lunes, 31 de mayo de 2010

Capítulo X- La expropiación de la tierra

Capítulo X- La expropiación de la tierra

Agosto llegaba a sus finales y los ánimos de los aldeanos se enfriaban y caldeaban como en el resto de España.
Las noticias que llegaban no eran nada alentadoras. Grandes revueltas por aquí, pequeñas victorias por allá.
El desconcierto general no pasaba desapercibido por ningún rincón, las habladurías de un golpe militar, tensaba los nervios del más excéntrico, porque la junta gestora no se suponía una fuerza alentadora ni homogénea para la supervivencia de un estado democrático y mucho menos social y equitativo.
También los había que no perdían las esperanzas, de los que pregonaban que aquí no pasa nada, ¡qué ante to pa eso semos tos Republicanos!
- ¡Odo, que sí lo semos!... ¡hasta el Gobierno lo es!
La tierra era ajena a las quejas humanas, solo con lluvia y sol se mantenía viva.
Pero si querían sacarle su fruto, habría que comenzar de nuevo.
Era la época de los labradores, antes de que llegaran las primeras lluvias de septiembre, la tierra tendría que estar bien labrada, para poder recibirla por sus poros sedientos.
No había descanso para esta, ni para los campesinos.
El señor de la Umbría, se sentía morir en esos días.
Habían acordado, aprovechar la época de comienzo de la primera labranza, para dar una primera batida al valle de la Umbría.
Este pensaba meses atrás, que todos habían olvidado la promesa forzosa hecha de cederlo, para la plantación del azafrán, de manera cooperativista y en beneficio a la aldea.
Se le veía taciturno, malhumorado, sus sentimientos estaban entrando en una contradicción, difícil de superar.
No le importaba en lo más mínimo, que sus tierras, las tierras de sus antepasados fueran reclamadas por los campesinos para el control en una explotación cooperativista, eso no le quitaba el sueño.
Pero al valle de la Umbría le iba a ser insufrible verlo desnudo. Era lo único que había quedado intacto y libre de la mano del hombre por la zona.
Había pasado muchos y largos días de su infancia, recorriéndolo de la mano de su padre.
Un hombre, que había sabido vivir con y para la tierra.
Ellos dos habían plantado el único árbol existente en esas cuarenta, aproximadamente, fanegas de tierra virgen.
Lo habían plantando en lo más alto del valle, culminando su cima, como pretendiendo así, de esa forma, que la tierra se uniera con el cielo. Su padre así se lo había explicado infinidades de veces.
- Algún día, cuando menos te lo imagines, alcanzará la altura suficiente y desde su copa podremos alcanzar el cielo, lo podremos tocar con nuestras manos. El niño Vicente subía al valle, algunas veces acompañado por el padre, otras solo. En cada una de estas visitas, hacía una muesca en la corteza de este y se medía con él. Solo después de muchos años de haber estado su árbol alimentándose de lluvia y tierra, el joven Vicente pudo llegar a su cima, y por un momento pudo creer que lo había conseguido. Y ahora se lo querían arrebatar.
La tía Carmen lo dejaba estar, a sabiendas por los momentos que pasaba este, e intentaba por todos los medios no entrar en detalle en lo concerniente al valle.
Dejaba que todo transcurriera por los pasos que a esa situación, los encaminara.
La Casilda por su parte, no perdía ripio en sacar el asunto a colación, así es, que el señor Vicente, paraba poco por la casa. Siempre tenía algo que hacer fuera de esta.
El día que se fijó para emprender la odisea de limpiar y preparar el valle, Vicente preparó el caballo y salió de la aldea, con el pretexto de hacer, no se sabía a ciencia cierta qué papeleo en Lietor, este no volvió en una semana.


Aquel noviembre no pasó exento de emociones. Cuando menos se lo esperaban, y a fuerza de costumbre de verla empotrada en su inseparable cama, a la Antonia, madre de Eusebio y demás hermanos de este, se la encontraron muerta, como se suele decir ” hecha un pajarete”. Con él agravante, de no haber dicho ni pío. Y si lo dijo, nadie había estado cerca para oírselo decir.
Los aldeanos, comenzaron a ir abandonando sus quehaceres diarios programados de antemano.
Para colmo de males, el padre Joaquín había salido días antes rumbo a Barcelona, su tierra natal.
Algunos comentaban que lo había hecho por remordimientos, por haber casi obligado al señor Vicente el de la Umbría a desprenderse de su valle. Todos se lamentaban de la barbaridad que estaban cometiendo a sabiendas, contra los sentimientos y moral del señor de la aldea, pero la ilusión de quizás coger algún pellizco extra, era más fuerte que sentarse a recapacitar.
Lo siento Eusebio, pero no pasa nada... ha ocurrido lo que tenía que ocurrir, ¿para qué tanto sufrir? ¿Para qué tanto padecer? Cómo padecía la pobre, el señor se la ha llevado con él y nada más... la vida tiene que seguir para los que aún estamos en ella.
- Tié osté rasón señor Vicente, pero como madre solo hay una... y con la fe que le tenía al padre Joaquín y él no está aquí padarle el úrtimo sacramento, cuando él güerva, le va a dar muncho pesar al probe.
El Pepuso que andaba balanceándose de un lado a otro con la cabeza gacha, se unió a los dos hombres.

Parirás con dolor
mujer de la labranza.
Parirás esclavos
para la estéril tierra
tus huesos irán a parar a ella,
tierra por la que vives
ningún ser te recordará
tus hijos emigrarán cuando desaparezcas,
tus huesos al fin descansarán.

Los dos hombres se miraron asombrados, sin poder reaccionar.
- Esto lo he escrito para tu madre Eusebio y espero que no te enfurruñes conmigo, lo he hecho con buena fe, con buenas intenciones, así lo siento.
Al Eusebio le vinieron unos lagrimones de los de aúpa, y se echó al cuello del muchacho.
- Tú eres un hombre mu hombretón hijo... ¡Cómo voy a enfadanme contigo! Con un hijo tan bien parío, porque tú eres un buen parió.
Vicente desapareció de la vista de los dos hombres.
Las comadres plañideras, seguían con sus tareas de recordar las hazañas de la difunta.
- ¡Pos esto sí questá güeno! Ha dejao la casa esjarrá por la mitá. ¡ Ay!... sin una madre que la cuidie.
Una de tantas, y esta una, mira de reojo a la María.
- ¡Ay!... ¡Con lo güena quera la probe!
Otra.
- ¡Con lo sufría quera!
Ídem.
La María la panadera, junto a las demás comadres no decía ni esta boca es mía. Se limitaba a cumplir con sus tareas de vecina, es decir, velar por la difunta.
El Antoñuelo intentaba pasar desapercibido, pero no quitaba el ojo de encima a la Llanetes, hija de como ya sabemos de la Llanos y el Miguel.
- Pos esta sí que es una güena hembra, con dos güenos cántaros... Y ademá con güenas tierras, esta sí que es un buen partío.
Y meneaba la cabeza.
- E menester echar un poco palante, y to arreglao. ¡Pero está el asunto de la Teodora! Que un día destos me lanzo pa ella y no sé lo que va a pasá aquí. ¡ Odo, si es que a uno le gustan toas!
El Eusebio le hizo una señal para que se le acercara, al no tener contestación por su parte, pues este seguía con sus asuntos particulares, el Siete capotes optó por acercársele.
- ¡Anda hijo! Vete con el de la Jacinta y el Manolo, pa avisa al del carro, questé preparao por la mañana trempano... que a la madre hay que llevarla pa la iglesia de Casablanca, pa que el cura le diga to lo que le tenga que icir. ¡Quél cura ese dice, que pacá, ¡no viene ni amarrao!... el probe se ve que tié miedo, de andá por ahí solo.
Este, se incorporó de la silla que ocupaba.
- Agora mesmo voy hermano, que uno anda mareao de tanto y tanto pensá.
El Siete capotes se puso en su lugar.
- ¡Pobre criaturo! Ha sío un gorpe mu juerte pa él.
Pensaba desatinadamente.
Este que había recibido el golpe tan duro y acompañado por el Pepuso, tomaron la puerta de salida.
El velatorio de la madre de Eusebio se celebró, como todos los velatorios de la aldea. Muchos ¡Ay!... Pero allí si que nadie dio nada.
El señor Vicente, el Ñoño, el Cristóbal, el Antonio y el Eusebio fueron los últimos en despedirla.
- Yo te digo Eusebio, amigo, que muy pronto se va a acabar esto de enterrar a nuestros muertos tan lejos de la aldea. Tengo metido una cosa dentro de la cabeza, que ya verás tú... ¡ya verás hombre!
El señor de la Umbría, rumiaba entre dientes por encima del hombro del Siete Capotes , pero este seguía en sus pensamientos y apenas escuchaba a su compañero de viaje.
- ¡Cuche! Señor Vicente, que agora tenemos que ver el asunto ese del partío... que a má tardá dentro de tres días tengo que pasanme por Hellín y llevar to mu bien aclarao.
El Cristóbal, que desde que el partido lo nombrara responsable pedáneo de la aldea, no paraba de meter en cada momento baza en los asuntos, de por decirlo así de Gobierno.
- Sí, así lo haremos al llegar.
El carro siguió su camino de regreso, muy tranquilamente, pero con una solana que hacía justicia.

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