso, bastante tarea tengo yo en luchar por hacerme cada día un poco más persona.
En el pasillo se encontraban Cristóbal, el padre Joaquín y el funcionario.
- ¡Usted! Vaya en busca de Eusebio, el loco de los cacharros.
- ¿Está bien, señó Vicente?... El Usebio está por aquel pasillo.
Le murmuraba Cristóbal al oído del señor de la Umbría.
- Esto está muy silencioso, no se ve un alma.
El padre Joaquín.
- Eso es lo que usted se creé, hay civiles apostados en cada ventana, no somos tan inútiles, como para no saber que va haber lucha, ¡pues qué se atrevan! Que preparados sí que estamos. Y con usted también me gustaría tener unas cuantas palabras.
El cura se quedó mirando al tío Vicente, y por lo que pudo intuir no parecía que hubieran llegado a un acuerdo, el tío Vicente parecía tranquilo, con esa tranquilidad que da los muchos años y él mucho saber. Eusebio llegaba maniatado y escoltado por dos civiles y el funcionario. -- ¡Señó Vicente! Esto sí ques güeno, ¿ Cómo ca venío de tan lejo pa venme a mí?
Eusebio se acercó al tío Vicente para estrecharle la mano, las cuerdas que le habían colocado, a la espalda se lo impidió.
- Tranquilo Eusebio, ya habrá tiempo para esas cosas.
- Señó Vicente, que uno no ha hecho na malo, que manpillao cuando donmía bajo la higera de siempre.
- ¿Va a decir ahora que hace dos noches, no estuviste rompiendo los cristales del Ayuntamiento a pedradas?
- ¿Yo rompiendo ventanas? A mí que me paece caquí ha habío un inquívoco...
- ¡Pues tus colegas así lo han declarado!
- Señó capitán... que me paece a mí que to esto es de mentira. ¡ Si yo hace dos noches ni estaba por aquí! Que me paece a mí questaba en los Pocicos.
- Eso es lo que dicen todos, resulta que nadie salió la noche pasada a la calle, resulta que nadie nos ha apedreado, ¡resumidas cuentas! Nadie ha hecho nada.
- Señó, capitán, que yo le aseguro que no tengo na que ve con la noche pasá, enterao... lo que se dice enterao, sí questaba de lo que iba a pasá por tos laos. Y la verdá que tengo pena por lo que se cuenta de otros laos. Que creo yo que no hace farta que se mate a naide, que a fin de cuentas tos semos presonas.
- ¡No me venga con cuentos!, Que nos conocemos. El señor Vicente y yo ya hemos tenido una charla, si se viene a razones, quedarás libre y sin cargos, si no, te pasarás una muy larga temporada en Chinchilla o donde te manden.
El padre Joaquín se quedó blanco como la cal.
- ¿Eso está bien por su parte?
- Está más que bien, y usted tendría que estar cumpliendo con sus deberes, no haciendo el imbécil y perdiendo el tiempo con esas gentes de mal vivir.
- Mi deber está con los que me necesitan, mi deber está con el que me reclama a su lado.
- ¡Y un cuerno! Su deber está con quienes le protegen ¡estos rojos marxistas no se mantienen ni ellos mismos, estos son unos herejes que reniegan de la Iglesia, reniegan de la familia y reniegan de todo y cuando menos se lo espere le darán una puñalada por la espalda.
- ¡Eh! Más cuidiao con lo que dice, cal padre Juaquín nadie le va a hacé na malo, ¡y qué arguién satreba! Que si a argún cura lan hecho argo malo, será porque se lo había ganao.
El Eusebio se sentía ofendido en lo más hondo por las acusaciones de este.
- ¿Pos habrase visto?
- ¡Ah! ¿Entonces confiesas que a los curas hay que perseguirlos?
- Oiga usté, que yo no he dicho na de eso.
- ¡Usted! Vuelva a meter al detenido en la celda.
El padre Joaquín se interpuso entre Eusebio y los civiles que lo custodiaban junto al funcionario.
- ¡Aquí ha habido un error de entendimiento! Eusebio tiene que quedar libre, yo soy el ofendido y yo lo absuelvo de toda culpa.
- ¡Aquí usted no pinta nada! El detenido está bajo mi custodia, y de nadie más. Y no me haga usted perder más tiempo o lo detendré también.
- ¿Con qué derecho habla usted así?
- ¡Con el derecho que me sale de los cojones!
El tío Vicente se dirigió a Eusebio.
- Te soltarán, si la aldea rinde lealtad a los,... Tú eliges.
- ¡Pos qué dice usté, de eso ni hablá, yo estoy por la libertad, yo estoy por los derechos de todos para que puedan comé y trabajá honramente. ¡Nunca estaré a favor de la tiranía!
¿Está seguro compañero?
- Más que del sol que sale ca mañana. Que si yo no he hecho na malo, que se pué esperá de los probes can hecho argo pa pedí de comé. ¡Ya se arreglarán las cosas! Que si yo ando detenío o no ando detenío poco importa, lo que importa es que esto termine duna vé. Que gente mejó que yo ha caído preso y no se va a acabá er mundo por eso. Señó Vicente, usté no tenga pena por mí, usté tié que sacá a to una ardea palante y eso sí ques problema. ¡Compañero Cristóbal! Anime esa cara, questo no e un funeral. Señó Vicente, si se pasan por los Pocicos haga usté el favor de buscar mi mula, que la probe tié que andá por ahí perdía y asustá, Y se la da a la probe María, que a fin de cuentas es má suya que mía.
- La buscaremos, puedes estar tranquilo, pero dársela lo tienes que hacer tú, compañero.- Eusebio se giró en dirección a la puerta de salida. No podía seguir hablando.
- ¡Usted está cometiendo un delito contra las libertades! Y lo sabe.
- ¿Y a quién le importa?
- A mí me importa.
- Pues se va usted a reclamar a otra parte.
El padre Joaquín no lo podía creer.
- Déjelo padre Joaquín, no mendiguemos lo que nos corresponde por derecho, el día que se recobre el juicio, ese día al fin podremos vivir en paz.
- ¡Es usted un viejo testarudo!
El señor de la Umbría salió del Ayuntamiento haciendo caso omiso a las amenazas y advertencias del capitán, con la firme convicción de que a nadie le interesaba Eusebio, lo querían a él y esto era más de lo que su cuerpo y mente podían soportar.
A una considerable distancia un reducido grupo de campesinos hacía la guardia en espera de las noticias que pudiera traer.
Todos se agolparon alrededor de los tres cansados y humillados jinetes.
- ¿Pos qué ha pasao allí dentro?
- Los detenidos seguirán detenidos, hasta que se celebre un juicio. Por el momento no hay nada que podamos hacer, solo esperar.
- Señó Vicente, ¡Qué me cago en tos! Ca esos los sacamos esta noche del dispensario a base de lo que sea. ¡Qué le prendemos fuego si hace farta!
- De esa forma no se conseguirá nada, ellos están armados hasta los dientes, y os puedo asegurar, que están esperando algo así, lo mejor es esperar, mientras estén detenidos no se atreverán a hacerles nada. Pero si los rescatáis de esa forma os puedo asegurar que sois hombres muertos.
- ¿Entonces qué hasemos?
- No rendirnos nunca, seguir creyendo en vosotros mismos y en nuestra lucha. Hagámoslo por nosotros y por los que vienen detrás.

En la aldea, todos esperaban con ansiedad noticias de las que a Hellín fueron a buscar.
Todos los aldeanos, sin excepción, se apiñaban en casa del tío Vicente. Las lluvias acaecidas en los últimos dos días no menguaba la ansiedad de estos, todo lo contrario.
Pudieron respirar tranquilos cuando llegó noticias de que el señor Vicente estaba entrando en la aldea. El pánico se adueñó de los más valientes, que pese a la lluvia torrencial que en esos momentos caía, osaron salirles al paso.
La mula de Eusebio llegaba cabizbaja, sin su inseparable compañero, siguiendo el paso inseguro de los empapados sementales.
El horror de lo que le hubiera pasado a Eusebio estaba en la mente de los aldeanos. Y aún no quedaron satisfechos después de las explicaciones del señor de la Umbría, del padre Joaquín y de Cristóbal, mientras intentaban entrar en calor, junto a la lumbre que habían encendido a propósito para estos, en el hogar de la casa del señor Vicente.
Pues lo que tenemos que hacer, es declararnos en huelga como el resto de los compañero. Montserrat.
- ¿En huelga de qué? Este verano no se ha recogido ni la mitad de las cosechas por la zona, lo de aquí fue una excepción. Las viñas están casi destruidas por el granizo y las lluvias a deshoras, y las oliveras no tardarán en volver a helarse de arreciar el temporal, la oliva de este año no serán más grandes que una lenteja ¿ A qué huelga vamos a unirnos? Lo que en verdad tenemos que hacer es prepararnos y organizarnos para poder llegar a la siguiente cosecha. Es lo único que puedo decir.
El señor Vicente el de la Umbría se dirigió a la habitación donde se encontraba su amigo el señor Pedro.
- Mala cara trae señor Vicente.
El señor de la Umbría se quitó la manta que le habían echado encima, al calor del hogar y las botas y se sentó en la cama junto al señor Pedro.
- ¡Qué envidia me da usted! En verdad que le envidio. Ha vivido como ha querido, sin posesiones ni cargas. Ha sido libre como el viento.
- No se lamente señor Vicente, cada uno venimos al mundo con una tarea a realizar. La suya no es sencilla, lo sé; pero no hay forma de cambiarla. Y le digo, que lo que tenga que llegar, llegará, lo queramos o no lo queramos.
A cada hombre le toca vivir la vida que le ha sido encomendada aun antes de nacer. No crea, yo también he envidiado en algún momento de mi vida la forma que tienen ustedes de vivir. También he deseado tener un lugar seguro para mi familia, un techo que pudiera decir que es mío.
Usted señor Vicente es una persona muy afortunada, porque tiene algo de lo que carece el resto, tiene algo que usted mismo ignora, tiene corazón, posee el aura más grande que yo haya podido vislumbrar nunca, y eso es algo que no se adquiere con el poder del dinero.
- Me siento muy cansado, no he podido hacer nada por Eusebio, el joven que hemos ido a buscar, y eso me destroza. Mi maldito orgullo no me ha permitido ceder.
- No hable usted de orgullo, orgullo no, su sensatez está salvando a muchos otros. Usted ha hecho lo correcto. ¿Qué se hubiese adelantado? ¿De qué sirve una sola vida, cuando está en juego toda una aldea? Si usted cede hoy, mañana le pedirán otra cosa y así sucesivamente. Y cuando se llegue a dar cuenta, tendrá a toda su aldea vendida. ¡Deje de lamentarse! Ese joven no le hubiera perdonado nunca que usted se sacrificara por él, usted y todos sus compañeros.
- Necesito así creerlo.
- Pues créalo.
El tío Vicente se tumbó en la cama, junto al señor Pedro y se quedó dormido durante mucho tiempo.

La convalecencia del señor de la Umbría se había convertido en centro de atención de todos. Cada cual hacía sus conjeturas particulares.

Los unos que tenía una pulmonía doble.
Otros que se moría de lo bueno que era.
Otros que de tanto que el pobre sufría por todos.

Capítulo XIII- El pueblo del Patriarca

Capítulo XIII- El pueblo del Patriarca

No tardaron en llegar al lugar de la acampada de los titiriteros, estos se apresuraban en la tarea de recoger el campamento.
Al percatarse estos de la visita, corrieron a encaramarse en las caravanas.
Un formidable gitano se puso en posición de defensa frente al caballo del Francisco, antes de que el zagal viniera a darse cuenta, el zíngaro le había arrebatado las riendas de este.
- ¡Habíamos convenido que no nos molestaríais más!... Solo estamos aquí de paso, como veis somos gente de bien y nos vamos tan tranquilos como hemos llegado... somos gentes de paz. ¿ Qué es lo que queréis de nosotros?
- ¡Tranquilo hombre! Ya llegan los demás... viene el arcarde de la aldea... a saludá na má y tamién el Vicente el señor de la Umbría.
Esto de alcalde y señor de la Umbría, al parecer lo dijo para impresionar un poco, porque por otra cosa no creo.
- Qué un señó como el de la Umbría no se ve tos los días por ahí.
Los hombres no tardaron en llegar. El tío Vicente y el Manolo venían rezagados a una considerable distancia, irían ultimando los adelantos que se conseguirían con respecto al Pepuso.
El campamento parecía a la plena luz del día bastante más populoso. Casi una veintena de chiquillos se podían calcular a simple vista.
Desarropados, mugrientos y con las tripas hinchadas repletas de lombrices añejas y otras infecciones difíciles de diagnosticar. Estos se hacían un hueco entre las ruedas de los carromatos.
- ¿No me dijo anoche compadre, que solo eran un puñao?
- Somos los que somos ¿Qué importa el número? También quedamos que nos iríamos al amanecer y eso estamos haciendo ¡ cumpla usted con su palabra, que nosotros así lo hacemos!
- No se ponga desa forma compadre, que nosotros tamién estamos de paso.
El señor Vicente se acercaba penosamente a los dos hombres, los compañeros se hicieron con montura incluida a un lado para dar paso al señor Vicente, y confirmar a los ojos de este titiritero el rango tan elevado que ocupaba el recién llegado.
- Saludos buenas gentes, buenos días tengan ustedes. Yo soy Vicente, ¿con quién tengo el gusto de hablar?
El tío Vicente le tendió una mano al formidable gitano. Este, a regañadientes y celosamente le tendió la suya.
- Yo soy Josep, y este es el campamento de mi abuelo... él no se encuentra demasiado bien, y no puede atenderle.
- Lamento que así sea, solo queríamos saludar y si pudiera ser... hacerles unas cuantas preguntas siempre y cuando no lo tomen a mal.
- No tenemos nada que esconder, si vienen a eso y de buena fe, en nombre de mi abuelo sean ustedes bienvenidos.
El señor Vicente y con la ayuda del Manolo y Josep tomó tierra, la corta estatura de Vicente se hizo de notar en demasías junto a este último.
Josep hizo que le siguiera, este le indicó que le esperara junto a uno de los carromatos, Josep se introdujo dentro de este, saliendo de el unos minutos más tarde.
Invitando posteriormente, al señor Vicente a introducirse en el interior de este.
Josep se quedó franqueando la entrada, impidiendo así que el resto de los recién llegados le siguieran al interior.
Una oleada de carne corrompida inundó las fosas nasales del señor Vicente. Parpadeó insistentemente, cuando se encontró frente a frente con la persona más anciana que hubiese visto jamás.
Este lo invitó a sentarse sobre al parecer era, un catre improvisado con cajones y mantas roídas.
Los muchos cachivaches esparcidos y colgados del techo de esta, hacían encoger al tío Vicente que hacía un esfuerzo por no echar fuera lo injerido horas antes.
Y así estuvieron durante unos largos minutos, Josep seguía con su musculosa masa, apoyado junto a la salida.
- Y bien ¿Qué es lo que quieren de nosotros?
Somos personas adultas, y le hablaré con el respeto que sus años y sin lugar a duda sabiduría se merece, buscamos algo que nos dé una pista, sobre la desaparición de un compañero desaparecido hace, al parecer unos tres días.
Somos de una aldea cercana, y puede estar usted seguro que somos gentes honradas, que vivimos de lo que la tierra nos quiera dar.
El patriarca de la familia alzó la cabeza, Vicente pudo ver un rostro cubierto de arrugas y cicatrices viejas y algunas nuevas casi recientes. Aunque la mayor de la cicatriz se podía apreciar en sus profundos brillantes ojos negros.
Vicente sintió en lo más profundo de su ser, el dolor de la vida que se le escapaba al anfitrión de esa caravana de miseria física.
- ¿Ve usted este arcón? ¿Huele usted a muerte?... Aquí llevo a mi décimo hijo, muerto sin tener por qué ser así... sin otro motivo que ser lo que era. Tenemos prisa por volver a nuestra tierra y darle sepultura, no puedo hacerlo en cualquier sitio, tiene que reposar junto a sus antepasados... no puede ser de otra forma.
Vicente se quedó anonadado.
- ¡Qué lleva a su hijo ahí!
Señalando con un dedo tembloroso y artrítico, el arcón junto al anciano.
- Sí, aquí tengo a mi hijo.
El anciano ya no podía llorar por los ojos, lloraba con todo su ser, el cuerpo y la mente del tío Vicente se contrajeron por un lapsus de tiempo.
- Puedo preguntar cómo ha ocurrido su fallecimiento.
Logró balbucear este, cuando consiguió retomar el poder de pensar.
- Eso ya no importa, quien lo hizo ya pagó su deuda.
Vicente no se atrevió a importunar, a ahondar en la historia. Lo que no podía quitarse de la cabeza era el hecho de transportar a un cadáver, posiblemente ya en estado de descomposición, a juzgar por el olor a carne putrefacta que se respiraba en ese reducido espacio infrahumano.
- Eso no se puede permitir... con todos mis respetos, no me cabe en la cabeza, trasladar a un difunto tanto tiempo, así... de esta forma, los difuntos necesitan descansar.
- Este es el último viaje que hace por los caminos, es lo único que podemos hacer por él, las leyes de mi pueblo no permite abandonar a nuestros muertos y además, no encontramos un palmo de tierra para así poder hacerlo... usted no lo puede comprender. Yo también me muero, ya me está llegando la hora, solo espero resistir hasta llegar a mi tierra y poder descansar.
Dicho esto, el noble gitano, perdió el conocimiento y calló sobre el bulto de mantas en el que estaba sentado, sin pronunciar un sonido.
Vicente se incorporó como pudo, reprimiendo tanta angustia física y moral, que creyó por un momento que él también sucumbiría a la inconsciencia.
Los muchos acontecimientos emotivos en tan poco tiempo, hacía de este una persona vulnerable, su salud física se estaba debilitando a cada momento.
No recordaba haber tenido tantos dolores en sus articulaciones anteriormente, cada movimiento que realizaba era una dolorosa condena que sufría en silencio.
El señor Vicente logró coger una mano al patriarca, no le encontraba el pulso, tampoco sentía los latidos en el corazón de este y llamó a gritos para que entraran en su ayuda sin tardar. Josep se abalanzó al interior del carromato y como por arte de magia fueron acudiendo los acampados.
Salían de todas partes, sobre todo niños amparándose estos, entre las faldas de sus casi infantiles madres embarazadas.
De un carromato hicieron salir a una anciana, la portaban en una silla dos zagales, le hicieron paso y la introdujeron dentro del carromato con silla incluida. Josep le tomó una mano a esta y se la dirigió al pecho del anciano.
- ¡No vivirá mucho tiempo más! Tiene la muerte metida en su pecho... la veo.
Y diciendo esto, pidió que la sacaran de allí. Vicente estaba perplejo, un calor frío le recorrió la espina dorsal, al ver el rostro que carecía de ojos de la anciana. Dos bóvedas vacías ocupaban el lugar de cuencas oculares.
- No puedo ofrecer otra cosa que mi humilde casa para que pueda tener una muerte digna de su rango.
El señor Vicente dirigiéndose a Josep.
- Mi hora ya está llegando, ya es... tiempo de descansar, solo necesitamos un palmo de tierra. El anciano había recuperado la conciencia, por unos minutos.
- ¡Abuelo, tenemos que volver!
Muchacho, yo ya he llegado donde tenía que llegar.
Y diciendo esto, volvió a perder la conciencia.
- Su palabra es ley para nosotros, y hay que acatarla aun en contra de mi voluntad.
Dijo Josep en tono cortante y dirigiéndose al señor Vicente. Sacaron a la anciana del carromato, el gentío se apiñaba en torno a esta, intentando por todos los medios informarse de la salud del patriarca.
Algunas gitanas, las de más edad, lloraban a gritos, arrancándose pañuelo y cabello. La muestra de dolor era manifiesta, las habían que se arañaban el rostro, con una naturalidad pasmosa, como sino sintieran dolor alguno.
- ¡Nos vamos!
Se oyó la voz ronca de pesar de Josep sobre el murmullo enloquecedor de los demás, el tío Vicente salió de la pestilente caravana y se dirigió al pequeño grupo que formaban sus hombres, sintiendo cómo sus pulmones se renovaban inhalando las primeras bocanadas de aire sin contaminar.
- ¡Cristóbal y Simplicio, vosotros dos volvéis a la aldea, el resto seguiremos nuestro camino!
- ¡Qué yo güelvo pa laldea!... ¿Y lo que tenemos que hacer qué?
El Cristóbal.
- Lo que tenemos que hacer se hará, y procurar que el patriarca tenga todo lo bueno que se pueda tener.
- ¿Qué patriarca?
- El patriarca... vais a ir escoltando a estas buenas persona... y allí vais a hacer lo que humanamente podáis hacer por ellas, el padre Joaquín lo entenderá y sabrá lo que hacer Señor Vicente... ¡qué yo no güelvo pa la casa con esta gente, qué no vamos a poer entrar ni nusotros¡
- ¿Cómo te atreves a hablar así?... ¿No te acuerdas en las condiciones que llegaste tú? ¿Alguien te negó un plato caliente, o agua para lavarte?
- Señor Vicente... pero uno no es como ellos, uno es como los demás.
- ¿Cómo los demás qué?
- Cómo los demás de nusotros.
- Simplicio, me avergüenzo de tener que escuchar lo que dices. ¿ Tú crees que cualquiera de los que estamos aquí de la aldea, es mejor que cualquiera de estas gentes? Yo, sencillamente, no lo creo.
Simplicio bajó la cabeza, abochornado, Cristóbal se alegró considerablemente, el arriero se le había adelantado, esas mismas palabras las tenía él en la punta de la lengua.
Suspiró porque por una vez alguien le había leído el pensamiento y adelantado, se creía incapaz de soportar una reprimenda de ese tipo, venida además y por añadidura por parte del señor de la Umbría.
- Señor Vicente, que yo creo que si llegamos nusotros, con tanta gente pué pasa argo... que unos pocos vale, ¿pero tantos? Que yo pienso que e mejó que güelva usté tamién, que yo... no sé, no sé lo que pué pasá.
- El Cristóbal tiene razón, además usted está mejor en laldea, allí hace más farta en estos momentos.
El Manolo.
- Yo creo que taimen.
El Miguel.
Todos estaban de acuerdo y lo confirmaron con un movimiento de cabeza. En esos momentos Vicente fue consciente de su estado, podían confiar en su mente, pero no tanto así en su cuerpo, eso lo entristeció hasta lo infinito. Josep se les acercó.
- Por nosotros, no se demore la salida, ya estamos listos para partir, pero antes quiero saber lo que intentan ustedes... creemos que tenemos el derecho de saberlo.
Vicente se giró.
- Yo también estoy de acuerdo en eso, estamos buscando a un muchacho, que ha desaparecido y no pararemos hasta encontrarlo.
- ¿Qué delito ha cometido?
El Miguel se le adelantó.
- Eso no lo podemos decí... eso es cosa seria, lo mejó es encontrarlo y después, ya se verá, que eso e cosa solo de nusotros.
Josep, lo miró a la cara con recelo, con odio.
- Señor Vicente, venga conmigo, quiero que vea algo.
Vicente siguió a este, no antes de dirigir a Miguel una mirada de reproche.
- Vicente... nos ha brindado, sin pensarlo su aldea y su propia casa. Sabemos que todos los payos no son iguales, al igual que todos los gitanos no somos tampoco iguales, ahora bien,... si su aldea nos respeta nuestra forma de vivir y nuestras creencias, nosotros haremos lo mismo y que les quede claro, si aceptamos acompañarles es por nuestro príncipe.
Vicente lo miró asombrado, aparte del padre Joaquín y posiblemente Montserrat, no había conocido a nadie con tanto carácter.
- Y bien ¿Qué opina usted sobre esto?
Su forma de vida bien poco me preocupa... si esta es su forma de vida, vívala como mejor pueda, yo no soy nadie para decidir cómo han de vivir los demás, pero a la muerte hay que acomodarla lo mejor posible.
Vicente en el fondo de su ser, envidiaba la libertad de los caminos, la libertad de dormir bajo las estrellas, el ir ligero de equipaje, el sentirse bien en cualquier parte, el tener por Patria cualquier recodo en el camino.
- No estamos solos... el abuelo y príncipe nuestro, se nos muere y para nosotros, es lo peor que nos pueda ocurrir, pero tenemos a otra persona... como usted, que si necesita ayuda y rápida.
Le adelanto que quien se atreva a poner una mano sobre él, pagará con su propia vida. Tenemos deuda de sangre y mataremos por él, esta es nuestra ley, nosotros respetamos las suyas, ustedes respeten las nuestras, si vamos con ustedes es por nuestro príncipe, que así él lo ha decidido.
Diciendo esto, Josep se escupió en la palma de la mano y se la ofreció al señor Vicente de la Umbría, este dudó por unos segundos en ofrecerle la suya.
Nunca había tenido la oportunidad de sellar un pacto de semejante forma.
- Ahora, si lo ve bien, quiero ver a ese como yo, que necesita ayuda... le doy mi palabra que nadie de los míos lo tocará.
Vicente se puso la mano cerrada en el pecho, Josep lo miró desde su más que considerable estatura y asintió con la cabeza.
- ¡Acompáñeme!
El tío Vicente le siguió a través de lo que a él le pareció una multitud de gente. Josep, le invitó a que se introdujera en un carromato y allí envuelto entre jarapas se percató de un bulto que al parecer respiraba.
Se arrimó como pudo y destapó la cara. Un mudo en el estómago se apoderó de él, el rostro lo tenía casi irreconocible pero no tuvo la menor duda, era el compañero Antonio.
- ¡Dónde lo habéis encontrado!
Josep se interpuso entre Vicente y el casi moribundo Antonio.
- Si es a este al que buscáis... pierden el tiempo, nos pertenece a nosotros.
Vicente dejó escapar su tensión contenida.
- Ahora la deuda la tengo yo con ustedes. Pídanme lo que quieran, pero por favor partamos pronto, esta criatura necesita ayuda urgentemente en verdad.
¿ No le harán nada?
No ¿Nosotros hacerle algo al pobre Antonio?... Sí que le haremos, pondremos todos nuestros remedios para curarlo. Dé aviso de partir... ¡pero ya! Yo me quedo con él, sino le importa.
Josep salió a dar la orden de partir.
- ¡Pos yo no me muevo si no sale el tío Vicente del carromato!... Estos a lo mejó lo tién retenío.- El Cristóbal.
Josep oyó la queja de este, y se giró en redondo, - ¡Aquí no se retiene a nadie! El señor Vicente está por su propia voluntad en el carromato... con al parecer la oveja que han perdido.
- ¿ Con la oveja perdía?,- Al Cristóbal se le iluminó el rostro, como al resto de los aldeanos.
¿ Conque la oveja perdía?
- Sí, la oveja perdida y de nombre Antonio, al parecer.
Los aldeanos retomaron el camino a la aldea, más contentos que unas castañuelas.
El retorno lo hicieron en casi la mitad de tiempo, los destartalados carros aguantaron sin novedad todo el trayecto, como envueltos por un aura protectora y urgente.

- ¡Pos yo no entro en la aldea el primero!, - Le murmuraba el Cristóbal al Pacorro.
- Tú eres lo más cercano a una autoridad, esa es tarea tuya, será mejó que te adelantes y prepares a la gente. ¡Busca al cura y que él se apañe! Y que él encuentre a mi mujé, que ella entiende argo de curar.
Cristóbal sin mediar sonido alguno salió al galope.
- ¡Pijos en Dios!... ¿Y qué me pase a mí esto?- Al parecer pensó.
El Pacorro mandó al Francisco a que se acercara a la caravana donde se encontraba el tío Vicente, a darle el aviso de que llegarían a la aldea en menos de una hora y de paso cerciorarse este, de todo lo concerniente al asunto del compañero y de los ánimos que le habían hecho al tío Vicente, tomar una decisión tan descabellada como esta.
Aunque, bien mirado, este tipo de decisiones eran de las que hacían del tío Vicente, ser lo que era, sencillamente, era Vicente, el tío Vicente, señor de la Umbría.
No encontraba en su vocabulario un calificativo para definirlo mejor y más amplio.
Antonio había recobrado el conocimiento, su estado era lamentable, Vicente el de la Umbría lo tenía asido por una mano queriéndolo retener, queriendo con todas sus fuerzas, transmitirle al joven, algunos de los latidos de su propio corazón.
¡Pos esto sí que ha sío güeno!, Salimos a buscar uno y mire usted con la cuadrilla que golvemos... si no se forma un lío en la ardea ¡qué venga Dios y lo vea!
- No es momento de sentarse, es momento de actuar y rápido, eres joven Francisco, y aún te queda mucho que ver... comienza ya por hacerte un hombre, porque los tiempos no son seguros y hay que despertarse.
- Ha dicho el Antonio cómo le ha pasao esto, señó Vicente.
- Acaba de abrir los ojos, pero eso ya se sabrá... no puedo relacionar lo que pueda tener Antonio que ver con estas personas... y lo que hace aquí y así de esta forma, menos aún.
- Señó Vicente, que si usté no lo sabe... ¿ Quién lo va a sabé?... Questa gente e mu suya y no abre la boca pa na, que yo bien que lo he intentao.
Un sonido quejumbroso se le escapó al maltrecho Antonio. El tío Vicente le acarició la frente con ternura, como si se tratara de un recién nacido.
- ¿Tienes algo que decirme compañero?
Este entre abrió los ojos y sonrió con una deformada y terrible mueca.
- ¡Padre, confieso que he matado... no quería hacerlo... ellos me obligaron!
Antonio intentó incorporarse.
- Tranquilo, muchacho... no te esfuerces, el padre Joaquín llegará enseguida, no tienes que preocuparte ahora de eso, todo se andará, y tú Francisco.
Girándose en dirección a este.
- No has oído ni visto nada aquí... ¿Entendido?
- Señó Vicente... questo e mu gordo... ¡questo válgame la Vinge! Que no me gusta na to esto, quespero que no haya sio a arguno de estos... que son munchos y puén con to la ardea entera
El Francisco echándose manos a la cabeza.
- Tranquilo muchacho, seguro que no ha sido a nadie de estos, si fuera así, puedes estar seguro que ni Antonio, ni tú, ni yo, ni nadie estaríamos a estas horas en pié.
- ¿Tan mala sangre son?
- ¡No! Ni mucho menos... solo que sus leyes son más rápidas que las nuestras... tú aprende a respetar... para así, ser siempre respetado. Y ahora empieza a hacerlo, estamos entrando en la aldea, empieza por apaciguar los ánimos de tu propia conciencia y de tu casa por lo menos.
- ¿Y eso cómo se hace señó Vicente?
- Empieza por aplaudir el honor que nos brinda estas personas con visitar nuestra aldea.
- ¡Eso e cosa dura de tragá!...
- No te preocupes ahora por eso, que ya tendrás tiempo de acostumbrarte a muchas cosas más, muchacho.
La caravana hizo un giro y se paró, el padre Joaquín sujetaba por las cinchas uno de los caballos de esta.
Al parecer habían decidido entre Cristóbal y el que lo mejor sería dirigir el campamento a la era del camino de Lietor, la era estaba en esta época del año descansando, hasta la próxima cosecha, y el terreno allí era raso, sin depresiones, y además, esta quedaba un poco retirada de la aldea. Y se ahorrarían todos, tanto aldeanos como titiriteros inmiscuirse en los asuntos de cada cual.
El padre Joaquín tenía más experiencia en esos asuntos, en su época de seminarista, tuvo contactos con ellos en los barrios marginales de Barcelona. Francamente había que saber estar a las duras y a las maduras. Y además ¡ese era su trabajo!, Le había dicho el Cristóbal.
- ¡Cristóbal, y tuyo también! hijo de Dios, y tuyo también.
Le había contestado este.
- ¡Padre es que son munchos!

El Francisco y el tío Vicente salieron de la caravana como mejor pudieron.
- Padre Joaquín es mejor que pase dentro... no creo que Antonio resista más.
El misionero pudo ver la tristeza en los ojos del tío Vicente, le dio su golpecito habitual en un hombro y se introdujo dentro de la caravana. Vicente el de la Umbría se quedó fuera esperando alguna noticia.
Las demás caravanas fueron llegando, seis en total y se fueron colocando en círculo.
Josep se le acercó a Vicente.
- Nuestro príncipe desea que pase a verlo, tiene que hablarle.
- Iré con la condición de que me avise cuando salga el padre Joaquín.
- ¿Qué lo que hay dentro es un cura? ¡Qué el Cristo de los faroles nos asista!
Este comenzó a entrelazar los dedos y a persignarse.
- Esos son para mí, peor que los civiles... son peores que el baladre, son pájaros de mal agüero. Les pasa como al caballo de Atila... por donde pasan, no crece la hierba.
El tío Vicente se le quedó mirando, no sabía si sonreír o echarse a llorar.
- Josep, Antonio pertenece a la benemérita, es un guardia civil.
Al parecer los gitanos no conocían la verdadera identidad de su protegido.
-¡Quél payo es un de esos!
- Efectivamente, es uno de esos. Y ahora, espere aquí, que yo voy a ver al anciano y hacer lo que tengo que hacer.
El tío Vicente se dirigió en la dirección correcta. Entre unos titiriteros y muy a regañadientes estaban sacando al anciano del carromato.
El Miguel de la Llanos había dado la orden de que lo trasladaran a la casa del tío Vicente.
Los hombres y algunas, bastantes, mujeres de la aldea iban acudiendo a la zona de la acampada.
Los unos tímidamente, otros avisados por el Cristóbal y la mayoría, a ver lo que se repartía y cocía por el lugar.
Al príncipe lo colocaron en una especie de angarillas envuelto en jarapas. Al tío Vicente se le hizo un nudo en la boca del estómago.
A la luz del día pudo ver el rostro majestuoso de aquel anciano, que en su juventud bien pudo alcanzar el metro noventa, pudo ser un gran defensor de su pueblo y de sus gentes, un temible adversario en la lucha cara a cara.
Y ahora solo representaba un montón de huesos retorcidos y piel amarillenta. Tuvo que hacer un tremendo esfuerzo por retener la bilis que le subía garganta arriba.
Apremió en el trabajo de trasladarlo a su propia casa.
La Casilda les estaba esperando en los portales de esta. La tía Carmen se afanaba en preparar un cuarto como le había recomendado hacer el Cristóbal, por la cuenta que les traía.
- ¡Ay! Dios mío, mi marío sa güerto ya loco de remate. Mire usté señor Cristóbal... ¡ qué metenme a mí, en mi propia casa a una gente así!... ¡qué van icir por la aldea!... Si es que este hombre mete to lo que encuentra por la calle pa dentro, ¡este hombre mío quiere echar a perder la honra de la casa!
- Señora Casilda... ¡qué no e pa tanto!... questo no e pa tanto, ademá no e un gitano normal.
Que es to un príncipe, un príncipe de ellos pero un príncipe a fin de cuentas, que por lo visto
son gentes de muy bien hablar y de munchos entendimientos.
La Casilda no quería dar su brazo a torcer de buenas a primeras. Se pensaba muy bien los pro y los contras del embrollo que le había caído sin comérselo ni bebérselo.
Y francamente no iba a permitir ser el hazme reír de toda la aldea tan a la ligera.
La tía Carmen tuvo que mediar entre ambos, sino quería que la autoridad de su único hermanos quedara más que en entredicho.
- Pos míralo de otra forma, si te opones a que venga y to la aldea se entera... es cuando se van a reír y de verdá, si cierras la boca y lo tomas tan normal nadie hablará ni se atreverá a decir ni esta boca es mía... pero si te pones farruca, y te da un soponcio es cuando se pué liar la cosa.
La Casilda no veía escapatoria, lo único que le preocupaba era su tranquilidad y libertad de movimiento.
Y ahora con sus nuevos inquilinos veía todo esto bastante algo amenazado, y la verdad sea dicha, esto la trastornaba.
- Bueno, si se dice que es una presona mu importante... a lo mejó no es pa tanto... que si no lo fuera, a los portales de mi casa no entraba, y además, si la cuñá se hacía a cargo del trabajo extra... ¡pos ná, mejó que mejó! Y con el doló que tengo por momento aquí en el lao... pos me da más juerte y to acabao.
Al anciano lo introdujeron al interior de la vivienda y lo recostaron en la cama.
La tía Carmen con sumo cuidado le colocó la noble cabeza sobre unos almohadones, y una punzada de ternura le inundó hasta lo más recóndito de su ser. Pudo apreciar las llagas que le cubría gran parte de su cuerpo.
- Esto no me gusta na, de na.
Murmuró.
Y se fue a poner agua a calentar, y de paso un buen tazón de leche con sopas. La tía Carmen todas las enfermedades las arreglaban con tazones de leche con sopas.
- ¡Quéso anima hasta a los muertos!
Decía siempre.
El señor Vicente quedó a solas con el patriarca, era extraño, en ese mismo cuarto, muchos años antes, cuando apenas había alcanzado a ver un poco del mundo ese que giraba fuera de la aldea, había pasado muchos días a la cabecera de su moribundo padre.
Y ahora volvía a revivir esa sensación de pérdida inminente.
La voz del patriarca lo hizo salir de esos funestos pensamientos.
- Señor Vicente, la pena que tengo es no poder enterrar a mi hijo pequeño dignamente, como le corresponde.
- En la aldea efectivamente, no tenemos cementerio... pero le aseguro que tendrá un entierro digno... yo ya me encargo de trasladarlo donde corresponde.
- ¡No! Ya ha tenido su viaje y además largo, quiero que lo entierren aquí, en esta aldea. Vicente quedó anonadado.
- ¡Aquí! ¡Eso es imposible, es impensable! No tenemos campo santo.
- ¿Quién dice que no se puede?... Solo necesitamos un palmo de tierra. Yo no aguantaré mucho tiempo, y me alegro. Ya he vivido mi vida y pienso que por más tiempo del que me correspondía. Y quiero hacerlo ya. Cuando se está cerca de ella... se pierde el miedo. La muerte es solo una salida para descansar de la vida. Y ya no me queda voluntad y fuerzas para seguir aquí.
- Señor Pedro... eso no lo puede usted decir ni en broma.
El tío Vicente intentaba animarlo de la mejor forma que sabía.
- ¡Señor Pedro, que la vida no se termina con la pérdida de un ser querido... hay que seguir viviendo, es lo mejor que se puede hacer por los que se van... hay que pensar en los que nos rodean! ¿ No cree que ya es suficiente con la pérdida de uno para que a otro se le meta en la cabeza irse también?
- Señor Vicente no intente convencerme de algo que ya tengo tramado desde hace algún tiempo... pierde el tiempo... pero debe darme usted su palabra de que nos enterrarán aquí, cualquier sitio es bueno para descansar. Si no me da su palabra... nos marcharemos de inmediato... ahora mismo. ¡ Ya nos enterrarán por el camino!
- Señor Pedro, ni se va a morir... y mucho menos lo enterraremos aquí... eso va contra todas las leyes,... ¡no lo puedo permitir! Pídame lo que quiera, sabe que tengo una deuda con su pueblo... que haría cualquier cosa, ¡pero por Dios! Eso es inmoral, va contra todo.
- ¿Dónde está el mal?... ¿dónde está el daño?... Yo he vivido, he dormido siempre sobre la tierra, libre, esta es la primera vez que estoy sobre una cama de verdad... pero me ahogo, me hundo hasta sentir que me atrapa para tragarme... quiero descansar sobre la tierra... quiero que me la echen encina, no puede ser de otra forma.
El patriarca alzó la cabeza en un acto majestuoso.
- Prométamelo, o maldeciré a quién lo impida... es mi voluntad.
Vicente estaba consternado. Sabía que el hombre no maldeciría a nada ni a nadie, pero sí vio apremio en sus ojos cansados. No fue capaz de negarle esa última voluntad.
- Lo prometo don Pedro, lo prometo. Serán enterrados en la aldea si así lo desea... pero por el momento olvídese de morir al menos por un tiempo.
El otro le sonrió.
- Sabía que no se negaría.
Pensó.
El padre Joaquín apareció en medio de la penumbra de la habitación y por la cara que traía, bien pudo pasar por un aparecido.
- Señor Vicente, Antonio nos ha dejado... no ha resistido.
El señor de la Umbría se le quedó mirando, parsimoniosamente.
- Lo sabía, no podía ser de otra manera. ¿A muerto como quería?
- Si se refieres a la confesión... sí, ha tomado la extremaunción.
- Bien ¿Hilario está al corriente?
- Sí, Cristóbal y Miguel están con él en el campamento.
El padre Joaquín se acercó a la cama a ver cómo estaba don Pedro, príncipe de los gitanos. Este le sonrió, haciéndole el signo de sacar los cuernos con los dedos, y de que no se le acercara y así de paso, alejar de él, a los malos espíritus. El padre Joaquín se paró a una considerable distancia.
- Si no requiere mi ayuda, no se la daré
- No te ofendas muchacho, pero siempre me ha dado muy mala espina los curas, es solo un reflejo, una costumbre. Si vienes como hombre, bienvenido seas... pero si lo haces como buitre ¡ni te acerques a mí!
Y diciendo esto, cruzó los dedos tísicos corazón e índice de ambas manos.
- Si no desea confesar, no seré yo quien le obligue.
- Muchacho, lo único que tengo que confesar es que he amado, he hecho justicia lo mejor que he sabido y he vivido, sí, aunque te cueste trabajo creerlo yo he vivido como he querido y he elegido vivir y ahora decido que me tengo que ir... y ya verán cómo me voy.
El patriarca Pedro se sonrió con un amago de dolor y tristeza.
- Y si tengo algo de lo que me avergüence, me lo guardo para mí.
Este se quedó mirando fijamente al cura.
- Al único que tengo que rendir cuentas es a mi tocayo Pedro, cuando me llegue la hora, y esto, espero, me llegue pronto... ¡maldigo cada minuto que pasa!
El padre Joaquín se santiguó.
A todo esto, la tía Carmen les invitó a que salieran de la estancia, para poder lavar y alimentar al anciano, esta, tuvo que cortar los pantalones con las tijeras.
Los tenía pegados casi completamente a las piernas. Don Pedro se llevó el puño de la chaqueta a la boca, pero su garganta no emitió sonido alguno.
- ¡Cristo en Dio! ¿Pero quesesto?
La pestilencia había inundado el cuarto. La tía Carmen sí dejó escapar un grito al descubrir lo que guardaba bajo los mugrientos pantalones.
Las larvas de algún insecto, posiblemente moscas... en el mejor de los casos, luchaban por sobrevivir en el total de las llagas más pronunciadas.
- Este hombre está comío de gusanos, esto no e cosa pa mí sola.
Pensó esta.
- Enseguía güelvo, usté se está tranquilo y no se mueva.
- Es cosa buena de ver ¡eh!
Don Pedro con un amago de sonrisa.
La tía Carmen fue en busca de ayuda.
- Anda Tomasín, vete a dar razón a que venga la de Barcelona... y tamién la Llanos,
¡Qué se den muncha prisa! ¡Qué corran corriendo!
¡A este guacho, sí que hay me meterle prisa por tos los laos!
Pensó esta.
- Y la Isabelica, que se vaya a comer argo con la Francisca.
Tomasín no estaba muy habituado a dar tantas razones de una vez e intentaba memorizarlas. ¡Odó! ¿ Quién me manda a mí está en tos los laos? Ahora voy donde el Miguelín... quel sapaña mejó.
Con el tiempo y con mucha paciencia por parte del padre Joaquín y de la señora Montserrat, le estaba mejorando el vocabulario.
Pero con la memoria aún no habían encontrado un antídoto, aunque voluntad y buen hacer no les faltaban a estos.
La tía Carmen llamó a grito en cuello a su cuñada, a esta hacía ya rato que no le veía el pelo por ninguna parte.
- Si esta piensa que se va a poné mala ahora... anda mal encaminá.
El Pepuso salía en ese momento por la puerta interior que daba a las cuadras.
- ¡Tía Carmen! Que la señora Casilda está echá en el cuarto... que le ha entrao un doló no sé onde, pero dice que no está pa na ni pa naide.
¿Qué le ha entrao un doló? ¡A esta le hago yo que se les vaya tos los dolores! ¡ Pos pijos! Con la mujé de Dio.
Esta, ni corta ni perezosa, se introdujo en el cuarto de la cuñada sin más miramientos.
¡Y a la Marquesa que le pasa agora! O te levantas tú sola o te saco del moño, y aligera que el tiempo no se ha hecho pa perderlo en la cama.
- ¡Ay! Con lo malinma questoy.
Se quejaba esta.
¡Si es que una no puede ni estar muriéndose ni en su propia casa!
La tía Carmen estaba ya más que de vuelta de hoja, de los males de la Casilda. Y la otra, no tardó un minuto en poner los pies en el suelo, no había cosa más terrible que ver a la cuñada hecha una fiera.
- ¡Ay que ve, con lo amorosa que soy yo! Y naide lo da al ver.
- Esta ve no ha podío ser.
Pensó.
- Pon agua a calentar pa llená la tina, y ya va siendo hora de sacar tu ajuar de sábanas del cofre.
- Mi ¿qué?
- Digo... que saques las sábanas de tu ajuar, que ya va siendo hora de darle un apaño, y me las llevas para el cuarto que está él señó Pedro, y tamién to el arcó quencuentres por la casa.
- ¿Qué vas a hacer tú con mis sábanas?
- Esjarrarlas... como está mandao.
¡Esjarrarlas! ¡Estás tú apañá! ¡Mis sábanas! Con el sacrificio con que yo misma las cosí tan amorosamente, ¿ las vas tú a esjarrá? ¡ Ay! Si mi probe madre levantara la cabeza.
Se quejaba llorosa la Casilda.
- Pos si la levanta... ¡qué la acueste otra vez! Que ya estamos repretos de más.
La tía Carmen volvió al cuarto donde se encontraba don Pedro. Este se había incorporado de la cama.
¡Pero que hace usté así... no sabe qué se pué caer!
- Si me caigo ya me levantarán, hija.
- Ande, güelva ahora pa la cama... que le espera una buena.
- ¡Qué hembra y con qué carácter!... Buena hembra en verdad, el señor Vicente va bien servido.
La tía Carmen hacía oídos sordos a las palabras de don Pedro, este ya estaba más que arreglado con todo lo que iba a pasar con toda seguridad en las siguientes horas.
- Que digo yo que como la ayuda va pa largo, mejó que apañemos la barriga primero, que los males entran mejó con la barriga llena.
- Está usted en lo cierto... y un trago de aguardiente tampoco me haría daño.
- Eso ni que lo diga, de eso me encargo yo, que a mí tampoco me va a venir mal.
La tía terminó de desnudar a su paciente. Hacía un gran esfuerzo por reprimir las arcadas.
- Usted no se aproveche de mí... que con este cuerpo serrano que Dios me ha dado, aún puedo hacer de las mías.
¡Usté a callá, que antes me tiro a un pozo!... Pos abrase visto zamarro más grande que usté.
La complicidad estaba latente en el rostro de ambos.
- Pues el señor Vicente tiene que estar apañado con usted, mucha hembra para él solo.
- ¡Es usté un malicioso!¡Quél Vicente no e mi marío, ques mi hermanico! Que tavía no ha nacío el que me diga, ojos negros tienes, y que se lleve cuidiao... por lo que le pueda pasá.
- Don Pedro y la tía rieron a mandíbula abierta. En todo esto, la Casilda entró en el cuarto con un manojo de lienzos blancos.
- Pos esto e lo que traigo, de lo demá, ¡na de na!
- Echó una ojeada, como quien no quiere hacia el lugar que se encontraba su inquilino temporal. Entregándole a la cuñada el hatillo que esta portaba.
- ¡Con eso no podemos ni empezar! O traes más o las voy a buscar yo, que de seguro me encuentro más cosas de las que tú te piensas.
- La Casilda se puso hecha una fiera. Sus cosas eran sus cosas y no se hable más, pos quien se pensaba esta que era, pa andar goliendo en sus cosas.
Pensaba esta.
- Ayuda al señor Pedro con las sopas, que yo vengo con el agua y veo que tampoco traes el arcó.
- De eso no sé na, quesas cosas bien que las guardas tú.
La Casilda se quedo allí dándole la leche con las sopas de pan al anciano, refunfuñando.
Pos mire usté qué le cuento señó... o lo que sea, a esta le costaba trabajo relacionar a esa persona escuálida y apestada, con nada parecido a la realeza, aunque se tratara de la realeza gitana.
¡Qué yo le digo a usté ques una bruja esta cuñá mía! Que cuando me descuidio... ma cambiao to de sitio, aquí, en mi propia casa... no deja títere con cabeza cuando a esa bruja le entra las ganas de hacerlo... a una no le queda más remedio que callar y má callá... ¡sí es que ya me tiene harta!... porque una e mu prudente, que si juera má alocá... ya verían... ya verían.
El señor Pedro sí que estaba más que harto de la cantinela de esta. Entre la vida que se le escapaba por momentos y la charla sin venir a cuento de esta, el señor Pedro se sentía morir.
Pedía desde lo más hondo de su ser que no ocurriera en esos momentos, eso sería imperdonable, una mala jugada del destino.
Cruzaba los dedos para alejar los malos espíritus y se le amontonaban todos los rezos habidos y por haber.
- Vamo a ve... una cuchará por aquí, ¡abra la boca! ¡Qué no e pa tanto!
El señor Pedro no deseaba otra cosa que llegara alguien, no le importaba quien fuera, pero a esa mujer la quería ver fuera de su vista.
Por fortuna la tía Carmen llegó al tiempo de sentirse desfallecer.
Portaba un bulto entre sus manos, la pobre Casilda se encogió a más no poder.
La tía extendió el material que portaba sobre la cama.
- ¡Y de esto! ¿Qué me dices tú?
- ¡Eso no e mío!... Te juro a ti y a tos los santo Cristo queso no e mío, decía esta santiguándose.
- Pos si no e tuyo ¡qué venga tu santo Cristo y me lo diga a mí!
- ¡Ay! Señó príncipe... no se lo decía yo. ¡En mi propia casa!, Tratá de ladrona. Si yo solo lo hago por mi probe Isabelica, que la probe no tié na.
- ¿Qué no tié na? To lo que hay aquí es pa ella y él guacho ¿Pos habrase visto ladrona?... Así decía yo, que fartaba de to en la casa, ¡anda que cuando se lo diga a mi hermanico, te vas a enterá tú!
La Casilda se dirigió a su cuñada amenazadora.
- ¡Pos bien que te guardaras tú de abrir la boca, tía cochina!... que solo quieres echar a perdé mi casa. La envidia te mata, ¡ borde, queres una borde! ¿ Quién te va a queré a ti? ¡Queres má mala quel baladre!
La tía Carmen con la paciencia que la caracterizaba en los momentos que de esto se requería, movía la cabeza de un lado a otro y miraba buscando entre el montón de lienzo, que esta había localizado en el famoso cofre que la Casilda, solía guardar sus tesoros personales, y los ajenos.
- Pos yo diría questo no e de la casa... y tuyo menos aún. Questo me paece a mí ques de la Llanos, de la Llanos o de su cuñá la Ascensión de las reparticiones que hicieron. Y las dos andan enganchás a ver quién se había adueñao de las sábanas de la difunta.
- ¡Eso de ellas, de la Llanos o la Ascensión!... ¡ Ay! Que me da argo, ¡eso es mío! Y mu mío.
Decía la Casilda echándose manos a las caderas.
- ¿Qué le icía yo?
Dirigiéndose al casi moribundo gitano, buscando ayuda.
- Señora, lo que yo piense de todo esto, solo se lo diré a San Pedro cuando me llegue la hora - Pos esto lo arreglo yo pronto, agora llamo a la Ascensión y a la Llanos y to arreglao, que ya bien está ques escondas to lo que pillas por la casa, ¿ Ánde sa visto, que tamién se meta pa dentro las cosas de los vecinos?
- ¡Tú te guardarás bien en llamá a naide!... ¡Quéso e mío y mu mío!
- O se llama a la Ascensión y a la Llanos o lo esjarro ahora,...
La Casilda le cogió de las manos las sábanas que la tía Carmen sujetaba con manos firmes. ¿Con él sudó que he pasao pa bordá to esto? Y esta mujé me lo quiere quitá, señó príncipe.
Este, no discernía la realidad del subconsciente, lo veía todo con ojos acristalados y borrosos
¡Pero como es que aquí está bordá una R de Ramona, tú te crees que una es ciega!
La Casilda se quedó anonadada, no había caído en la minúscula inicial.
El día que se le terció apoderarse de las sábanas tendidas a la solanera, no cayó en fijarse en bordados ni en puñetas.
- Pos eso no sé cómo puede habé caído así... Que a lo mejó e un equivoco mío, que una taimen se pué equivocá.
- ¿Un equivoco tuyo?... ¡Vamos cuñá, quese cuento ya lo sé yo! Vete por el agua, que ya me encargo yo de hacer questo se quede de puertas pa dentro, pero no te pienses tú questo lo voy a olvidar tan fácil.
La Casilda salió de la habitación, no antes de echar por última vez un vistazo a lo que ella creía, sus reliquias heredadas.
Tuvo bien cuidado en no tropezar con la mujer, que en esos momentos entraba en la habitación.
- La paz sea con usté señora Montserrá.
Esta, levantando el puño le contesta.
- ¡Vivan las mujeres Libertarias! ¡Abajo la tiranía!
A la Casilda, esto la hacía temblar de pies a cabeza, y Montserrat lo sabía sobradamente.
No perdía oportunidad de restregárselo por las narices.
- ¡Arrea, qué mujer!
Se le escapó a don Pedro, este intentó alzar la cabeza.
- ¡Quieto, hombre! Que ya no está para estos trotes.
- ¿Y usted qué puede saber, para lo que estoy yo?
La tía Carmen se apresuró a plegar las sábanas.
- Montserrat, qué hacemos con esto.
Le destapó las piernas a don Pedro, esta dio un paso atrás.
- Esto no es para mí, esto es cosa de un médico... y además muy bueno, esto habría que amputar y yo no lo he hecho en la vida, como mucho he curado las amputaciones, ¡Carmen hija!, Y yo no tengo ni idea de por dónde empezar.
¡Cortarme las piernas! De eso ni hablar. ¡Esas cosas son para los payos! Y además, esas manos tan blancas no pueden hacer una cosa así.
- ¡Hay que ver con el viejo este!, Está casi en el otro barrio y tiene ganas de juerga,... ande que como lo agarre por mi cuenta, se le van a ir las ganas de tanta guasa.
Los tres sonrieron, con un amago de amargura el hombre, con pesar las dos mujeres. A todo esto, entró la Casilda arrastrando una tina con agua hirviendo.
¡Pos esto ánde va!
- La tía Carmen se apresuró a ayudar a esta con su pesada carga. Lavaron entre las tres y como mejor pudieron al paciente. Después de desinfectar parcialmente, se esmeraron en las piernas de este.
- ¡Pos digo yo! Que tengo un vinagre mu güeno pa estos casos.
La Casilda.
- ¡Vinagre!... Anda ya mujer, que si no hay otro remedio, tengo aquí alcohol... que aunque escueza como un condenao, es lo mejor para el caso... ¿vinagre? ¡Dónde se ha visto eso!
- Lo rebajamos con un poco de agua y algo hará.
Montserrat.
- ¡Alcohol!... Ni hablar, ¿están locas?... Con agua caliente ya va bien.
El Señor Pedro se negaba en redondo, que lo trataran con esos productos.
- ¿Quieren matarme a base de escozores?
Optaron por el remedio de la tía Carmen, hicieron una infusión con romero, tomillo y ajedrea.
La Casilda no hacía otra cosa que observar a su reciente inquilino temporal, se fue a hurgar entre sus escasas pertenencias. Esta dejó escapar un alarido de terror.
- ¡Pos esto qué es!... Esto está comío de miseria. ¡Este hombre está comío de piojos!... ¡Dio mío! ¿ En mi propia casa? ¡Nus vamos a llená tos!
- ¡A callá, queso se quita y no pasa na!
La tía Carmen.
A la Casilda le entró los ataques acostumbrados en ella.
La tía y Montserrat tuvieron que acudir a ella, esta pataleaba entre convulsiones e histerismo. Carmen ni corta ni perezosa le soltó un par de sonoras bofetadas de las que hace historia
- ¿No crees que te has pasado?
Le susurraba la Catalana a medias a esta en el oído.
- ¡No pasa na mujé!... Si los ataques son de verdad, ni se entera... y si le ha entrao de mentira ¡Pos que se joda y se rasque!... que se la tenía ganá de hace muncho... ¡Anda!, Vete pa la cama y que se pase allí la cojonera, que pa el apaño que haces tú aquí, mejó que vayas a dormir.
La Casilda, ya más tranquila, se incorporó y salió de allí. No sin acariciarse con disimulo el mentón que había recibido el impacto de una mano poco refinada.
- ¡Si me lo cuentan no lo creo!... ¡Palabrita del niño Jesús!
Besándose el pulgar este.
- Esto no es na señó Pedro, que si le dieran argo así, má a menudo... se le pasaban los ataques más rápidos.
Las dos mujeres siguieron con la tarea de terminar la cura. La tía sacó las sábanas guardadas y empezó a hacer tiras con ellas.
- Y esto que ves aquí.
Dirigiéndose a Montserrat.
- ¡Esto son las sábanas de la Ascensión o la Llanos! Que se volaron de las cuerdas hace ya algunos años, en vida de la madre del Miguel de la Llanos y la muy zorrona, las tenía escondías en su cofre, y mira tú, las cuñás peleas desde las reparticiones porque una acusa a la otra de haberse apropiáo de ellas.
- ¿La Casilda?
- La mesma... ¿Qué quieres que haga? ¡ Dárselas no puedo!, Que son capaces luego a luego esas, de arrastrarla por los pelos ¡ Y sarma la de Dio! Mejó que se quede to aquí dentro.
Mirando suplicante a la otra.
- Por mí de acuerdo... ¡Yo ni he visto ni he oído nada!
Después de aseado, Don Pedro ya parecía otra persona.
- ¡Y ahora! A donmí un poco, que güena farta le hace... ¡Ya me pasaré a darle una huerta!
¡Ah! Y no se olvide del aguardiente, ¡cierren ustedes bien la puerta!... Y que esa cosa no entre.
Refiriéndose a la pobre e histérica Casilda.
- No pase usté pena que esa ya ha tenío má que de sobras, y de lo otro, no pase usté pena, que agora mesmo estamos aquí con tres vasos y una buena botella ¡qué farta nos hace a los tres!
Y salieron portando las ropas desechadas de este.

El tío Vicente se encontraba reunido con un grupo de hombres, en casa del Miguel de la
Llanos mientras daban buena cuenta de una sartená de migas con tocino, acompañado esto de un bien escaso y avinagrado vino de la cosecha del 33. El Miguel se guardaba bien en no sacar el vino de esta ultima cosecha del 34, con el pretexto de seguir este en fermento.
El pedrisco que asoló la zona poco antes de septiembre, fecha de la vendimia, lo había arruinado todo, llegó sin previo aviso y fulminante, como siempre ocurre, como por arte de magia, sin poder remediarlo.
La Casilda lo achacaba todo a los pecados de los ateos y a la manía que estaban tomando los pobres de siempre, en querer tener más de lo que les correspondían.
- ¡Qué si han nacío probes!... ¡Pos qué se jodan!... ¿ Qué curpa tenía naide?

- ¡Pos a mí que me paece questamos metíos en un buen embrollo! Que por la cabezonería de un viejo vamo a poné a to lardea manga por hombro... ¡vamo, digo yo! ¿Ánde sa visto argo así? El Cristóbal.
- ¡Pos digo yo!, Que cuando se muera el viejo ¡la cebá al rabo!, Que ya está bien questén aquí... como pa que saga una burrá así.
El Miguel.
Al tío Vicente se le notaba taciturno y cansado.
- He dado mi palabra... además, el bancal es mío... si alguien se opone que lo diga claro,
el único que puede oponerse es el padre Joaquín y él también ha dado su palabra.
El padre Joaquín solo había dado su palabra a medias, pero el señor de la Umbría así lo dijo y como siempre digo... escrito queda.
- ¡Yo no digo na!, Pero al probe Antonio hay quenterrarlo como Dio manda.
El Cristóbal.
- ¡Dios no dice cómo hay quenterrar a naide!... ¡Dios no pinta na aquí!
La Llanos entrometiéndose en la conversación de los hombres.
¡Quésto hay que apañarlo aquí y ya!¿ Quése hombre quiere eso?... ¡Pos se hace eso!
¿Y a ve quién va a decí argo?... ¡Pos fartaría más!... Y si pasa argo, ¡pos que venga el Obispo! Y diga lo que tenga que icir, y si no viene, ¡pos que le dé por saco!... ¡Vamos! Pos digo yo. ¿Qué farta nus hace?... ¡Vamo a ve, al probe Antonio, va bien que sentierre en casablanca, quel probe no ha podío ni icir esta boca e mía! ¡Qué Dio lo tenga con él en su Gloria!
Persignándose esta.
- ¡Pero al otro!... Pos sentierra y santa pascua bendita.
La Llanos sacudiéndose las manos.
¡Paece mentira mujé!¿Quién te manda a ti, hablá así? Esto no e pa hablarlo tan de pronto. Questo hay que hablarlo con la cabeza bien sentá.
¿Bien sentá la cabeza? Yo la tengo bien sentá... vusotros seis los que solo hablá y hablá y no haséis ná.
Esta se giró en redondo y los dejó allí con dos palmos de narices, esto le cayó al Miguel, de lo que se dice nada, pero nada bien.
¡Pos me cago yo en esta mujé! La muy samuga siempre tiene que decí la úrtima palabra... Pos na, que por mi parte está to arreglao, ¡palante! Ya se verá cómo sapaña esto.
- Pos yo, lo mesmo... que si el tío Vicente dice que sí, pos yo no tengo má que decí.
El Cristóbal.
¿Y tú qué tienes que decí, Eustáquio?
¡Qué voy a apañá yo! Pos, lo que sapañe, bien apañao está.
El tío Vicente se levantó de su silla.
- Voy disponiendo el entierro de los dos muchachos.
Y salió de la casa.

En el improvisado poblado, las mujeres y algunas niñas de mayor edad organizaban la comida.
Mientras tanto y a una considerada distancia, los hombres y alrededor de una fogata estaban reunidos en concilio. Estos invitaron al señor Vicente a que se reuniera con ellos.
- ¿Qué se va a hacer con el payo? Nosotros somos responsables de él.
Josep.
- El compañero Antonio, no es de por aquí, aún no sabemos si lo reclamará alguien. Hilario es el que tiene que decidir... es el único que puede decir algo... y en estos momentos no está para nada ni para nadie.
El tío Vicente.
El gitano de mayor edad, al parecer, tomó la palabra.
- Ese muchacho nos pertenece mientras no haya nadie que diga lo contrario, él dio su vida por uno de nosotros... y eso lo convierte en otro de nosotros, es una deuda que tenemos que pagar. ¿Qué Antonio dio su vida por uno de vosotros?
Vicente.
- Así es, él pudo escapar o seguir escondido donde estaba. Pero por causas que no entendemos ni podemos explicar, salió de la nada y se enfrentó a esos matones.
El tío Vicente no comprendía nada, sentía su cabeza abotargada con una presión nunca antes sentida.
- ¿Qué a los muchachos los asesinaron unos matones? Eso es inaudito, Antonio no tenía enemigos.
- Tampoco nuestro muchacho, él solo se adelantó para busca un lugar bueno para pasar la noche. Al parecer, la mala suerte le acompañó ese día. Pero los otros, les acompañan en el otro mundo. De eso no nos cabe ninguna duda.
El tío Vicente tuvo un presentimiento atroz.
- ¿Cuántos eran?
- Tres.
- ¡Tres!
- Eso se ha dicho.
- ¿Qué habéis hecho con ellos?
- Por eso no hay problema, están en el fondo de un pozo, en el primero que encontramos.
El tío Vicente suspiró para su adentro, casi no le cupo la menor duda de quiénes se trataba. Eso era de esperar, sino hubiesen sido estos, habría sido otros.
El tío Vicente se estremeció, por momentos había pensado en Cristóbal.
- Ya tengo el lugar adecuado para enterrar a los muchachos, ellos serán los primeros en ser enterrados en ese lugar, pero puedo asegurar, que no serán los últimos.
El tío Vicente ya tenía pensado desde hacía algún tiempo construir un cementerio en la aldea y este era el primer paso. Más adelante ya se arreglarían los papelotes.
Pensaba.
- Ahora, pueden estar tranquilos, hablen con el padre Joaquín, él sabe el lugar elegido.
- Este payo, es mucho payo, ¡qué lastima que lo sea!
Pensaban más de uno y más de tres.
- Ahora tengo cosas que hacer.
Con esto, el señor de la Umbría se levantó y abandonó la asamblea.
El tío Vicente buscó y rebuscó entre un grupo de niños, que jugaban entre los carromatos.
La miseria era patente. Algunos se rascaban con esmero la tiñosa cabeza.
Encontró a su primogénito arrebujado bajo unas jarapas acompañado de algunas chiquillas de su edad.
Este cogió a su hijo por un brazo y salió de allí, camino al valle. El zagal no estaba acostumbrado en seguirlo de esa forma urgente e iba al trote al paso de su padre.
Ya en el valle lo hizo sentar en el suelo.
- ¿Ves todo esto?
El crío se quedó asombrado por la pregunta de su padre.
- ¡Lo ves! Esta tierra me pertenece, perteneció a mi padre y anteriormente, a mi abuelo y antes de a este, al padre de mi abuelo, y así sucesivamente generación tras generación.
Esto, ya te va perteneciendo a ti, y después pertenecerán a tus hijos, porque así ha de ser.
La tierra hay que explotarla, sacarle el fruto, pero cuidarla al mismo tiempo.
Si la maltratas, ella hará lo mismo contigo y no obtendrías nada de ella. ¡Y que te entre en esa cabeza!
La tierra es lo único realmente vivo, ella queda cuando nosotros nos vamos; y ella seguirá dando su fruto a los que lleguen después. Es una cadena.
Te puedo asegurar que si la abandonas, perderás tu identidad... porque tú eres hijo de ella.
No ambiciones nunca poseer más de lo que te corresponda. Porque ella es en verdad quien te pose a ti. ¿Comprendes?
El crío hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
- No la menosprecies, ante todo no la menosprecies. La tierra te enseña, la tierra te da, porque es generosa y sabia.
El día que el hombre la abandone, ese día el hombre olvidará lo que es, perderá su libertad... Lo perderá todo.
Y ahora, déjame solo, tengo cosas que hacer.
El Tomasín, no se lo pensó dos veces y salió corriendo, camino abajo en dirección al improvisado poblado gitano.
Posiblemente allí se encontraría de nuevo con su amigo Miguelín y con sus recientes nuevos amigos.

El tío Vicente se quedó largo rato, con sus cansados y tristes pensamientos. Anochecía, él aire traía consigo ese olor peculiar a aguanieve. Se estremeció de frío y consiguió levantarse al segundo intento.
Tomó el camino de la finca de las Carracas.
En aquella época del año, no era muy seguro vagar por la zona sin ir bien armado o al menos en grupo.
Un ruido entre los matorrales, le sacó de ese estado irreal en el que estaba sumido.
Se dirigió hacia él, y allí descubrió uno de los mejores y bien guardados secretos de la madre naturaleza.
Una hermosa hembra de jabalí, paría a su prole, el tío Vicente se quedó agazapado tras los matorrales, no se atrevía a mover un músculo, algo así no sería nada fácil de contar.
No tenía conocimiento de que algo de esta envergadura se hubiera repetido anteriormente.
El parto de la hembra del jabalí era un misterio, aún por descubrir. Y además, esa hembra estaba pariendo fuera de temporada. El tío Vicente se sentía hechizado.
- Esto solo puede ser el augurio de algo.
Pensaba.
Una sensación de júbilo lo embriagó hasta lo más hondo de su ser.
Se fue arrastrando como pudo, por dejar que la magia del momento no se rompiera.
Siguió su camino, dando un rodeo a la aldea. No se sentía con ánimos de continuar con más tertulias por ese día.
La tierra y sus crías, las crías y la tierra, codo con codo trabajando juntas, hacen posible la vida. Las hace posible, porque es lo mismo, porque es la misma cosa.
A lo lejos pudo ver y oír a unas mujeres que volvían algo tarde de hacer su colada en el abajo. Cargadas con sus cestos a la cadera, parecían puntos de luz, luciérnagas que iluminaban la Tierra.
Las mujeres cantaban a pulmón abierto, sin ningún tipo de recato, creyéndose estas que estaban solas.
De los cuatro muleros
De los cuatro muleros
De los cuatro muleros
Que van al río,
que van al río
Yelde la mula torda,
Yelde la mula torda
Yelde la mula torda
E mi marío e mi marío.
¡Yaique me quivocao
¡Yaique me quivocao!
¡Quél de la mula torda e
mi cuñao.
E mi cuñao


Vicente dejó pasar la reata de mujeres. Lo que menos deseaba en aquellos momentos era, que se percataran de la presencia de este.
El tío Vicente se sonrió y siguió su marcha. Anduvo un gran trecho, monte arriba, por fin alcanzó la cima de las Carrascas.
A la izquierda se podía contemplar todo el valle de la Umbría del que tan orgulloso se sentía, aunque el cambio que había sufrido había sido mucho.
Aún le quedaban algunas zonas verdes a lo largo del sendero, y su árbol allá en lo alto seguía, seguiría para siempre intacto. Su valle labrado estaba triste, desolado. Este pensó que con la mutilación de su hierba verde, esponjosa y suave ya no volvería a ser un valle, nunca más sería su valle, nunca más volvería a manifestarse la vida en él.
Vicente se sentó en un risco, triste y melancólico, recordando los días que disfrutó junto a su padre en aquel mismo lugar.
Unas lágrimas brotaron de sus cansados ojos, que no hizo nada por disimularlas, las dejó salir sin reprimirlas.
Vicente escucha bien y aprende el sonido del viento, la hermosura de la tierra, se manifiesta esplendorosa.
Esta tierra de nuestros antepasados muertos, está viva. Prevalecerá para siempre, es lo único que perdura.
Cuando ni tú ni yo estemos aquí, ella seguirá en pié. Educa a tus hijos de la misma forma que yo te educo a ti. Y los hijos de tus hijos amarán esta tierra tanto como tú y yo la amamos.
El niño Vicente de entonces no comprendía apenas lo que su padre le explicaba, se entretenía con el vuelo de cualquier juguetona mariposa o rastreaba con los ojos las posibles madrigueras de los conejos libres.
Hoy, después de tantos y tantos años que lo separa de aquellos momentos, sentía la presencia y voz de su padre más cerca que nunca. Este le susurraba al oído palabras, palabras llenas de amor por la tierra viva.
Se alzó y vio a la aldea, tranquila, serena.
Algunos transeúntes se veían a lo lejos caminar con la cabeza gacha, como sino llevaran prisa por llegar a ningún lado, a ninguna parte, después de una larga y agotadora jornada de trabajo.
Al mulero se le veía caminar parsimoniosamente, apoyado en sus recuas de mulas, al punto de abrazarlas.
- ¡Ya viene repleto de vino!
Pensó.
La mulera le salió al paso del camino, con las manos apoyadas en las caderas.
El tío Vicente volvió a cambiar de posición visual, con una sonrisa triste. No le interesaba inmiscuirse en los problemas familiares y privados de los demás.
Desde la distancia en que se hallaba, era imposible oír nada. Pero con la mulera todo podía ser posible, con ella se podía esperar todo. Desde dar el último trozo de pan de su despensa al más necesitado, hasta dar una paliza al más valiente que se pusiera por delante y en estos momentos, el mulero, es decir, su marido, recibiría algo.
El valle de la Umbría le hizo volver a sus pensamientos anteriores.
- La tierra perdura, la tierra, tan solo la tierra, pero ¿ y la hermosura de esta? ¿Dónde está?
¿Qué hacemos con ella?


En las casas de abajo le estaba esperando el padre Joaquín, este le salió al paso.
- ¿ Se ha vuelto loco? Esto va más allá de lo que se pueda pensar. ¿Cómo puede pedirme algo así? ¡Enterrar a dos seres humanos en un bancal! Como si se trataran de dos bestias.
Son cristianos, y a los cristianos hay que darles un digno entierro cristiano.
Vicente se le quedó mirando al cura.
- ¿Cristianos? ¡Ah! Pues entonces, bendice la tierra.
- ¿Piensa que eso es tan fácil?... Llegar y besar al santo, yo no puedo hacer eso. Se necesitan permisos especiales.
- Tienes el mío, y el de los parientes más allegados de los difuntos. ¿Qué más se precisa?
- Se precisa el de la Iglesia, el del Ayuntamiento correspondiente... ¡ Qué más quiere!
- Tú eres la Iglesia en la aldea y Cristóbal la autoridad, ¿eso no basta?
- ¡Eso no basta! Mire señor Vicente, que nos podemos buscar un buen lío.
El cura intentaba convencer al tozudo Vicente.
- Joaquín, hijo, no pierdas el tiempo aquí y conmigo, hay mucho que hacer, está decidido.
Lo haces tú, o lo hago yo. Nunca te he negado nada, has hecho con mi persona y mis cosas lo que has visto correcto. Nunca me he quejado ni te he negado nada. Ahora te pido solo que me ayudes a llevar esta carga tan pesada. Joaquín, ayúdame.
El tío Vicente se le quedó mirando. El padre Joaquín fue incapaz de soportar la mirada suplicante de este. Sintió en lo más hondo de su ser, el amor de todo un pueblo, y a la vez la tragedia de la humanidad. Este hombre no puede ser de este mundo, este hombre echa por tierra todas mis creencias. Me desarma. El padre Joaquín, puso su mano sobre el hombro del tío Vicente.
- ¿Quién soy yo, para negarle a usted algo?
Y se marchó.

Nunca se dijo abiertamente, pero se comentaba y se seguirá siempre comentando, en los momentos más íntimos, al calor del hogar de las casas.
Aquel día, Vicente, el tío Vicente, el señor de la Umbría, lloró sus últimas lágrimas.
Lloró por él, lloró por el compañero perdido, lloró por la humanidad.

El entierro de los dos muchachos se celebró por partida doble. Es decir, por el rito gitano y
el rito payo. Aquel día se selló una alianza en la aldea entre las dos culturas.