lunes, 31 de mayo de 2010

Capítulo III- El dispensario

Capítulo III- El dispensario

El invierno había dejado paso por fin a una primavera algo tardía, las mieses iban tomando un nuevo impulso bajo un sol tímido que se resistía a mostrarse pleno.
Los ardores de la naturaleza por salir y mostrarse en todo su esplendor, hacía que los aldeanos se sintieran rebosantes de una energía renovada. Después de haber dejado atrás las penurias de una cosecha de oliva algo deficiente para paliar las necesidades más elementales de supervivencia. Las nieves y fríos a deshoras habían congelado el fruto tan preciado por los aldeanos en pleno desarrollo.
Los ardores y picazones del Eusebio se dejaban palpar en el ambiente con igual intensidad que los primeros brotes de alfalfa.
A nuestro hombre le sudaban las manos y otras partes más intimas con solo conmemorar su aproximación a la María.
No perdía ripio en hacerle visitas relámpago en el pequeño horno que ésta regentaba, y esta mañana de mediados de abril, el Eusebio se sentía más acalorado que de costumbre.
Quería, más bien pretendía que de una vez por todas su María se rindiera a sus pies, bueno, que le diera un poco de esperanzas, que para él, que solo había recibido de esta muy desarrolladas calabazas ¡ ya se daba por más que satisfecho, es decir, que ya estaba más que bien!
Sacó por enésima vez valor para enfrentarse al problema que tanto lo hacía sufrir y palidecer, e intentó coger al toro por los cuernos.
- Pos mira, María... que ya tengo arreguntao má que la úrtima ve que té vide. Que daquí a un año ya nos poemos casá.
Le contaba el Siete capotes a la María la panadera.
Ésta que no paraba de amasar la harina en su pequeño horno casero y le echaba una mirada de vez en cuando de reojo.
- ¡Cucha María!, ¡Que dende que vide yo que te hasías una mujé tan bien plantá y tan desente! No pueo comé, no pueo donmí, ¡no pueo haser na! Solo que tú tié que sé mi mujé.
La María amasaba y amasaba, de vez en cuando se restregaba el moqueo con el puño de la camisa, pero de amasar no paraba.
- ¿Dime argo mujé? ¡Güeno o malo! ¡Que uno está que no saguanta!
La María, amasaba y suspiraba.
- ¡Ay, hijo!... que una no pué escuchá estas cosas... que tavía lleva er luto de mi probetico padre, que tavía el probe tié questar calentico, en su tumba. Esperate tú a que pase los cinco años der luto... y despué hablamo, ¡Y dejame... que se va a corta la masá!
- ¡Mujé! Que tu padre se murió hace má de tre año! Que pa un casorio se pué quitá er luto.
La María, ya empezaba a impacientarse.
- ¡Cucha! Una e una mujé mu probe, pero mu desente ¡tú te larga daquí agora mesmo! ¿Qué dirán por lardea de mí? ¡El Usebio pretende a la María!
- ¡Bueno, mujé me voy! Pero dame un beso ante dirme.
El Eusebio, o más conocido por Siete capotes, se le acercó a la María, casi al punto de rozarla.
El pequeño Tomás y el Miguelín, este último hijo de la Gloria y el Ñoño, siempre andaban rondando por la panadería, más que por nada, para ver si la María les daba algún picatoste o algún mazapán, esto último estaba más difícil de conseguir por aquellos tiempos, pero si caía, pues eso que se llevaban al estómago.
Entraron sin avisar en el diminuto y atestado dispensario, que hoy y al parecer ardía más que nunca.
- ¡Éjame!
Gritaba la María.
-¡Pos nó te ejo!
Le replicaba el Eusebio
- ¡Pos tú, ejas a la María! Agora mesmo.
Gritaba el Tomasín, intentando dar unos puntapiés a este.
- ¡Cucha!... Él “cambia el duro”. ¡Odo!... Hijo, questo e cosa de mayores, vete tú a jubar... ques lo tuyo... y ¡éjanos a los mayores, con nuestros quehaceres! ¡Ya podéi decí, que la María está ennoviá!
- ¡Pos, tú eres él Siete capotes!... y a la María la pretendo yo, yo, y er Miguelín.
Señalando a este otro, que lo único que hacía era saborear el exquisito moco que le colgaba de vez en cuando.
A la María le entró tal ataque de risa, que dejó caer el amasijo que sostenía en las manos.
- ¡Pos, agora!... ¿Quién me va a pagá a mí, este desperdicio?
- ¡Pos mujé... ¿Quién va a ser? ¡Pos él cambia el duro!
A Tomás, le cambió el color de la cara, echó mano a la bolsa de cuero que le colgaba de la cintura, pasmado.
- ¡Pos yo no pago na!... ¡pos yo no tengo una pelra!
Tartamudeaba y cogiendo al Miguelín por el brazo, salieron del horno, que este seguía ardiendo y más ardiendo.
- ¡Pos mira María... que to está ya dicho, que pa la primavera, ¡Ea! Nos casamos, y que venga lo que tenga que vení.
- ¡Cúchame tú agora! ¡Qué yo no me caso ni contigo, ni con naíde!... ¡Qué la gente de bien pensá, ya no se casa! ¿Y eso de andar arrejuntá?... ¡Vamo!... Que ni jarta de vino. ¡Qué yo, ya sé mu bien lo que voy a haser! ¡Tentera!... Fuera daquí, y mañana, tan güenos amigos, ¿Pos abrase visto tío más cansino que este?
El señor Siete capotes estaba perplejo, no se había imaginado que la María... su María tuviera la lengua tan afilada y suelta.
- Bueno... mujé, hasta mañana... ¡A ve si está tú má tranquilizá y mejó pensá!
- ¡Adió... Usebio!
Y que te den morcillas.
Pensó esta.
Eusebio salió, tropezando con todos los elementos que ocupaban el más bien escaso espacio del dispensario.
La verdad, es que no se dio por aludido, por la negativa de la María. Para él era solo una forma de mantener su reputación bien a salvo... una estrategia de mujer honrada.
- ¡Pos pa la próxima vez, ya la tengo convencía!
Se consolaba este.
A quince metros del dispensario, Tomasín y Miguelín, hacían su guardia como buenos sabuesos protectores de su territorio.

Frutos, ha comprao una cama...
Pa casase el catorse,
Y ha subío a la retama
Y no pué se entonses.
Frutos como era tan tonto,
se marcha para el Charcón,
Y allí ha estao cuatro días
y el dieciocho golvió.

Y haciéndole un corte de mangas a Eusebio, salieron corriendo los dos zagales, temerosos de que las largas piernas de Eusebio les diera alcance.
¡Pos me cago yo en estos criaturos! ¡Ven aquí cambia el duro, que te voy yo a cantá otro cante mejó... pos no que le doy un tabanazo y le güervo la cara al revés! ¡ Te voy a cortá una oreja! La Casilda, que pasaba por allí, casi tropieza con este, que iba hablando al parecer solo. ¡Dios, sabría las maldiciones que iría echando por la boca.
- ¡Bueno ojo te vea Usebio!... ¡pero más respeto con las mujeres casá! Que casi me roza, y a luego y a luego la gente no e siega y empiesa a hablá y hablá, ¡Vamos, que una sin haser na ni pensar na! La tienen en entre ojo.
Decía la señora de la Umbría haciendo ademán a este y ciñéndose las faldas a más no poder.
- ¡Perdón mujé! Que uno anda to confundío ¡Qué cómo atrape a su guacho! ¡No sé que pué pasá! Ques que ya está uno arto de to, hasta de tanto cavilá y cavilá.
- Po pa eso e salío yo, que llevo to er día sin vele el pelo al guacho y una ¡Claro está!, Si no e pa una cosa así, no sale nunca de los portales de la casa. Que una e mu recogía y mu de su casa. ¡Ay! Y con lo solica que está una, dende que su probe madre se fue a otra vida mejó, ¡Ay! La probe ya no tié que padecé ¡Tanto como ha padecío en esta vida!
Decía esta, arreglándose el pañuelo negro que le cubría la cabeza. Y enjugándose unas lágrimas ya algo rancias y dudosas.
- ¡Na mujé!¡ Si uno no dice na! Que a luego a luego, sin hicir na, y sin haser na. ¡To se sabe!- Decía este, encogiéndose de hombros.
- ¡Pos na Usebio, que cuando tú quiera me lleva a la casa un par de sartenes, ¡pero desas güenas y grandinmas de los mataeros, que me quedao de tanto haser de comer pa tos, sin ninguna güena.
- Así lo haré mujé, y cuando encuentre al zagal, me lo manda pa mi casa, ¡Qué le voy yo a enseñá arguna coplilla mía!
- ¡Así lo haré buen mozo! Y allí estamo, pa lo que haga farta.
El pobre Eusebio, se trastornó algo más de lo que estaba.
- ¿Pa to lo que haga farta mujé?
- ¡Adió, hombre! Y ya sabe tú questoy siempre recogía en la casa.
- Adió mujé ¡ya me pasaré!
Y la Casilda siguió su camino por la cuesta abajo en dirección a las oliveras de las casas de en medio.
No había una explicación por la que ésta cogiera ese camino y a esas horas de la tarde. A escaldarlas seguro que no se encaminaba, compuesta con sus mejores zapatos y moviendo sus posaderas más de lo permitido por las costumbres de la aldea.
El pobre Eusebio se volvió para contemplarla. Pensó lo que pensó y siguió su camino, haciendo memoria de algunas coplillas que había aprendido por esos mundos de dios.
- ¡Pos ésta no está mal! ¡Cuándo lo atrape, se la meto en la cabeza! ¡Hasta que se la aprenda entera!¡ ¡Me cachi en die! ¡Pos claro que se la aprendo! ¡Pos fartaría más!
- ¡Adió Tomasa!... En cuanto vea al Tomás, el del tío Vicente, lo manda pa mi casa.
- ¡Así lo haré Usebio!... y quel señó tacompañe.
El caso es que la Tomasa no tenía que hacer nada en los portales de su casa,...
¡Pero, claro! Había presentido gente fuera y salió.
- ¡Pos lo mesmo, se rifa argo!
Pensó.
- Y si se rifa argo y me toca a mí... ¡Pos eso que me meto pa dentro!
Pero allí no se rifaba ni vendía ni regalaba nada. Solo eran el Eusebio y la Casilda.
La pobre mujer no se pudo llevar nada, pues sus orejas no le daban para tanto.

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