lunes, 31 de mayo de 2010

Capítulo IX-El cuartelillo

Capítulo IX-El cuartelillo

A la puerta del tío Vicente, llamó muy de mañana la guardia civil, ésta que portaban maniatado a Cristóbal, irrumpió en la casa donde aún dormían la mayoría de quienes la ocupaba.
La Casilda que siempre dormía con un ojo abierto y otro cerrado, como se suele decir, como las liebres, fue la primera en percatarse de los golpes.
- ¡Ya voy... ya voy!, ¡Pos me cago yo en to ¿Quién vendrá a da la tabarra tan de mañana?
Ésta, toda somnolienta y legañosa echándose una toquilla por los hombros, logró correr las aldabas de la puerta y dando un alarido de terror.
- ¡Pos esto! ¿Qué e?... ¿qué forma e esta de espantar a los probes?
- ¡A callá, mujé!... A ve ¿ ánde está el otro criminal?
Y dando un manotazo a esta, el civil más cercano y con la escopeta al hombro, hizo retroceder a la señora de la casa.
- ¡Aquí no hay ningún criminal!... ¡Qué mi casa es de muncha honra!
Ésta intentó atacar al guardia que la rodeaba, este la hizo rodar por el suelo de un empujón.
Los aldeanos se agolpaban en la puerta, Cristóbal sangraba por boca y nariz.
Los unos fueron a la casa del cura a dar la noticia de que la guardia civil, había asaltado la aldea.
- ¡Corra padre, que los civiles están en casa del tío Vicente!... ¡Qué dicen que nus van a matá a tos!
El uno decía.
- ¡Qué hay más de veinte!...
- ¡Qué no hombre! Que no hay más de diez.
Le corrige otra.
- ¡Qué no mujé, que solo son cuatro!
- Sí,... pero ¿Y los escopetones que traen? ¡Qué me dices tú a eso!
El padre Joaquín, acudió a toda prisa con los jornaleros que reposaba en su casa, aquella fatídica noche de autos pasada.
La Pelá portaba una estaca, más de uno y más de cinco le copió la idea, los más osados portaban la hoz.
- ¡ Pa lo que haga farta!
Pensaban estos.
El cura con las prisas había olvidado ponerse la sotana, como siempre. Camino a casa del señor de la Umbría se acordó de estas.
- Bueno... ¿qué más da? Ya es tarde para tanto miramiento.
Creyó y pensó este.
El señor Vicente el de la Umbría, con todo el alboroto se levantó, haciendo un profundo esfuerzo con sus articulaciones y sin saber aún a qué venían tantos gritos.
- ¿Es usted el hombre de la casa?
Le pregunta el cabo de la guardia civil.
- Pues, sí, yo soy.
- ¡Pos queda tamién detenío!... ¡Ea! ¡Al camión!
Y dando un empujón a este, lo pone junto a Cristóbal.
- ¡Pos si mi hombre se tié que ir! ¡Yo tamién me voy! Que to esto, me paece a mí que es un equivoco.
La Casilda.
- ¡ Usté a callá! A ver, ¡ánde está el otro criminal!
- ¡A quién llama usted criminal!... En mi casa no hay nada de eso, y necesito una explicación ante semejante atropello.
El tío Vicente perplejo ante tamaña osadía por parte de estos protectores de la ley y el orden.
El civil más cercano le soltó un puñetazo en pleno rostro.
Un hilo de color púrpura brotó de la cueva nasal, construyendo en su recorrido diversas ramificaciones.
El tío Vicente, sintiendo humedad, se llevó una mano temblorosa a sus labios, encharcados estos como un afluente invernal. Entreabrió estos y absorbió la savia dulzona y tibia
Los aldeanos podían aguantar de todo, podían ver al Cristóbal chorreando sangre, podían ver a la Casilda rodar por el suelo, podían ver sus cosechas destrozadas por el pedrisco y se resignaban con la esperanza de otra mejor la temporada próxima...
¡Pero señores!... qué se derramara una sola gota de sangre de ese hombre bueno, qué tocaran un solo pelo al tío Vicente, ¡de eso ni hablar!
Eso sí que no lo podían sufrir... ¡pues faltaría más!
Los mirones se agolparon dentro de la casa. Los unos por propio impulso, los otros impulsados por impulso repentino de los demás... y ¡claro! Una vez metidos en el fregado,... si no doy yo, él me da a mí.
El caso es que se liaron para ver y comprobar, quién podía dar más fuerte. Los civiles no tuvieron tiempo ni oportunidad de encañonar las armas. Más de uno recibió los golpes con la culata de la suya propia.
En todo este tinglado, llegó el padre Joaquín, al ver el panorama, realmente tuvo la certeza de que se trataba de un asalto, pero no pudo precisar con exactitud quiénes eran los asaltantes y quiénes los asaltados, este y cómo mejor pudo fue abriéndose paso.
- ¡Alto! ¡Hagan el favor de escucharme!... ¿Qué pasa aquí?... ¡He dicho qué basta!
Los aldeanos al oír la voz del cura, cesaron la pelea.
Más de uno se quedó con el puño alzado, este iría seguramente dirigido al estómago o a pleno rostro de algún miembro de la benemérita.
Otros, los que menos, dejarían caer la escopeta al suelo, cuidadosamente, sin llamar la atención.
- ¿Quién explica ahora todo esto? ¡Eh!
Los cuatro guardias civiles permanecían por tierra, magullados por la fuerte paliza recibida.
- ¡Os voy a condenar a todos! Esto lo juro yo, ¡ésta es una aldea de asesinos!
El cabo de la guardia civil consiguió levantarse, recogió su arma, y la revisó como si de su más hermosa joya se tratase. Esta estaba toda astillada, total, de pura pena.
- ¡Por mis muertos, que os encierro a todos!
Voceaba.
- ¿Y quién es usted, acaso el alcalde?
Dirigiéndose al padre Joaquín.
- No, no, yo solo soy el misionero de la aldea.
- ¡Menos guasa! Cabrón, ¿ y las sotanas? Eh, ¿ y las sotanas?
Amenazando a este con el arma que apenas podía sostener en las manos.
- Pues he olvidado ponérmelas, así de sencillo, que con tantas prisas.
Contesta este un poco avergonzado.
- ¡Ya!... un cura que olvida las sotanas ¡ea!... otro al camión.
Los otros tres guardias a trancas y barrancas consiguieron alzarse, maniataron al padre Joaquín que sin ningún tipo de resistencia se dejó hacer y lo colocaron junto a los otros dos reos, tan asombrados estos por los acontecimientos, como lo pudiera estar el que más y el que menos.
El cabo dio órdenes de registrar la casa, en el resto de la casa no se hallaba nadie más.
Removieron la cebada del granero, pincharon y removieron los fardos de paja, asustaron a los pobres cerdos que seguían a lo suyo pese al alboroto. Volvieron con las manos vacías.
El cabo, fuera de sí... gritaba y echaba culebras por la boca.
- ¡De aquí no sale nadie!... aquí faltan más asesinos.
- ¡Tú sí que eres un asesino... y un criminal! ¡A qué viene esto de despertar a toa una aldea tan de mañana! ¿Por qué no se explica mejó?... ¡Qué aquí no sabemos na de asesinos y criminales!
La María la panadera terminando de arreglarse las faldas.
- ¡Ah, sí!... ¿y quién eres tú?, ¿ La monja de la aldea?
Este mofándose.
- ¡Pos no!... que soy la María la panadera y a muncha honra, ¿pasa argo?
Esta muy valentona y sacando pecho.
- ¡Eres tú mu enterá! ¡Eh!... esta también, ¡al camión! Por ofensa a un superior.
- ¿Tú, un superior?, ¡Me río yo!... ¡un superió de tu casa, que en la mía mando yo!
Dos guardias civiles la sujetaron por los brazos, esta les plantó cara.
- ¡Vosotros quietos!... que yo sé mu bien ande tengo que ir.
Y soltando manotazos a diestro y siniestro, se dirigió al grupo de los detenidos.
El Eusebio al ver que se llevaban a su María detenida también y sin saber por qué.
Tenía una ligera idea, la tía Carmen, había llegado golpeando la ventana de donde dormía, le había dicho:
- ¡Despierta Eusebio!... corre pa la casa, que están los civiles, ¡No digas a naide que el colorao está aquí!... ¡por lo que más quieras, no se lo digas a naide!... ¡ ni siquiera al confesor!
El Eusebio se había calzado, cogido su chaqueta y volado a las casas de arriba, sonámbulo,... solo recordaba:
- ¡Por lo que más quieras, no digas a naide quel colorao esta aquí!
Él acababa de llegar, puesto que las voces habían llegado tarde a las casas de abajo, donde él vivía.
- ¡Pos si se llevan a esa santa mujé! Me tién que llevá a mí tamién... que si la María es una criminala... pos yo tamién lo soy.
- ¡Al fin el asesino aparece y confiesa!
Pensó el cabo.
-¡ A la, todos estos al camión!
La muchedumbre al ver que efectivamente se los llevaban, se colocaron a las puerta de la casa de los de la Umbría.
- ¡De aquí no sale nadie!
Uno de los cinco jornaleros, con los brazos en jarra, bloqueando la puerta de salida.
- Estas presonas no han hecho na malo, si se llevan a estos cinco,... nos tienen que llevar a la aldea entera.
Uno de los civiles, le dio con la culata en pleno rostro, este quedó tendido en el suelo inconsciente.
La gente fue haciendo pasillo, los cinco reos, caminaban por el centro sonrientes, para calmar a la concurrencia.
Las unas gritaban.
- ¡Qué se llevan al misionero!
- ¡Qué se llevan al tío Vicente!
- ¡Qué se lo llevan a tos... y los van a matá!
Los civiles cargaron a golpes de culata a los detenidos. La Casilda salió dando alaridos en dirección al camión.
Muchos la siguieron y consiguieron encaramarse en este,... incluso la Tomasa, que sin saber cómo ni cuándo, se vio espatarrada en el techo de lona de este.

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