lunes, 31 de mayo de 2010

Capítulo XIII- El pueblo del Patriarca

Capítulo XIII- El pueblo del Patriarca

No tardaron en llegar al lugar de la acampada de los titiriteros, estos se apresuraban en la tarea de recoger el campamento.
Al percatarse estos de la visita, corrieron a encaramarse en las caravanas.
Un formidable gitano se puso en posición de defensa frente al caballo del Francisco, antes de que el zagal viniera a darse cuenta, el zíngaro le había arrebatado las riendas de este.
- ¡Habíamos convenido que no nos molestaríais más!... Solo estamos aquí de paso, como veis somos gente de bien y nos vamos tan tranquilos como hemos llegado... somos gentes de paz. ¿ Qué es lo que queréis de nosotros?
- ¡Tranquilo hombre! Ya llegan los demás... viene el arcarde de la aldea... a saludá na má y tamién el Vicente el señor de la Umbría.
Esto de alcalde y señor de la Umbría, al parecer lo dijo para impresionar un poco, porque por otra cosa no creo.
- Qué un señó como el de la Umbría no se ve tos los días por ahí.
Los hombres no tardaron en llegar. El tío Vicente y el Manolo venían rezagados a una considerable distancia, irían ultimando los adelantos que se conseguirían con respecto al Pepuso.
El campamento parecía a la plena luz del día bastante más populoso. Casi una veintena de chiquillos se podían calcular a simple vista.
Desarropados, mugrientos y con las tripas hinchadas repletas de lombrices añejas y otras infecciones difíciles de diagnosticar. Estos se hacían un hueco entre las ruedas de los carromatos.
- ¿No me dijo anoche compadre, que solo eran un puñao?
- Somos los que somos ¿Qué importa el número? También quedamos que nos iríamos al amanecer y eso estamos haciendo ¡ cumpla usted con su palabra, que nosotros así lo hacemos!
- No se ponga desa forma compadre, que nosotros tamién estamos de paso.
El señor Vicente se acercaba penosamente a los dos hombres, los compañeros se hicieron con montura incluida a un lado para dar paso al señor Vicente, y confirmar a los ojos de este titiritero el rango tan elevado que ocupaba el recién llegado.
- Saludos buenas gentes, buenos días tengan ustedes. Yo soy Vicente, ¿con quién tengo el gusto de hablar?
El tío Vicente le tendió una mano al formidable gitano. Este, a regañadientes y celosamente le tendió la suya.
- Yo soy Josep, y este es el campamento de mi abuelo... él no se encuentra demasiado bien, y no puede atenderle.
- Lamento que así sea, solo queríamos saludar y si pudiera ser... hacerles unas cuantas preguntas siempre y cuando no lo tomen a mal.
- No tenemos nada que esconder, si vienen a eso y de buena fe, en nombre de mi abuelo sean ustedes bienvenidos.
El señor Vicente y con la ayuda del Manolo y Josep tomó tierra, la corta estatura de Vicente se hizo de notar en demasías junto a este último.
Josep hizo que le siguiera, este le indicó que le esperara junto a uno de los carromatos, Josep se introdujo dentro de este, saliendo de el unos minutos más tarde.
Invitando posteriormente, al señor Vicente a introducirse en el interior de este.
Josep se quedó franqueando la entrada, impidiendo así que el resto de los recién llegados le siguieran al interior.
Una oleada de carne corrompida inundó las fosas nasales del señor Vicente. Parpadeó insistentemente, cuando se encontró frente a frente con la persona más anciana que hubiese visto jamás.
Este lo invitó a sentarse sobre al parecer era, un catre improvisado con cajones y mantas roídas.
Los muchos cachivaches esparcidos y colgados del techo de esta, hacían encoger al tío Vicente que hacía un esfuerzo por no echar fuera lo injerido horas antes.
Y así estuvieron durante unos largos minutos, Josep seguía con su musculosa masa, apoyado junto a la salida.
- Y bien ¿Qué es lo que quieren de nosotros?
Somos personas adultas, y le hablaré con el respeto que sus años y sin lugar a duda sabiduría se merece, buscamos algo que nos dé una pista, sobre la desaparición de un compañero desaparecido hace, al parecer unos tres días.
Somos de una aldea cercana, y puede estar usted seguro que somos gentes honradas, que vivimos de lo que la tierra nos quiera dar.
El patriarca de la familia alzó la cabeza, Vicente pudo ver un rostro cubierto de arrugas y cicatrices viejas y algunas nuevas casi recientes. Aunque la mayor de la cicatriz se podía apreciar en sus profundos brillantes ojos negros.
Vicente sintió en lo más profundo de su ser, el dolor de la vida que se le escapaba al anfitrión de esa caravana de miseria física.
- ¿Ve usted este arcón? ¿Huele usted a muerte?... Aquí llevo a mi décimo hijo, muerto sin tener por qué ser así... sin otro motivo que ser lo que era. Tenemos prisa por volver a nuestra tierra y darle sepultura, no puedo hacerlo en cualquier sitio, tiene que reposar junto a sus antepasados... no puede ser de otra forma.
Vicente se quedó anonadado.
- ¡Qué lleva a su hijo ahí!
Señalando con un dedo tembloroso y artrítico, el arcón junto al anciano.
- Sí, aquí tengo a mi hijo.
El anciano ya no podía llorar por los ojos, lloraba con todo su ser, el cuerpo y la mente del tío Vicente se contrajeron por un lapsus de tiempo.
- Puedo preguntar cómo ha ocurrido su fallecimiento.
Logró balbucear este, cuando consiguió retomar el poder de pensar.
- Eso ya no importa, quien lo hizo ya pagó su deuda.
Vicente no se atrevió a importunar, a ahondar en la historia. Lo que no podía quitarse de la cabeza era el hecho de transportar a un cadáver, posiblemente ya en estado de descomposición, a juzgar por el olor a carne putrefacta que se respiraba en ese reducido espacio infrahumano.
- Eso no se puede permitir... con todos mis respetos, no me cabe en la cabeza, trasladar a un difunto tanto tiempo, así... de esta forma, los difuntos necesitan descansar.
- Este es el último viaje que hace por los caminos, es lo único que podemos hacer por él, las leyes de mi pueblo no permite abandonar a nuestros muertos y además, no encontramos un palmo de tierra para así poder hacerlo... usted no lo puede comprender. Yo también me muero, ya me está llegando la hora, solo espero resistir hasta llegar a mi tierra y poder descansar.
Dicho esto, el noble gitano, perdió el conocimiento y calló sobre el bulto de mantas en el que estaba sentado, sin pronunciar un sonido.
Vicente se incorporó como pudo, reprimiendo tanta angustia física y moral, que creyó por un momento que él también sucumbiría a la inconsciencia.
Los muchos acontecimientos emotivos en tan poco tiempo, hacía de este una persona vulnerable, su salud física se estaba debilitando a cada momento.
No recordaba haber tenido tantos dolores en sus articulaciones anteriormente, cada movimiento que realizaba era una dolorosa condena que sufría en silencio.
El señor Vicente logró coger una mano al patriarca, no le encontraba el pulso, tampoco sentía los latidos en el corazón de este y llamó a gritos para que entraran en su ayuda sin tardar. Josep se abalanzó al interior del carromato y como por arte de magia fueron acudiendo los acampados.
Salían de todas partes, sobre todo niños amparándose estos, entre las faldas de sus casi infantiles madres embarazadas.
De un carromato hicieron salir a una anciana, la portaban en una silla dos zagales, le hicieron paso y la introdujeron dentro del carromato con silla incluida. Josep le tomó una mano a esta y se la dirigió al pecho del anciano.
- ¡No vivirá mucho tiempo más! Tiene la muerte metida en su pecho... la veo.
Y diciendo esto, pidió que la sacaran de allí. Vicente estaba perplejo, un calor frío le recorrió la espina dorsal, al ver el rostro que carecía de ojos de la anciana. Dos bóvedas vacías ocupaban el lugar de cuencas oculares.
- No puedo ofrecer otra cosa que mi humilde casa para que pueda tener una muerte digna de su rango.
El señor Vicente dirigiéndose a Josep.
- Mi hora ya está llegando, ya es... tiempo de descansar, solo necesitamos un palmo de tierra. El anciano había recuperado la conciencia, por unos minutos.
- ¡Abuelo, tenemos que volver!
Muchacho, yo ya he llegado donde tenía que llegar.
Y diciendo esto, volvió a perder la conciencia.
- Su palabra es ley para nosotros, y hay que acatarla aun en contra de mi voluntad.
Dijo Josep en tono cortante y dirigiéndose al señor Vicente. Sacaron a la anciana del carromato, el gentío se apiñaba en torno a esta, intentando por todos los medios informarse de la salud del patriarca.
Algunas gitanas, las de más edad, lloraban a gritos, arrancándose pañuelo y cabello. La muestra de dolor era manifiesta, las habían que se arañaban el rostro, con una naturalidad pasmosa, como sino sintieran dolor alguno.
- ¡Nos vamos!
Se oyó la voz ronca de pesar de Josep sobre el murmullo enloquecedor de los demás, el tío Vicente salió de la pestilente caravana y se dirigió al pequeño grupo que formaban sus hombres, sintiendo cómo sus pulmones se renovaban inhalando las primeras bocanadas de aire sin contaminar.
- ¡Cristóbal y Simplicio, vosotros dos volvéis a la aldea, el resto seguiremos nuestro camino!
- ¡Qué yo güelvo pa laldea!... ¿Y lo que tenemos que hacer qué?
El Cristóbal.
- Lo que tenemos que hacer se hará, y procurar que el patriarca tenga todo lo bueno que se pueda tener.
- ¿Qué patriarca?
- El patriarca... vais a ir escoltando a estas buenas persona... y allí vais a hacer lo que humanamente podáis hacer por ellas, el padre Joaquín lo entenderá y sabrá lo que hacer Señor Vicente... ¡qué yo no güelvo pa la casa con esta gente, qué no vamos a poer entrar ni nusotros¡
- ¿Cómo te atreves a hablar así?... ¿No te acuerdas en las condiciones que llegaste tú? ¿Alguien te negó un plato caliente, o agua para lavarte?
- Señor Vicente... pero uno no es como ellos, uno es como los demás.
- ¿Cómo los demás qué?
- Cómo los demás de nusotros.
- Simplicio, me avergüenzo de tener que escuchar lo que dices. ¿ Tú crees que cualquiera de los que estamos aquí de la aldea, es mejor que cualquiera de estas gentes? Yo, sencillamente, no lo creo.
Simplicio bajó la cabeza, abochornado, Cristóbal se alegró considerablemente, el arriero se le había adelantado, esas mismas palabras las tenía él en la punta de la lengua.
Suspiró porque por una vez alguien le había leído el pensamiento y adelantado, se creía incapaz de soportar una reprimenda de ese tipo, venida además y por añadidura por parte del señor de la Umbría.
- Señor Vicente, que yo creo que si llegamos nusotros, con tanta gente pué pasa argo... que unos pocos vale, ¿pero tantos? Que yo pienso que e mejó que güelva usté tamién, que yo... no sé, no sé lo que pué pasá.
- El Cristóbal tiene razón, además usted está mejor en laldea, allí hace más farta en estos momentos.
El Manolo.
- Yo creo que taimen.
El Miguel.
Todos estaban de acuerdo y lo confirmaron con un movimiento de cabeza. En esos momentos Vicente fue consciente de su estado, podían confiar en su mente, pero no tanto así en su cuerpo, eso lo entristeció hasta lo infinito. Josep se les acercó.
- Por nosotros, no se demore la salida, ya estamos listos para partir, pero antes quiero saber lo que intentan ustedes... creemos que tenemos el derecho de saberlo.
Vicente se giró.
- Yo también estoy de acuerdo en eso, estamos buscando a un muchacho, que ha desaparecido y no pararemos hasta encontrarlo.
- ¿Qué delito ha cometido?
El Miguel se le adelantó.
- Eso no lo podemos decí... eso es cosa seria, lo mejó es encontrarlo y después, ya se verá, que eso e cosa solo de nusotros.
Josep, lo miró a la cara con recelo, con odio.
- Señor Vicente, venga conmigo, quiero que vea algo.
Vicente siguió a este, no antes de dirigir a Miguel una mirada de reproche.
- Vicente... nos ha brindado, sin pensarlo su aldea y su propia casa. Sabemos que todos los payos no son iguales, al igual que todos los gitanos no somos tampoco iguales, ahora bien,... si su aldea nos respeta nuestra forma de vivir y nuestras creencias, nosotros haremos lo mismo y que les quede claro, si aceptamos acompañarles es por nuestro príncipe.
Vicente lo miró asombrado, aparte del padre Joaquín y posiblemente Montserrat, no había conocido a nadie con tanto carácter.
- Y bien ¿Qué opina usted sobre esto?
Su forma de vida bien poco me preocupa... si esta es su forma de vida, vívala como mejor pueda, yo no soy nadie para decidir cómo han de vivir los demás, pero a la muerte hay que acomodarla lo mejor posible.
Vicente en el fondo de su ser, envidiaba la libertad de los caminos, la libertad de dormir bajo las estrellas, el ir ligero de equipaje, el sentirse bien en cualquier parte, el tener por Patria cualquier recodo en el camino.
- No estamos solos... el abuelo y príncipe nuestro, se nos muere y para nosotros, es lo peor que nos pueda ocurrir, pero tenemos a otra persona... como usted, que si necesita ayuda y rápida.
Le adelanto que quien se atreva a poner una mano sobre él, pagará con su propia vida. Tenemos deuda de sangre y mataremos por él, esta es nuestra ley, nosotros respetamos las suyas, ustedes respeten las nuestras, si vamos con ustedes es por nuestro príncipe, que así él lo ha decidido.
Diciendo esto, Josep se escupió en la palma de la mano y se la ofreció al señor Vicente de la Umbría, este dudó por unos segundos en ofrecerle la suya.
Nunca había tenido la oportunidad de sellar un pacto de semejante forma.
- Ahora, si lo ve bien, quiero ver a ese como yo, que necesita ayuda... le doy mi palabra que nadie de los míos lo tocará.
Vicente se puso la mano cerrada en el pecho, Josep lo miró desde su más que considerable estatura y asintió con la cabeza.
- ¡Acompáñeme!
El tío Vicente le siguió a través de lo que a él le pareció una multitud de gente. Josep, le invitó a que se introdujera en un carromato y allí envuelto entre jarapas se percató de un bulto que al parecer respiraba.
Se arrimó como pudo y destapó la cara. Un mudo en el estómago se apoderó de él, el rostro lo tenía casi irreconocible pero no tuvo la menor duda, era el compañero Antonio.
- ¡Dónde lo habéis encontrado!
Josep se interpuso entre Vicente y el casi moribundo Antonio.
- Si es a este al que buscáis... pierden el tiempo, nos pertenece a nosotros.
Vicente dejó escapar su tensión contenida.
- Ahora la deuda la tengo yo con ustedes. Pídanme lo que quieran, pero por favor partamos pronto, esta criatura necesita ayuda urgentemente en verdad.
¿ No le harán nada?
No ¿Nosotros hacerle algo al pobre Antonio?... Sí que le haremos, pondremos todos nuestros remedios para curarlo. Dé aviso de partir... ¡pero ya! Yo me quedo con él, sino le importa.
Josep salió a dar la orden de partir.
- ¡Pos yo no me muevo si no sale el tío Vicente del carromato!... Estos a lo mejó lo tién retenío.- El Cristóbal.
Josep oyó la queja de este, y se giró en redondo, - ¡Aquí no se retiene a nadie! El señor Vicente está por su propia voluntad en el carromato... con al parecer la oveja que han perdido.
- ¿ Con la oveja perdía?,- Al Cristóbal se le iluminó el rostro, como al resto de los aldeanos.
¿ Conque la oveja perdía?
- Sí, la oveja perdida y de nombre Antonio, al parecer.
Los aldeanos retomaron el camino a la aldea, más contentos que unas castañuelas.
El retorno lo hicieron en casi la mitad de tiempo, los destartalados carros aguantaron sin novedad todo el trayecto, como envueltos por un aura protectora y urgente.

- ¡Pos yo no entro en la aldea el primero!, - Le murmuraba el Cristóbal al Pacorro.
- Tú eres lo más cercano a una autoridad, esa es tarea tuya, será mejó que te adelantes y prepares a la gente. ¡Busca al cura y que él se apañe! Y que él encuentre a mi mujé, que ella entiende argo de curar.
Cristóbal sin mediar sonido alguno salió al galope.
- ¡Pijos en Dios!... ¿Y qué me pase a mí esto?- Al parecer pensó.
El Pacorro mandó al Francisco a que se acercara a la caravana donde se encontraba el tío Vicente, a darle el aviso de que llegarían a la aldea en menos de una hora y de paso cerciorarse este, de todo lo concerniente al asunto del compañero y de los ánimos que le habían hecho al tío Vicente, tomar una decisión tan descabellada como esta.
Aunque, bien mirado, este tipo de decisiones eran de las que hacían del tío Vicente, ser lo que era, sencillamente, era Vicente, el tío Vicente, señor de la Umbría.
No encontraba en su vocabulario un calificativo para definirlo mejor y más amplio.
Antonio había recobrado el conocimiento, su estado era lamentable, Vicente el de la Umbría lo tenía asido por una mano queriéndolo retener, queriendo con todas sus fuerzas, transmitirle al joven, algunos de los latidos de su propio corazón.
¡Pos esto sí que ha sío güeno!, Salimos a buscar uno y mire usted con la cuadrilla que golvemos... si no se forma un lío en la ardea ¡qué venga Dios y lo vea!
- No es momento de sentarse, es momento de actuar y rápido, eres joven Francisco, y aún te queda mucho que ver... comienza ya por hacerte un hombre, porque los tiempos no son seguros y hay que despertarse.
- Ha dicho el Antonio cómo le ha pasao esto, señó Vicente.
- Acaba de abrir los ojos, pero eso ya se sabrá... no puedo relacionar lo que pueda tener Antonio que ver con estas personas... y lo que hace aquí y así de esta forma, menos aún.
- Señó Vicente, que si usté no lo sabe... ¿ Quién lo va a sabé?... Questa gente e mu suya y no abre la boca pa na, que yo bien que lo he intentao.
Un sonido quejumbroso se le escapó al maltrecho Antonio. El tío Vicente le acarició la frente con ternura, como si se tratara de un recién nacido.
- ¿Tienes algo que decirme compañero?
Este entre abrió los ojos y sonrió con una deformada y terrible mueca.
- ¡Padre, confieso que he matado... no quería hacerlo... ellos me obligaron!
Antonio intentó incorporarse.
- Tranquilo, muchacho... no te esfuerces, el padre Joaquín llegará enseguida, no tienes que preocuparte ahora de eso, todo se andará, y tú Francisco.
Girándose en dirección a este.
- No has oído ni visto nada aquí... ¿Entendido?
- Señó Vicente... questo e mu gordo... ¡questo válgame la Vinge! Que no me gusta na to esto, quespero que no haya sio a arguno de estos... que son munchos y puén con to la ardea entera
El Francisco echándose manos a la cabeza.
- Tranquilo muchacho, seguro que no ha sido a nadie de estos, si fuera así, puedes estar seguro que ni Antonio, ni tú, ni yo, ni nadie estaríamos a estas horas en pié.
- ¿Tan mala sangre son?
- ¡No! Ni mucho menos... solo que sus leyes son más rápidas que las nuestras... tú aprende a respetar... para así, ser siempre respetado. Y ahora empieza a hacerlo, estamos entrando en la aldea, empieza por apaciguar los ánimos de tu propia conciencia y de tu casa por lo menos.
- ¿Y eso cómo se hace señó Vicente?
- Empieza por aplaudir el honor que nos brinda estas personas con visitar nuestra aldea.
- ¡Eso e cosa dura de tragá!...
- No te preocupes ahora por eso, que ya tendrás tiempo de acostumbrarte a muchas cosas más, muchacho.
La caravana hizo un giro y se paró, el padre Joaquín sujetaba por las cinchas uno de los caballos de esta.
Al parecer habían decidido entre Cristóbal y el que lo mejor sería dirigir el campamento a la era del camino de Lietor, la era estaba en esta época del año descansando, hasta la próxima cosecha, y el terreno allí era raso, sin depresiones, y además, esta quedaba un poco retirada de la aldea. Y se ahorrarían todos, tanto aldeanos como titiriteros inmiscuirse en los asuntos de cada cual.
El padre Joaquín tenía más experiencia en esos asuntos, en su época de seminarista, tuvo contactos con ellos en los barrios marginales de Barcelona. Francamente había que saber estar a las duras y a las maduras. Y además ¡ese era su trabajo!, Le había dicho el Cristóbal.
- ¡Cristóbal, y tuyo también! hijo de Dios, y tuyo también.
Le había contestado este.
- ¡Padre es que son munchos!

El Francisco y el tío Vicente salieron de la caravana como mejor pudieron.
- Padre Joaquín es mejor que pase dentro... no creo que Antonio resista más.
El misionero pudo ver la tristeza en los ojos del tío Vicente, le dio su golpecito habitual en un hombro y se introdujo dentro de la caravana. Vicente el de la Umbría se quedó fuera esperando alguna noticia.
Las demás caravanas fueron llegando, seis en total y se fueron colocando en círculo.
Josep se le acercó a Vicente.
- Nuestro príncipe desea que pase a verlo, tiene que hablarle.
- Iré con la condición de que me avise cuando salga el padre Joaquín.
- ¿Qué lo que hay dentro es un cura? ¡Qué el Cristo de los faroles nos asista!
Este comenzó a entrelazar los dedos y a persignarse.
- Esos son para mí, peor que los civiles... son peores que el baladre, son pájaros de mal agüero. Les pasa como al caballo de Atila... por donde pasan, no crece la hierba.
El tío Vicente se le quedó mirando, no sabía si sonreír o echarse a llorar.
- Josep, Antonio pertenece a la benemérita, es un guardia civil.
Al parecer los gitanos no conocían la verdadera identidad de su protegido.
-¡Quél payo es un de esos!
- Efectivamente, es uno de esos. Y ahora, espere aquí, que yo voy a ver al anciano y hacer lo que tengo que hacer.
El tío Vicente se dirigió en la dirección correcta. Entre unos titiriteros y muy a regañadientes estaban sacando al anciano del carromato.
El Miguel de la Llanos había dado la orden de que lo trasladaran a la casa del tío Vicente.
Los hombres y algunas, bastantes, mujeres de la aldea iban acudiendo a la zona de la acampada.
Los unos tímidamente, otros avisados por el Cristóbal y la mayoría, a ver lo que se repartía y cocía por el lugar.
Al príncipe lo colocaron en una especie de angarillas envuelto en jarapas. Al tío Vicente se le hizo un nudo en la boca del estómago.
A la luz del día pudo ver el rostro majestuoso de aquel anciano, que en su juventud bien pudo alcanzar el metro noventa, pudo ser un gran defensor de su pueblo y de sus gentes, un temible adversario en la lucha cara a cara.
Y ahora solo representaba un montón de huesos retorcidos y piel amarillenta. Tuvo que hacer un tremendo esfuerzo por retener la bilis que le subía garganta arriba.
Apremió en el trabajo de trasladarlo a su propia casa.
La Casilda les estaba esperando en los portales de esta. La tía Carmen se afanaba en preparar un cuarto como le había recomendado hacer el Cristóbal, por la cuenta que les traía.
- ¡Ay! Dios mío, mi marío sa güerto ya loco de remate. Mire usté señor Cristóbal... ¡ qué metenme a mí, en mi propia casa a una gente así!... ¡qué van icir por la aldea!... Si es que este hombre mete to lo que encuentra por la calle pa dentro, ¡este hombre mío quiere echar a perder la honra de la casa!
- Señora Casilda... ¡qué no e pa tanto!... questo no e pa tanto, ademá no e un gitano normal.
Que es to un príncipe, un príncipe de ellos pero un príncipe a fin de cuentas, que por lo visto
son gentes de muy bien hablar y de munchos entendimientos.
La Casilda no quería dar su brazo a torcer de buenas a primeras. Se pensaba muy bien los pro y los contras del embrollo que le había caído sin comérselo ni bebérselo.
Y francamente no iba a permitir ser el hazme reír de toda la aldea tan a la ligera.
La tía Carmen tuvo que mediar entre ambos, sino quería que la autoridad de su único hermanos quedara más que en entredicho.
- Pos míralo de otra forma, si te opones a que venga y to la aldea se entera... es cuando se van a reír y de verdá, si cierras la boca y lo tomas tan normal nadie hablará ni se atreverá a decir ni esta boca es mía... pero si te pones farruca, y te da un soponcio es cuando se pué liar la cosa.
La Casilda no veía escapatoria, lo único que le preocupaba era su tranquilidad y libertad de movimiento.
Y ahora con sus nuevos inquilinos veía todo esto bastante algo amenazado, y la verdad sea dicha, esto la trastornaba.
- Bueno, si se dice que es una presona mu importante... a lo mejó no es pa tanto... que si no lo fuera, a los portales de mi casa no entraba, y además, si la cuñá se hacía a cargo del trabajo extra... ¡pos ná, mejó que mejó! Y con el doló que tengo por momento aquí en el lao... pos me da más juerte y to acabao.
Al anciano lo introdujeron al interior de la vivienda y lo recostaron en la cama.
La tía Carmen con sumo cuidado le colocó la noble cabeza sobre unos almohadones, y una punzada de ternura le inundó hasta lo más recóndito de su ser. Pudo apreciar las llagas que le cubría gran parte de su cuerpo.
- Esto no me gusta na, de na.
Murmuró.
Y se fue a poner agua a calentar, y de paso un buen tazón de leche con sopas. La tía Carmen todas las enfermedades las arreglaban con tazones de leche con sopas.
- ¡Quéso anima hasta a los muertos!
Decía siempre.
El señor Vicente quedó a solas con el patriarca, era extraño, en ese mismo cuarto, muchos años antes, cuando apenas había alcanzado a ver un poco del mundo ese que giraba fuera de la aldea, había pasado muchos días a la cabecera de su moribundo padre.
Y ahora volvía a revivir esa sensación de pérdida inminente.
La voz del patriarca lo hizo salir de esos funestos pensamientos.
- Señor Vicente, la pena que tengo es no poder enterrar a mi hijo pequeño dignamente, como le corresponde.
- En la aldea efectivamente, no tenemos cementerio... pero le aseguro que tendrá un entierro digno... yo ya me encargo de trasladarlo donde corresponde.
- ¡No! Ya ha tenido su viaje y además largo, quiero que lo entierren aquí, en esta aldea. Vicente quedó anonadado.
- ¡Aquí! ¡Eso es imposible, es impensable! No tenemos campo santo.
- ¿Quién dice que no se puede?... Solo necesitamos un palmo de tierra. Yo no aguantaré mucho tiempo, y me alegro. Ya he vivido mi vida y pienso que por más tiempo del que me correspondía. Y quiero hacerlo ya. Cuando se está cerca de ella... se pierde el miedo. La muerte es solo una salida para descansar de la vida. Y ya no me queda voluntad y fuerzas para seguir aquí.
- Señor Pedro... eso no lo puede usted decir ni en broma.
El tío Vicente intentaba animarlo de la mejor forma que sabía.
- ¡Señor Pedro, que la vida no se termina con la pérdida de un ser querido... hay que seguir viviendo, es lo mejor que se puede hacer por los que se van... hay que pensar en los que nos rodean! ¿ No cree que ya es suficiente con la pérdida de uno para que a otro se le meta en la cabeza irse también?
- Señor Vicente no intente convencerme de algo que ya tengo tramado desde hace algún tiempo... pierde el tiempo... pero debe darme usted su palabra de que nos enterrarán aquí, cualquier sitio es bueno para descansar. Si no me da su palabra... nos marcharemos de inmediato... ahora mismo. ¡ Ya nos enterrarán por el camino!
- Señor Pedro, ni se va a morir... y mucho menos lo enterraremos aquí... eso va contra todas las leyes,... ¡no lo puedo permitir! Pídame lo que quiera, sabe que tengo una deuda con su pueblo... que haría cualquier cosa, ¡pero por Dios! Eso es inmoral, va contra todo.
- ¿Dónde está el mal?... ¿dónde está el daño?... Yo he vivido, he dormido siempre sobre la tierra, libre, esta es la primera vez que estoy sobre una cama de verdad... pero me ahogo, me hundo hasta sentir que me atrapa para tragarme... quiero descansar sobre la tierra... quiero que me la echen encina, no puede ser de otra forma.
El patriarca alzó la cabeza en un acto majestuoso.
- Prométamelo, o maldeciré a quién lo impida... es mi voluntad.
Vicente estaba consternado. Sabía que el hombre no maldeciría a nada ni a nadie, pero sí vio apremio en sus ojos cansados. No fue capaz de negarle esa última voluntad.
- Lo prometo don Pedro, lo prometo. Serán enterrados en la aldea si así lo desea... pero por el momento olvídese de morir al menos por un tiempo.
El otro le sonrió.
- Sabía que no se negaría.
Pensó.
El padre Joaquín apareció en medio de la penumbra de la habitación y por la cara que traía, bien pudo pasar por un aparecido.
- Señor Vicente, Antonio nos ha dejado... no ha resistido.
El señor de la Umbría se le quedó mirando, parsimoniosamente.
- Lo sabía, no podía ser de otra manera. ¿A muerto como quería?
- Si se refieres a la confesión... sí, ha tomado la extremaunción.
- Bien ¿Hilario está al corriente?
- Sí, Cristóbal y Miguel están con él en el campamento.
El padre Joaquín se acercó a la cama a ver cómo estaba don Pedro, príncipe de los gitanos. Este le sonrió, haciéndole el signo de sacar los cuernos con los dedos, y de que no se le acercara y así de paso, alejar de él, a los malos espíritus. El padre Joaquín se paró a una considerable distancia.
- Si no requiere mi ayuda, no se la daré
- No te ofendas muchacho, pero siempre me ha dado muy mala espina los curas, es solo un reflejo, una costumbre. Si vienes como hombre, bienvenido seas... pero si lo haces como buitre ¡ni te acerques a mí!
Y diciendo esto, cruzó los dedos tísicos corazón e índice de ambas manos.
- Si no desea confesar, no seré yo quien le obligue.
- Muchacho, lo único que tengo que confesar es que he amado, he hecho justicia lo mejor que he sabido y he vivido, sí, aunque te cueste trabajo creerlo yo he vivido como he querido y he elegido vivir y ahora decido que me tengo que ir... y ya verán cómo me voy.
El patriarca Pedro se sonrió con un amago de dolor y tristeza.
- Y si tengo algo de lo que me avergüence, me lo guardo para mí.
Este se quedó mirando fijamente al cura.
- Al único que tengo que rendir cuentas es a mi tocayo Pedro, cuando me llegue la hora, y esto, espero, me llegue pronto... ¡maldigo cada minuto que pasa!
El padre Joaquín se santiguó.
A todo esto, la tía Carmen les invitó a que salieran de la estancia, para poder lavar y alimentar al anciano, esta, tuvo que cortar los pantalones con las tijeras.
Los tenía pegados casi completamente a las piernas. Don Pedro se llevó el puño de la chaqueta a la boca, pero su garganta no emitió sonido alguno.
- ¡Cristo en Dio! ¿Pero quesesto?
La pestilencia había inundado el cuarto. La tía Carmen sí dejó escapar un grito al descubrir lo que guardaba bajo los mugrientos pantalones.
Las larvas de algún insecto, posiblemente moscas... en el mejor de los casos, luchaban por sobrevivir en el total de las llagas más pronunciadas.
- Este hombre está comío de gusanos, esto no e cosa pa mí sola.
Pensó esta.
- Enseguía güelvo, usté se está tranquilo y no se mueva.
- Es cosa buena de ver ¡eh!
Don Pedro con un amago de sonrisa.
La tía Carmen fue en busca de ayuda.
- Anda Tomasín, vete a dar razón a que venga la de Barcelona... y tamién la Llanos,
¡Qué se den muncha prisa! ¡Qué corran corriendo!
¡A este guacho, sí que hay me meterle prisa por tos los laos!
Pensó esta.
- Y la Isabelica, que se vaya a comer argo con la Francisca.
Tomasín no estaba muy habituado a dar tantas razones de una vez e intentaba memorizarlas. ¡Odó! ¿ Quién me manda a mí está en tos los laos? Ahora voy donde el Miguelín... quel sapaña mejó.
Con el tiempo y con mucha paciencia por parte del padre Joaquín y de la señora Montserrat, le estaba mejorando el vocabulario.
Pero con la memoria aún no habían encontrado un antídoto, aunque voluntad y buen hacer no les faltaban a estos.
La tía Carmen llamó a grito en cuello a su cuñada, a esta hacía ya rato que no le veía el pelo por ninguna parte.
- Si esta piensa que se va a poné mala ahora... anda mal encaminá.
El Pepuso salía en ese momento por la puerta interior que daba a las cuadras.
- ¡Tía Carmen! Que la señora Casilda está echá en el cuarto... que le ha entrao un doló no sé onde, pero dice que no está pa na ni pa naide.
¿Qué le ha entrao un doló? ¡A esta le hago yo que se les vaya tos los dolores! ¡ Pos pijos! Con la mujé de Dio.
Esta, ni corta ni perezosa, se introdujo en el cuarto de la cuñada sin más miramientos.
¡Y a la Marquesa que le pasa agora! O te levantas tú sola o te saco del moño, y aligera que el tiempo no se ha hecho pa perderlo en la cama.
- ¡Ay! Con lo malinma questoy.
Se quejaba esta.
¡Si es que una no puede ni estar muriéndose ni en su propia casa!
La tía Carmen estaba ya más que de vuelta de hoja, de los males de la Casilda. Y la otra, no tardó un minuto en poner los pies en el suelo, no había cosa más terrible que ver a la cuñada hecha una fiera.
- ¡Ay que ve, con lo amorosa que soy yo! Y naide lo da al ver.
- Esta ve no ha podío ser.
Pensó.
- Pon agua a calentar pa llená la tina, y ya va siendo hora de sacar tu ajuar de sábanas del cofre.
- Mi ¿qué?
- Digo... que saques las sábanas de tu ajuar, que ya va siendo hora de darle un apaño, y me las llevas para el cuarto que está él señó Pedro, y tamién to el arcó quencuentres por la casa.
- ¿Qué vas a hacer tú con mis sábanas?
- Esjarrarlas... como está mandao.
¡Esjarrarlas! ¡Estás tú apañá! ¡Mis sábanas! Con el sacrificio con que yo misma las cosí tan amorosamente, ¿ las vas tú a esjarrá? ¡ Ay! Si mi probe madre levantara la cabeza.
Se quejaba llorosa la Casilda.
- Pos si la levanta... ¡qué la acueste otra vez! Que ya estamos repretos de más.
La tía Carmen volvió al cuarto donde se encontraba don Pedro. Este se había incorporado de la cama.
¡Pero que hace usté así... no sabe qué se pué caer!
- Si me caigo ya me levantarán, hija.
- Ande, güelva ahora pa la cama... que le espera una buena.
- ¡Qué hembra y con qué carácter!... Buena hembra en verdad, el señor Vicente va bien servido.
La tía Carmen hacía oídos sordos a las palabras de don Pedro, este ya estaba más que arreglado con todo lo que iba a pasar con toda seguridad en las siguientes horas.
- Que digo yo que como la ayuda va pa largo, mejó que apañemos la barriga primero, que los males entran mejó con la barriga llena.
- Está usted en lo cierto... y un trago de aguardiente tampoco me haría daño.
- Eso ni que lo diga, de eso me encargo yo, que a mí tampoco me va a venir mal.
La tía terminó de desnudar a su paciente. Hacía un gran esfuerzo por reprimir las arcadas.
- Usted no se aproveche de mí... que con este cuerpo serrano que Dios me ha dado, aún puedo hacer de las mías.
¡Usté a callá, que antes me tiro a un pozo!... Pos abrase visto zamarro más grande que usté.
La complicidad estaba latente en el rostro de ambos.
- Pues el señor Vicente tiene que estar apañado con usted, mucha hembra para él solo.
- ¡Es usté un malicioso!¡Quél Vicente no e mi marío, ques mi hermanico! Que tavía no ha nacío el que me diga, ojos negros tienes, y que se lleve cuidiao... por lo que le pueda pasá.
- Don Pedro y la tía rieron a mandíbula abierta. En todo esto, la Casilda entró en el cuarto con un manojo de lienzos blancos.
- Pos esto e lo que traigo, de lo demá, ¡na de na!
- Echó una ojeada, como quien no quiere hacia el lugar que se encontraba su inquilino temporal. Entregándole a la cuñada el hatillo que esta portaba.
- ¡Con eso no podemos ni empezar! O traes más o las voy a buscar yo, que de seguro me encuentro más cosas de las que tú te piensas.
- La Casilda se puso hecha una fiera. Sus cosas eran sus cosas y no se hable más, pos quien se pensaba esta que era, pa andar goliendo en sus cosas.
Pensaba esta.
- Ayuda al señor Pedro con las sopas, que yo vengo con el agua y veo que tampoco traes el arcó.
- De eso no sé na, quesas cosas bien que las guardas tú.
La Casilda se quedo allí dándole la leche con las sopas de pan al anciano, refunfuñando.
Pos mire usté qué le cuento señó... o lo que sea, a esta le costaba trabajo relacionar a esa persona escuálida y apestada, con nada parecido a la realeza, aunque se tratara de la realeza gitana.
¡Qué yo le digo a usté ques una bruja esta cuñá mía! Que cuando me descuidio... ma cambiao to de sitio, aquí, en mi propia casa... no deja títere con cabeza cuando a esa bruja le entra las ganas de hacerlo... a una no le queda más remedio que callar y má callá... ¡sí es que ya me tiene harta!... porque una e mu prudente, que si juera má alocá... ya verían... ya verían.
El señor Pedro sí que estaba más que harto de la cantinela de esta. Entre la vida que se le escapaba por momentos y la charla sin venir a cuento de esta, el señor Pedro se sentía morir.
Pedía desde lo más hondo de su ser que no ocurriera en esos momentos, eso sería imperdonable, una mala jugada del destino.
Cruzaba los dedos para alejar los malos espíritus y se le amontonaban todos los rezos habidos y por haber.
- Vamo a ve... una cuchará por aquí, ¡abra la boca! ¡Qué no e pa tanto!
El señor Pedro no deseaba otra cosa que llegara alguien, no le importaba quien fuera, pero a esa mujer la quería ver fuera de su vista.
Por fortuna la tía Carmen llegó al tiempo de sentirse desfallecer.
Portaba un bulto entre sus manos, la pobre Casilda se encogió a más no poder.
La tía extendió el material que portaba sobre la cama.
- ¡Y de esto! ¿Qué me dices tú?
- ¡Eso no e mío!... Te juro a ti y a tos los santo Cristo queso no e mío, decía esta santiguándose.
- Pos si no e tuyo ¡qué venga tu santo Cristo y me lo diga a mí!
- ¡Ay! Señó príncipe... no se lo decía yo. ¡En mi propia casa!, Tratá de ladrona. Si yo solo lo hago por mi probe Isabelica, que la probe no tié na.
- ¿Qué no tié na? To lo que hay aquí es pa ella y él guacho ¿Pos habrase visto ladrona?... Así decía yo, que fartaba de to en la casa, ¡anda que cuando se lo diga a mi hermanico, te vas a enterá tú!
La Casilda se dirigió a su cuñada amenazadora.
- ¡Pos bien que te guardaras tú de abrir la boca, tía cochina!... que solo quieres echar a perdé mi casa. La envidia te mata, ¡ borde, queres una borde! ¿ Quién te va a queré a ti? ¡Queres má mala quel baladre!
La tía Carmen con la paciencia que la caracterizaba en los momentos que de esto se requería, movía la cabeza de un lado a otro y miraba buscando entre el montón de lienzo, que esta había localizado en el famoso cofre que la Casilda, solía guardar sus tesoros personales, y los ajenos.
- Pos yo diría questo no e de la casa... y tuyo menos aún. Questo me paece a mí ques de la Llanos, de la Llanos o de su cuñá la Ascensión de las reparticiones que hicieron. Y las dos andan enganchás a ver quién se había adueñao de las sábanas de la difunta.
- ¡Eso de ellas, de la Llanos o la Ascensión!... ¡ Ay! Que me da argo, ¡eso es mío! Y mu mío.
Decía la Casilda echándose manos a las caderas.
- ¿Qué le icía yo?
Dirigiéndose al casi moribundo gitano, buscando ayuda.
- Señora, lo que yo piense de todo esto, solo se lo diré a San Pedro cuando me llegue la hora - Pos esto lo arreglo yo pronto, agora llamo a la Ascensión y a la Llanos y to arreglao, que ya bien está ques escondas to lo que pillas por la casa, ¿ Ánde sa visto, que tamién se meta pa dentro las cosas de los vecinos?
- ¡Tú te guardarás bien en llamá a naide!... ¡Quéso e mío y mu mío!
- O se llama a la Ascensión y a la Llanos o lo esjarro ahora,...
La Casilda le cogió de las manos las sábanas que la tía Carmen sujetaba con manos firmes. ¿Con él sudó que he pasao pa bordá to esto? Y esta mujé me lo quiere quitá, señó príncipe.
Este, no discernía la realidad del subconsciente, lo veía todo con ojos acristalados y borrosos
¡Pero como es que aquí está bordá una R de Ramona, tú te crees que una es ciega!
La Casilda se quedó anonadada, no había caído en la minúscula inicial.
El día que se le terció apoderarse de las sábanas tendidas a la solanera, no cayó en fijarse en bordados ni en puñetas.
- Pos eso no sé cómo puede habé caído así... Que a lo mejó e un equivoco mío, que una taimen se pué equivocá.
- ¿Un equivoco tuyo?... ¡Vamos cuñá, quese cuento ya lo sé yo! Vete por el agua, que ya me encargo yo de hacer questo se quede de puertas pa dentro, pero no te pienses tú questo lo voy a olvidar tan fácil.
La Casilda salió de la habitación, no antes de echar por última vez un vistazo a lo que ella creía, sus reliquias heredadas.
Tuvo bien cuidado en no tropezar con la mujer, que en esos momentos entraba en la habitación.
- La paz sea con usté señora Montserrá.
Esta, levantando el puño le contesta.
- ¡Vivan las mujeres Libertarias! ¡Abajo la tiranía!
A la Casilda, esto la hacía temblar de pies a cabeza, y Montserrat lo sabía sobradamente.
No perdía oportunidad de restregárselo por las narices.
- ¡Arrea, qué mujer!
Se le escapó a don Pedro, este intentó alzar la cabeza.
- ¡Quieto, hombre! Que ya no está para estos trotes.
- ¿Y usted qué puede saber, para lo que estoy yo?
La tía Carmen se apresuró a plegar las sábanas.
- Montserrat, qué hacemos con esto.
Le destapó las piernas a don Pedro, esta dio un paso atrás.
- Esto no es para mí, esto es cosa de un médico... y además muy bueno, esto habría que amputar y yo no lo he hecho en la vida, como mucho he curado las amputaciones, ¡Carmen hija!, Y yo no tengo ni idea de por dónde empezar.
¡Cortarme las piernas! De eso ni hablar. ¡Esas cosas son para los payos! Y además, esas manos tan blancas no pueden hacer una cosa así.
- ¡Hay que ver con el viejo este!, Está casi en el otro barrio y tiene ganas de juerga,... ande que como lo agarre por mi cuenta, se le van a ir las ganas de tanta guasa.
Los tres sonrieron, con un amago de amargura el hombre, con pesar las dos mujeres. A todo esto, entró la Casilda arrastrando una tina con agua hirviendo.
¡Pos esto ánde va!
- La tía Carmen se apresuró a ayudar a esta con su pesada carga. Lavaron entre las tres y como mejor pudieron al paciente. Después de desinfectar parcialmente, se esmeraron en las piernas de este.
- ¡Pos digo yo! Que tengo un vinagre mu güeno pa estos casos.
La Casilda.
- ¡Vinagre!... Anda ya mujer, que si no hay otro remedio, tengo aquí alcohol... que aunque escueza como un condenao, es lo mejor para el caso... ¿vinagre? ¡Dónde se ha visto eso!
- Lo rebajamos con un poco de agua y algo hará.
Montserrat.
- ¡Alcohol!... Ni hablar, ¿están locas?... Con agua caliente ya va bien.
El Señor Pedro se negaba en redondo, que lo trataran con esos productos.
- ¿Quieren matarme a base de escozores?
Optaron por el remedio de la tía Carmen, hicieron una infusión con romero, tomillo y ajedrea.
La Casilda no hacía otra cosa que observar a su reciente inquilino temporal, se fue a hurgar entre sus escasas pertenencias. Esta dejó escapar un alarido de terror.
- ¡Pos esto qué es!... Esto está comío de miseria. ¡Este hombre está comío de piojos!... ¡Dio mío! ¿ En mi propia casa? ¡Nus vamos a llená tos!
- ¡A callá, queso se quita y no pasa na!
La tía Carmen.
A la Casilda le entró los ataques acostumbrados en ella.
La tía y Montserrat tuvieron que acudir a ella, esta pataleaba entre convulsiones e histerismo. Carmen ni corta ni perezosa le soltó un par de sonoras bofetadas de las que hace historia
- ¿No crees que te has pasado?
Le susurraba la Catalana a medias a esta en el oído.
- ¡No pasa na mujé!... Si los ataques son de verdad, ni se entera... y si le ha entrao de mentira ¡Pos que se joda y se rasque!... que se la tenía ganá de hace muncho... ¡Anda!, Vete pa la cama y que se pase allí la cojonera, que pa el apaño que haces tú aquí, mejó que vayas a dormir.
La Casilda, ya más tranquila, se incorporó y salió de allí. No sin acariciarse con disimulo el mentón que había recibido el impacto de una mano poco refinada.
- ¡Si me lo cuentan no lo creo!... ¡Palabrita del niño Jesús!
Besándose el pulgar este.
- Esto no es na señó Pedro, que si le dieran argo así, má a menudo... se le pasaban los ataques más rápidos.
Las dos mujeres siguieron con la tarea de terminar la cura. La tía sacó las sábanas guardadas y empezó a hacer tiras con ellas.
- Y esto que ves aquí.
Dirigiéndose a Montserrat.
- ¡Esto son las sábanas de la Ascensión o la Llanos! Que se volaron de las cuerdas hace ya algunos años, en vida de la madre del Miguel de la Llanos y la muy zorrona, las tenía escondías en su cofre, y mira tú, las cuñás peleas desde las reparticiones porque una acusa a la otra de haberse apropiáo de ellas.
- ¿La Casilda?
- La mesma... ¿Qué quieres que haga? ¡ Dárselas no puedo!, Que son capaces luego a luego esas, de arrastrarla por los pelos ¡ Y sarma la de Dio! Mejó que se quede to aquí dentro.
Mirando suplicante a la otra.
- Por mí de acuerdo... ¡Yo ni he visto ni he oído nada!
Después de aseado, Don Pedro ya parecía otra persona.
- ¡Y ahora! A donmí un poco, que güena farta le hace... ¡Ya me pasaré a darle una huerta!
¡Ah! Y no se olvide del aguardiente, ¡cierren ustedes bien la puerta!... Y que esa cosa no entre.
Refiriéndose a la pobre e histérica Casilda.
- No pase usté pena que esa ya ha tenío má que de sobras, y de lo otro, no pase usté pena, que agora mesmo estamos aquí con tres vasos y una buena botella ¡qué farta nos hace a los tres!
Y salieron portando las ropas desechadas de este.

El tío Vicente se encontraba reunido con un grupo de hombres, en casa del Miguel de la
Llanos mientras daban buena cuenta de una sartená de migas con tocino, acompañado esto de un bien escaso y avinagrado vino de la cosecha del 33. El Miguel se guardaba bien en no sacar el vino de esta ultima cosecha del 34, con el pretexto de seguir este en fermento.
El pedrisco que asoló la zona poco antes de septiembre, fecha de la vendimia, lo había arruinado todo, llegó sin previo aviso y fulminante, como siempre ocurre, como por arte de magia, sin poder remediarlo.
La Casilda lo achacaba todo a los pecados de los ateos y a la manía que estaban tomando los pobres de siempre, en querer tener más de lo que les correspondían.
- ¡Qué si han nacío probes!... ¡Pos qué se jodan!... ¿ Qué curpa tenía naide?

- ¡Pos a mí que me paece questamos metíos en un buen embrollo! Que por la cabezonería de un viejo vamo a poné a to lardea manga por hombro... ¡vamo, digo yo! ¿Ánde sa visto argo así? El Cristóbal.
- ¡Pos digo yo!, Que cuando se muera el viejo ¡la cebá al rabo!, Que ya está bien questén aquí... como pa que saga una burrá así.
El Miguel.
Al tío Vicente se le notaba taciturno y cansado.
- He dado mi palabra... además, el bancal es mío... si alguien se opone que lo diga claro,
el único que puede oponerse es el padre Joaquín y él también ha dado su palabra.
El padre Joaquín solo había dado su palabra a medias, pero el señor de la Umbría así lo dijo y como siempre digo... escrito queda.
- ¡Yo no digo na!, Pero al probe Antonio hay quenterrarlo como Dio manda.
El Cristóbal.
- ¡Dios no dice cómo hay quenterrar a naide!... ¡Dios no pinta na aquí!
La Llanos entrometiéndose en la conversación de los hombres.
¡Quésto hay que apañarlo aquí y ya!¿ Quése hombre quiere eso?... ¡Pos se hace eso!
¿Y a ve quién va a decí argo?... ¡Pos fartaría más!... Y si pasa argo, ¡pos que venga el Obispo! Y diga lo que tenga que icir, y si no viene, ¡pos que le dé por saco!... ¡Vamos! Pos digo yo. ¿Qué farta nus hace?... ¡Vamo a ve, al probe Antonio, va bien que sentierre en casablanca, quel probe no ha podío ni icir esta boca e mía! ¡Qué Dio lo tenga con él en su Gloria!
Persignándose esta.
- ¡Pero al otro!... Pos sentierra y santa pascua bendita.
La Llanos sacudiéndose las manos.
¡Paece mentira mujé!¿Quién te manda a ti, hablá así? Esto no e pa hablarlo tan de pronto. Questo hay que hablarlo con la cabeza bien sentá.
¿Bien sentá la cabeza? Yo la tengo bien sentá... vusotros seis los que solo hablá y hablá y no haséis ná.
Esta se giró en redondo y los dejó allí con dos palmos de narices, esto le cayó al Miguel, de lo que se dice nada, pero nada bien.
¡Pos me cago yo en esta mujé! La muy samuga siempre tiene que decí la úrtima palabra... Pos na, que por mi parte está to arreglao, ¡palante! Ya se verá cómo sapaña esto.
- Pos yo, lo mesmo... que si el tío Vicente dice que sí, pos yo no tengo má que decí.
El Cristóbal.
¿Y tú qué tienes que decí, Eustáquio?
¡Qué voy a apañá yo! Pos, lo que sapañe, bien apañao está.
El tío Vicente se levantó de su silla.
- Voy disponiendo el entierro de los dos muchachos.
Y salió de la casa.

En el improvisado poblado, las mujeres y algunas niñas de mayor edad organizaban la comida.
Mientras tanto y a una considerada distancia, los hombres y alrededor de una fogata estaban reunidos en concilio. Estos invitaron al señor Vicente a que se reuniera con ellos.
- ¿Qué se va a hacer con el payo? Nosotros somos responsables de él.
Josep.
- El compañero Antonio, no es de por aquí, aún no sabemos si lo reclamará alguien. Hilario es el que tiene que decidir... es el único que puede decir algo... y en estos momentos no está para nada ni para nadie.
El tío Vicente.
El gitano de mayor edad, al parecer, tomó la palabra.
- Ese muchacho nos pertenece mientras no haya nadie que diga lo contrario, él dio su vida por uno de nosotros... y eso lo convierte en otro de nosotros, es una deuda que tenemos que pagar. ¿Qué Antonio dio su vida por uno de vosotros?
Vicente.
- Así es, él pudo escapar o seguir escondido donde estaba. Pero por causas que no entendemos ni podemos explicar, salió de la nada y se enfrentó a esos matones.
El tío Vicente no comprendía nada, sentía su cabeza abotargada con una presión nunca antes sentida.
- ¿Qué a los muchachos los asesinaron unos matones? Eso es inaudito, Antonio no tenía enemigos.
- Tampoco nuestro muchacho, él solo se adelantó para busca un lugar bueno para pasar la noche. Al parecer, la mala suerte le acompañó ese día. Pero los otros, les acompañan en el otro mundo. De eso no nos cabe ninguna duda.
El tío Vicente tuvo un presentimiento atroz.
- ¿Cuántos eran?
- Tres.
- ¡Tres!
- Eso se ha dicho.
- ¿Qué habéis hecho con ellos?
- Por eso no hay problema, están en el fondo de un pozo, en el primero que encontramos.
El tío Vicente suspiró para su adentro, casi no le cupo la menor duda de quiénes se trataba. Eso era de esperar, sino hubiesen sido estos, habría sido otros.
El tío Vicente se estremeció, por momentos había pensado en Cristóbal.
- Ya tengo el lugar adecuado para enterrar a los muchachos, ellos serán los primeros en ser enterrados en ese lugar, pero puedo asegurar, que no serán los últimos.
El tío Vicente ya tenía pensado desde hacía algún tiempo construir un cementerio en la aldea y este era el primer paso. Más adelante ya se arreglarían los papelotes.
Pensaba.
- Ahora, pueden estar tranquilos, hablen con el padre Joaquín, él sabe el lugar elegido.
- Este payo, es mucho payo, ¡qué lastima que lo sea!
Pensaban más de uno y más de tres.
- Ahora tengo cosas que hacer.
Con esto, el señor de la Umbría se levantó y abandonó la asamblea.
El tío Vicente buscó y rebuscó entre un grupo de niños, que jugaban entre los carromatos.
La miseria era patente. Algunos se rascaban con esmero la tiñosa cabeza.
Encontró a su primogénito arrebujado bajo unas jarapas acompañado de algunas chiquillas de su edad.
Este cogió a su hijo por un brazo y salió de allí, camino al valle. El zagal no estaba acostumbrado en seguirlo de esa forma urgente e iba al trote al paso de su padre.
Ya en el valle lo hizo sentar en el suelo.
- ¿Ves todo esto?
El crío se quedó asombrado por la pregunta de su padre.
- ¡Lo ves! Esta tierra me pertenece, perteneció a mi padre y anteriormente, a mi abuelo y antes de a este, al padre de mi abuelo, y así sucesivamente generación tras generación.
Esto, ya te va perteneciendo a ti, y después pertenecerán a tus hijos, porque así ha de ser.
La tierra hay que explotarla, sacarle el fruto, pero cuidarla al mismo tiempo.
Si la maltratas, ella hará lo mismo contigo y no obtendrías nada de ella. ¡Y que te entre en esa cabeza!
La tierra es lo único realmente vivo, ella queda cuando nosotros nos vamos; y ella seguirá dando su fruto a los que lleguen después. Es una cadena.
Te puedo asegurar que si la abandonas, perderás tu identidad... porque tú eres hijo de ella.
No ambiciones nunca poseer más de lo que te corresponda. Porque ella es en verdad quien te pose a ti. ¿Comprendes?
El crío hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
- No la menosprecies, ante todo no la menosprecies. La tierra te enseña, la tierra te da, porque es generosa y sabia.
El día que el hombre la abandone, ese día el hombre olvidará lo que es, perderá su libertad... Lo perderá todo.
Y ahora, déjame solo, tengo cosas que hacer.
El Tomasín, no se lo pensó dos veces y salió corriendo, camino abajo en dirección al improvisado poblado gitano.
Posiblemente allí se encontraría de nuevo con su amigo Miguelín y con sus recientes nuevos amigos.

El tío Vicente se quedó largo rato, con sus cansados y tristes pensamientos. Anochecía, él aire traía consigo ese olor peculiar a aguanieve. Se estremeció de frío y consiguió levantarse al segundo intento.
Tomó el camino de la finca de las Carracas.
En aquella época del año, no era muy seguro vagar por la zona sin ir bien armado o al menos en grupo.
Un ruido entre los matorrales, le sacó de ese estado irreal en el que estaba sumido.
Se dirigió hacia él, y allí descubrió uno de los mejores y bien guardados secretos de la madre naturaleza.
Una hermosa hembra de jabalí, paría a su prole, el tío Vicente se quedó agazapado tras los matorrales, no se atrevía a mover un músculo, algo así no sería nada fácil de contar.
No tenía conocimiento de que algo de esta envergadura se hubiera repetido anteriormente.
El parto de la hembra del jabalí era un misterio, aún por descubrir. Y además, esa hembra estaba pariendo fuera de temporada. El tío Vicente se sentía hechizado.
- Esto solo puede ser el augurio de algo.
Pensaba.
Una sensación de júbilo lo embriagó hasta lo más hondo de su ser.
Se fue arrastrando como pudo, por dejar que la magia del momento no se rompiera.
Siguió su camino, dando un rodeo a la aldea. No se sentía con ánimos de continuar con más tertulias por ese día.
La tierra y sus crías, las crías y la tierra, codo con codo trabajando juntas, hacen posible la vida. Las hace posible, porque es lo mismo, porque es la misma cosa.
A lo lejos pudo ver y oír a unas mujeres que volvían algo tarde de hacer su colada en el abajo. Cargadas con sus cestos a la cadera, parecían puntos de luz, luciérnagas que iluminaban la Tierra.
Las mujeres cantaban a pulmón abierto, sin ningún tipo de recato, creyéndose estas que estaban solas.
De los cuatro muleros
De los cuatro muleros
De los cuatro muleros
Que van al río,
que van al río
Yelde la mula torda,
Yelde la mula torda
Yelde la mula torda
E mi marío e mi marío.
¡Yaique me quivocao
¡Yaique me quivocao!
¡Quél de la mula torda e
mi cuñao.
E mi cuñao


Vicente dejó pasar la reata de mujeres. Lo que menos deseaba en aquellos momentos era, que se percataran de la presencia de este.
El tío Vicente se sonrió y siguió su marcha. Anduvo un gran trecho, monte arriba, por fin alcanzó la cima de las Carrascas.
A la izquierda se podía contemplar todo el valle de la Umbría del que tan orgulloso se sentía, aunque el cambio que había sufrido había sido mucho.
Aún le quedaban algunas zonas verdes a lo largo del sendero, y su árbol allá en lo alto seguía, seguiría para siempre intacto. Su valle labrado estaba triste, desolado. Este pensó que con la mutilación de su hierba verde, esponjosa y suave ya no volvería a ser un valle, nunca más sería su valle, nunca más volvería a manifestarse la vida en él.
Vicente se sentó en un risco, triste y melancólico, recordando los días que disfrutó junto a su padre en aquel mismo lugar.
Unas lágrimas brotaron de sus cansados ojos, que no hizo nada por disimularlas, las dejó salir sin reprimirlas.
Vicente escucha bien y aprende el sonido del viento, la hermosura de la tierra, se manifiesta esplendorosa.
Esta tierra de nuestros antepasados muertos, está viva. Prevalecerá para siempre, es lo único que perdura.
Cuando ni tú ni yo estemos aquí, ella seguirá en pié. Educa a tus hijos de la misma forma que yo te educo a ti. Y los hijos de tus hijos amarán esta tierra tanto como tú y yo la amamos.
El niño Vicente de entonces no comprendía apenas lo que su padre le explicaba, se entretenía con el vuelo de cualquier juguetona mariposa o rastreaba con los ojos las posibles madrigueras de los conejos libres.
Hoy, después de tantos y tantos años que lo separa de aquellos momentos, sentía la presencia y voz de su padre más cerca que nunca. Este le susurraba al oído palabras, palabras llenas de amor por la tierra viva.
Se alzó y vio a la aldea, tranquila, serena.
Algunos transeúntes se veían a lo lejos caminar con la cabeza gacha, como sino llevaran prisa por llegar a ningún lado, a ninguna parte, después de una larga y agotadora jornada de trabajo.
Al mulero se le veía caminar parsimoniosamente, apoyado en sus recuas de mulas, al punto de abrazarlas.
- ¡Ya viene repleto de vino!
Pensó.
La mulera le salió al paso del camino, con las manos apoyadas en las caderas.
El tío Vicente volvió a cambiar de posición visual, con una sonrisa triste. No le interesaba inmiscuirse en los problemas familiares y privados de los demás.
Desde la distancia en que se hallaba, era imposible oír nada. Pero con la mulera todo podía ser posible, con ella se podía esperar todo. Desde dar el último trozo de pan de su despensa al más necesitado, hasta dar una paliza al más valiente que se pusiera por delante y en estos momentos, el mulero, es decir, su marido, recibiría algo.
El valle de la Umbría le hizo volver a sus pensamientos anteriores.
- La tierra perdura, la tierra, tan solo la tierra, pero ¿ y la hermosura de esta? ¿Dónde está?
¿Qué hacemos con ella?


En las casas de abajo le estaba esperando el padre Joaquín, este le salió al paso.
- ¿ Se ha vuelto loco? Esto va más allá de lo que se pueda pensar. ¿Cómo puede pedirme algo así? ¡Enterrar a dos seres humanos en un bancal! Como si se trataran de dos bestias.
Son cristianos, y a los cristianos hay que darles un digno entierro cristiano.
Vicente se le quedó mirando al cura.
- ¿Cristianos? ¡Ah! Pues entonces, bendice la tierra.
- ¿Piensa que eso es tan fácil?... Llegar y besar al santo, yo no puedo hacer eso. Se necesitan permisos especiales.
- Tienes el mío, y el de los parientes más allegados de los difuntos. ¿Qué más se precisa?
- Se precisa el de la Iglesia, el del Ayuntamiento correspondiente... ¡ Qué más quiere!
- Tú eres la Iglesia en la aldea y Cristóbal la autoridad, ¿eso no basta?
- ¡Eso no basta! Mire señor Vicente, que nos podemos buscar un buen lío.
El cura intentaba convencer al tozudo Vicente.
- Joaquín, hijo, no pierdas el tiempo aquí y conmigo, hay mucho que hacer, está decidido.
Lo haces tú, o lo hago yo. Nunca te he negado nada, has hecho con mi persona y mis cosas lo que has visto correcto. Nunca me he quejado ni te he negado nada. Ahora te pido solo que me ayudes a llevar esta carga tan pesada. Joaquín, ayúdame.
El tío Vicente se le quedó mirando. El padre Joaquín fue incapaz de soportar la mirada suplicante de este. Sintió en lo más hondo de su ser, el amor de todo un pueblo, y a la vez la tragedia de la humanidad. Este hombre no puede ser de este mundo, este hombre echa por tierra todas mis creencias. Me desarma. El padre Joaquín, puso su mano sobre el hombro del tío Vicente.
- ¿Quién soy yo, para negarle a usted algo?
Y se marchó.

Nunca se dijo abiertamente, pero se comentaba y se seguirá siempre comentando, en los momentos más íntimos, al calor del hogar de las casas.
Aquel día, Vicente, el tío Vicente, el señor de la Umbría, lloró sus últimas lágrimas.
Lloró por él, lloró por el compañero perdido, lloró por la humanidad.

El entierro de los dos muchachos se celebró por partida doble. Es decir, por el rito gitano y
el rito payo. Aquel día se selló una alianza en la aldea entre las dos culturas.

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