lunes, 31 de mayo de 2010

Capítulo 1-El velatorio

LA ALDEA:
En la aldea (1933-36)



Tarde de invierno
Aunque oscura era,
Yo aún más oscura veía...
Que veía lo que mi ignorancia
Dejarme ver quería.
(El pepuso)

Capítulo 1-El velatorio

Siete capotes llegó a la aldea, envuelto en sus siete imaginarios capotes.
¡Rediez!, siete capotes y aún tenía frío.-
El señor Siete capotes, dentro de la miseria que portaba, se sentía satisfecho.
-¡Rediéz! Siete capotes y aún tengo frío.
El caso es que el mencionado señor, solo poseía entre otras tantas miserias, una raída capa cosida mucho antes de que él naciera.
Seguido por su siempre cabizbaja vieja mula, que con tantas comezones y tiña arcaica, era difícil que pasaran desapercibidos allá por donde iban.
El color de esta era lo de menos, pues entre los muchos adornos de campanillas y cencerros y cargada hasta lo indecible de botijos, sartenes y demás zarandajas, difícilmente se podía discernir el grisáceo de su rala pelambrera.
El caso es que estos dos, amo y amiga, se recorrían las aldeas de una en una voceando.
-¡Botijos!... ¡Almirez!... ¡Sartenes!
El mes de marzo cortaba la respiración por esas llanuras.
-¡Cachi en die! A este paso... llego a la cuarentena y sin poer ahorrar unos reales.
El mentado señor y vendedor de cachivaches de cocina y otros menesteres, tenía como ya sabemos una vieja mula, herencia de su padre, que éste había ganado en una apuesta, al padre de la María la panadera, que más tarde hablaremos de ella, si se tercia y no se desvía la cosa.
Pero puedo asegurarles, que el mencionado recovero no pensaba otra cosa que llegara el día de poder devolver la mula a la María, día que veía cada vez más lejano y esto lo trastornaba más de lo que se atrevía a admitir.
La mencionada panadera, pensaba... bueno, eso se sabrá más tarde. El susodicho señor, volvía a la aldea después de muchos días de vagabundeo por esas llanuras quijotescas.
Entre la capa raída por los años, las alpargatas envueltas en piel de conejo y rellenas de hojas de periódicos para mantener los pies bien calientes y los calzones ennegrecidos por las muchas capas de suciedad, al señor Siete capotes, no se le veía tal señor por ninguna parte. El tal, amaba profundamente la libertad, con igual intensidad que a la María, la panadera, se sobreentiende. -¡Pos na, que to er mundo duerme! ¡ Pos me cago yo en to! ¿Y esta es forma de recibir a los probes? Vicente, el tío Vicente o señor de la Umbría, tenía dos hijos, varón y hembra. Sus antepasados fueron los señores de la Umbría, nacieron, vivieron y murieron en la aldea. Siete o quizás diez generaciones atrás, fueron los primeros en poner una piedra sobre otra por aquellos parajes. Nunca se supo de donde salió el título de la Umbría, quizás, se lo sacara de la manga algún antepasado batallador.
Este título, su padre lo hizo desaparecer, muchos años antes de morir.
La saya no hace al monje, le repetía sin cesar.
Pero lo bueno de todo, es que a las generaciones sucesivas de Vicente, aún se les reconoce con tal título.
Como ya sabemos tenía dos hijos, también una mujer una suegra y una hermana, el hijo Tomás, la hija Isabel, la mujer Casilda, la suegra Fausta y la hermana Carmen.
Por aquellos años de 1933, el mencionado Vicente, era ya un hombre entrado en la madurez. Todo el pueblo lo veneraba por su sencillez y sentimientos. Hablaba de paz por doquier, de la igualdad que debería de existir entre los hombres y las mujeres... esto último, la mencionada Casilda se lo tomaba muy al pie de la letra.
Vicente era republicano, republicano de corazón, el más entendido de la aldea. Todo lo que ocurría por esos andurriales, pasaba por sus manos, fuera bueno o fuera malo. Por aquellos años, ocurrían muchas cosas de las dos clases, pero Vicente siempre encontraba solución a todo, poniendo especial empeño en que todos los implicados salieran lo más airosos posible del asunto a tratar y solucionar. Con su escaso metro sesenta y cinco centímetros y con el rostro bonachón con marcadas arrugas casi legendarias, el señor Vicente, podía imponer su criterio ante cualquier adversidad.
¡La fulana había robado una gallina a la mengana!
Pues nada, un guiso colectivo para la aldea, la fulana y la mengana ponen la gallina y las demás comadres, el hueso, el tocino, las patatas y las legumbres,
¡Todo el mundo, feliz y contento!
Que el Ciriaco ha dejado preñá a la Rosario, pues nada, que se tienen que casar y él es el padrino. Sí, todos decían que Vicente era un buen hombre, un sabio, un hombre entendido de todo.
Él soñaba como todo buen ser humano que se precie, en una tierra justa, en la reforma agraria.
Ya su padre, lo había adiestrado bien en esto.
-¡No tengas más tierras de las que puedan arar tus propias manos!
-¡No tengas nunca! Más bestias de tiro de las que puedas sujetar tú solo.
Don Tomás, el anterior señor de la Umbría se había liberado antes de morir, de casi la mitad de sus posesiones, del valle de la Umbría, ¡no!, Las fue regalando como aun se cuenta, a manos llenas. El bueno de Vicente tenía todo esto muy presente y se sentía muy orgulloso de haber tenido tan buen maestro, después de tan buen padre.
A la mujer y a la suegra, esto las hacía languidecer.
Por fortuna la Fausta murió un día.
El Tomasín, se sentía liberado de la abuela bigotes o “birotes” como él la llamaba, con su media lengua o su media gangosa lengua... Como otros decían.
-¡Ay! Tomasín, ¡hijo mío!
Decía la Casilda.
-¡La abuela Fausta se nos ha muerto... cuando más farta nus hacía!
El Tomasín, torcía el morro para sus adentro.
-¡Que sé jola!... Que tenía birotes.
Pensaba.
Y se iba a esconder al rincón menos imaginado de la inmensa casa de labranza o se acurrucaba en los brazos de su tía Carmen, a la que siempre este le preguntaba y hoy más que nunca.
-¿Tía, cuando yo sea mayol, tendé una mujé con birotes?
-¡Ay, hijo mío!, Eso nunca se sabe, puede que algún día, sin que se sepa cómo, nos salga bigotes a todos.
Al Tomasín, no le convencía la respuesta de la tía.
-¡Chacha!, ¿Y si se refriega la cara con una pielda, se pué caé el pelo?
La tía lo miraba con asombro.
-Este sobrino mío, ¿Es tonto de remate o por el contrario es un genio?
Mascullaba para sus adentros.
Pero el crío no paraba de darle vueltas y más vueltas al asunto. La tía lo quería como a un hijo suyo, ella no se había casado, y no sería por falta de pretendientes, propios de la aldea y de los alrededores.
Su fama de moza bien plantada y con posibles más que suficientes, hacía de esta un buen partido. Pero la tía Carmen no se dejaba engatusar tan fácilmente en el juego de juntar haciendas y dotes.
A sus casi treinta años y una estatura que sobrepasaba a la media de la aldea, algunos pensaban que tuvo que ocurrir algo raro a la hora de nacer, puesto que tenía la estatura de un hombre y el mal genio de dos, al menos.
Su esbeltez la hacía casi desgarbada, pero hay que reconocer que, el mucho sebo, en aquello tiempos era sinónimo de buena alimentación y salud.
Solía ir por casa con su melena suelta, y ésta le llegaba casi a la altura de las caderas con ondulaciones incluida.
Lo que más llamaba la atención en ella eran unos labios generosos y prietos, que hacían sonrojar a más de uno y más de dos, confundirlos, con ese aire aún aniñado, sin edad.
Pero a lo que iba. En día de velatorio, había que ir como mandaban las buenas costumbres, es decir, enfundada hasta las orejas de un luto riguroso.
A esta le venía grande toda esa parafernalia que se montaba a costa de los difuntos. A regañadientes accedió a enfundarse ese hábito de duelo, con la promesa de que a sus sobrinos los dejaran estar.
La Casilda, es decir, su única cuñada, había sacado de sus baúles esta tarde, cuando aconteció la desgracia, ropajes infantiles de otros duelos pasados, y a saber desde cuántos lustros llevaban plegados en lo más recóndito de sus cajones.
La Casilda era de las que todo guarda, lo propio y lo ajeno... la mayoría de las veces.

Al velatorio de la Fausta había acudido toda la aldea. La comadre Llanos, la Ascensión, la Pelá, la Gloria, la del mulero, la Eustáquia, la, la, la, y la María la panadera y así, una treintena de mujeres, más o menos, pongamos algunas menos. La Jacinta, por motivos sobradamente justificados, no acudió a darle el último adiós a la Fausta.
Todas alrededor del brasero se contaban sus penas, o las penas que les interesaban contar.
-¡Pos, a mí, mi marío, me echaría muncho en farta!
Decía la del mulero,
-El probetico no sabe haser na sin una, ¡El otro día! sin má... y no e mentira,
decía santiguándose,
-¡Y que el Santo Cristo me mande un mal desos misereres si es mentira, no encontraba los aperos de la mula... Y yo le digo, sacando esta pecho y echándose las manos a la cintura,
-¡ Pero hombre, si los lleva puestos! , ¡Pos na que mi hombre no sabe haser na sin una!
Refiriéndose a ella, ¡Claro!
La Llanos, soplaba y requeme soplaba para sus adentro.
-¡Si con la borrachera que cogería la noche anterior, cualquiera no ve!,
Pensaba.
La Gloria movía la cabeza con parsimonia, diciendo
-¡Ay!, ¡Con lo güeninma que era la probetica!... ¡Y el Santo Cristo se la ha llevao. ¡Qué la Vingen de Cortes la tenga con ella a su laico! ¡Ay!
Y entre ¡Ay! Y más ¡Ay! Se fue secándose las lágrimas inexistentes a la habitación que se había habilitado para velar a la de cuerpo presente.
La Llanos meneaba la cabeza,
-Sí, claro, mu güena, toas semos güenas cuando dejamos de dar la tabarra.
Pensaba.
-¡Ay! No semos naide...
Decía la Pelá.
-Ayer tan güena y hoy toa muertica... ¡la probetica!
Y seguía dando vueltas y más vueltas a las ascuas del brasero, el rostro lo tenía congestionado, las lágrimas le chorreaban, pero yo les aseguro que no era por el dolor de la pérdida de la Fausta, era por la costumbre de ensalzar a los difuntos y así de paso soltar cualquier remordimiento o agravio, que en vida del finado les hubieran ocasionado a este, amén de aprovechar la ocasión para dejar sueltas las lágrimas propias por derramar. Que en la viña del señor, afortunadamente hay de todo.
Todo esto y además mezclado con el humo y el calor reinante en el lugar, el ambiente estaba más bien cargado.
Decenas de velas y las paredes repletas de candiles encendidos y chisporroteando, ¡Y a saber cuál de ellos alumbraba menos! Pero intentarlo, bien que lo intentaban las esmirriadas llamitas blancuzcas.
Ahora, a punto de rendirse, ahora resucitando con nuevo y auténtico brío. El parpadeo de las aldeanas congregadas, iba a un ritmo impuesto por velas y candiles, dependiendo de donde posaran sus ojos.
Para algunas aquello era un auténtico derroche de energía, y éstas algunas pensaban haciéndose sus cuentas mentales, que con la mitad de los candiles, ya tenían ellas, para pasar los días del año, hasta finalizar este.
A esto no hay que tomarlo cuenta, tanto se peca por lo mucho que por lo poco.
Y la señora Casilda, no se iba a permitir ser él hazme hablar, por pecar de roñosa.
Además, era la primera vez que se le moría la madre.
-¡Qué por una vez!... ¿Quién va a abrir la boca pa dicir argo?
Pensaba esta.

-¡Pos mi hombre!, Hoy no a comió ni un bocao en to er día, el probe está to asustao.
Me ha dicho. ¡ Pero mujé!... ¿Qué la Fausta sa muerto?
Y yo le he dicho.
- Que sí hombre, que sa muerto de un soponcio desos que dan... y el probe no a dicho na má... sa metío otra ve al catre y, ahí está, to sudao, to blanco... no hice na... ¡Solo temblá y temblá! ¡El probe!
Decía la del mulero.
La Llanos seguía moviendo la cabeza, algo mareada por la retahíla de palabras sin fuste que aún le quedaban por escuchar, a lo largo de toda la noche que apenas acababa de comenzar.
-¡Ay, sí, probetico!
Pensaba, haciendo pliegues y más pliegues al mandil grisáceo y a rayas que nunca se quitaba, ni aun para ir de velatorio.
-¡Total!, Pa quién me tiene que ver a mí, bien apañá voy yo, y si no, ¡Qué los zurzan a tos!
La tía Carmen fue a preparar para llenar la barriga, en día de velatorios también había que comer algo, que entre cosa y cosa a nadie se le había ocurrido que a los vivos de la casa también les entraban ganas de mover la mandíbula. Que de seguro éstas bien que habían llegado con los buches llenos.
-Y bien apañá va la que espere que le saque los manteles.
¡Qué narices!, ¡ Pos bonicos estaríamos!
Pensaba esta,
-Y además, por la Fausta ya no se puede hacer nada ¡Pos faltaría más!
Las comadres seguían dándole a la sinhueso,
-¡Pos sí, mujé!, Tu marío e mu poco hombre,... ¡El probe!
Decía la Pelá a la del mulero, por decir más bien algo.
La del mulero, sin pensárselo dos veces, es decir, sin pensárselo una sola vez, saltó como una posesa en dirección a la Pelá, manos por delante.
La Pelá al ver a la del mulero, no pudo hacer otra cosa que saltar de la silla baja, volcando el brasero, que momentos antes no hacía más que atizar las ascuas y darle a la lengua de vez en cuando. Cabe decir, que esto lo hacían todas.
-¡Qué mi hombre e mu poco hombre!... ¡Agora mesmo va a sabé tú quién e la muje der mulero y quién e el mulero tamién!
La enganchó por la cabeza, en un segundo le había desatado el pañuelo negro que le cubría el pelo y parte del rostro, la cogió por el moño y no había forma de soltarle las manos.
-¡Qué mi hombre e mu poco hombre!- Gritaba como una loca.
Las mujeres plegadas se las piraron lo más lejos posible de las dos mujeres, y de las ascuas que seguían ardiendo y ardiendo, desperdigadas por todo sitio y rincón. Las dos de la pelea ni se enteraban del peligro que corrían.
-¡Ay! ¡Qué me muere!
Gritaba la Pelá, toda asombrada por la fuerza brutal de la mulera o mujer del mulero.
Las ascuas seguían ardiendo y ardiendo sobre un firme de cemento bien pulido y abrillantado, mientras las mujeres de la pelea, seguían en sus asuntos de pelea entre mujeres sin percatarse de que las brasas estaban en todo su potencial calórico.
La mulera que no quería dejar un pelo a la Pelá, la Pelá intentando arañar en la cara a la mulera. Hay que decir que la mulera y que quede muy claro, peleaba con ventajas, le sobrepasaba por lo menos dos palmos a su contrincante, lo mismo que a lo ancho que a lo alto.
La Pelá era lo que se suele decir una buena Manchega, bajita y rechoncha apta para la maternidad, aunque esta se dejara ver poco y mal lograda.
Sus múltiples embarazos nunca llegaban a buen término, antes de dejar pasar la tercera luna sin ver la demostración, esta se manifestaba espontáneamente sin previo aviso.
Las demás mujeres congregadas en el velatorio, intentaban ver al toro y al becerro desde lo más retirado posible, las unas decían:
-¡Ay! Virgencica de Cortes y Santo Cristo del Sabuco, ¡Sepáralas, que se van a matá!
Las otras contestaban:
-¡Ay! Santo Dio y tos los Santos der Cielo ¡Apártalas! Que se van a esjarrar.
Otras, las que mejor se lo pasaban, se reían para sus mientes.
-¡Qué se jodan! Vamo a ve si tenemo má velatorio.
La Llanos meneaba la cabeza...
-¡ Hay que ver! Hasta en su propio velorio está metiendo el cenizo la Fausta.
Pensaba, sin ni siquiera inmutarse ni mover un músculo para impedir que estas llegaran a lastimarse de consideración.
-¡Total!, Si era de esperar, que se apañen como mejor puedan.
Seguía pensando esta.

Fuera comenzaba a nevar, finos copos de nieve iban cayendo tímidamente, de uno en uno, de dos en dos, hasta convertir el fango rojo de las últimas lluvias que cayeron en la aldea, en una impoluta y frágil capa blanca.
Seguía escuchándose los reclamos de un vendedor ambulante, pero todos y sobre todo las todas, seguían en sus asuntos. Las unas con su pelea de mujeres, los hombres en la cuadra de la casa contando y evocando sus hazañas pasadas y por pasar.
Solo la María la panadera se percató del vocerío y se atrevió a mirar tímidamente al exterior. En un arrebato volvió a correr el visillo de la ventana de la vivienda del señor Vicente el de la Umbría.
-¡Pos ya ha llegao el Usebio de Dios!, ¡Búscale tú la puba al zompo de dónde vendrá este y a estas horas!
Pensó.
En todo este alboroto, la tía Carmen salía de la bodega o recámara de la casa, con una sarten repleta de chorizos, cubiertos en pringue y con el Tomasín pegado a sus faldas y moqueando.
Al tomar conciencia del rumbo que había tomado la situación, se interpuso entre las dos mujeres enzarzadas en esa pelea sin cuartel, mientras soltaba la inmensa sarten con los chorizos caseros y pringosos. Se entiende.
-¡Ay! Que me muere.
Gritaba la Pelá.
-¡Ay! Que no la muero.
Se quejaba la del mulero.
-¡Basta ya de muertes!... que con la de la Fausta ya tenemos bastante, ¿No os da vergüenza reñir de esta forma y en un velatorio? Si es que una no se puede dar la güerta, en el momento que una se descuidia, ya se está revolviendo to.
Y salteando las ascuas que seguían ardiendo y más ardiendo, la tía Carmen las intentaba separar.
- Señora Carmen, si es que a una la tién entre ojo, que cuando me descuidio ya están metiendo la malicia por tos laos.
La Mulera o mujer del mulero intentaba salir lo más airosamente posible del berenjenal que había ocasionado.
- Si es lo que yo decía, en los velatorios no se riñe. ¡Qué narices!
Decía la Tomasa, una de las animadoras del corro.
-¡Si es que no se respeta ni a lo defuntos!
Dijo otra del grupo.
-Bueno, ¡Basta ya! ¿Qué dirá mi hermanico? En su propia casa, estas dos estirazándose de los pelos, sin respetar na ni a naide.
Interpeló la tía.
Todas a rezar, que para eso están aquí. Y a la difunta Fausta falta le hará.
Esto último lo dijo para su coleto.
Todas se pusieron manos a la obra. La Pelá siguió con la tarea de juntar las ascuas del brasero, mientras se alisaba los pelos. La mulera refunfuñando, mientras se rascaba el brazo derecho.
Nunca se supo, pero lo más seguro es que la Pelá consiguiera darle un mordisco.
La tía Carmen, consiguió con sus chorizos impregnar el ambiente de un aroma más acogedor y conocido por estas.
Y entre, que ya iba siendo hora de llevarse algo a la boca y que los chorizos del señor de la Umbría eran los de mejor catar en la aldea, las mujeres fueron olvidando el percance.

A todo esto, los hombres en la cuadra de la casa, ni enterarse de lo sucedido, pero casi puedo asegurar, que a más de uno, les llegó hasta sus fosas nasales, el inconfundible olor de la buena chicha recalentándose.

- Pos hombre, yo cuando era más nuevo, ¡bien que le sacaba un metro al galgo!
Ensanchaba el pecho uno de los reunidos, más que nada para permitir que el buen olor penetrara mejor por sus narices, disfrutando a cada aspiración de un cosquilleo y posarlo segundos después en su estómago, siempre listo, para esos asuntos de echar un bocao.
-Pos, yo, agora con esto que me vino el carro encima, no pueo tirá de mi presona.
Comentaba otro del montón.
-Pos lo de la Fausta, si que e cosa güena, la probetica va por agua al aljibe, y de la güerta va y le da un muere y se muere.
Decía el Cristóbal, marido de la Pelá.
-Pos yo me acuerdo de cuando era tavía un zagal, ¡claro!... y la Fausta ya era muchinmo moza, a la probetica... que en paz descanse­.
Haciendo una reverencia le ataja el Ñoño, marido de la Gloria.
-Le icían por el pueblo. ¡Por ahí va la Fausta! Probetico del que enganche... pero a luego a luego enganchó al viudo mejó plantao de la aldea.
-Pos lo mejó e eso, está güeno y pol momento ¡ea! Un arrechucho y palante.
Decía el arriero, uno más de los plegados.
- Pos lo de esta probe mujé, si que ha estao güeno, no como al probe de la Nava, quel rayo lo ejó negro al probe, ¡con to la farta que hacía en la casa! En la casa y en tos laos, al probe va y lo refríe un rayajo de na.
Contaba otro, cabe pensar que lo de refrito, más bien venía por los chorizos que posiblemente las mujeres se estaban zampando en la casa, sin contar con nadie.
El tío Vicente o señor de la Umbría, ni entraba ni salía en esos asuntos de evocar muertes pasadas, y si entraba o salía, bien se guardaba él de no tomar partido. Los asuntos pasados eran para él, eso mismo, asuntos pasados.
Los asuntos del momento eran más reales y terribles, este se limitaba a soportar la retahíla de sueños imposibles del padre Joaquín, que ya ardua tarea era.
El padre Joaquín o padre misionero, contaba por aquel entonces unos treinta años.
Aquella era su primera parroquia o lo que fuera, desde que se ordenó, y aquí llevaba apenas un año.
A parte de sus tareas como cura, hacía también de maestro, y en algunos casos hasta de médico, amén de ser un embrollón y manipulador de bienes ajenos.
El tío Vicente lo dejaba estar, aun a sabiendas de que un día de estos este muchacho, incapaz de tener la boca cerrada, lo pudiera dejar con lo puesto. Lo quería entrañablemente.
El padre Joaquín por su parte como buen conocedor de las costumbres y rarezas de las ovejas esparcidas por la tierra, no era ajeno de las buenas intenciones del señor de la Umbría para con la aldea, y bien sabía este, que en el señor de la Umbría, por muy raro que pareciera, había encontrado el mejor aliado para la causa.
Algunas malas lenguas, que estas no faltaban, tachaban al cura de anarquista o algo por el estilo, aunque ninguna, y puedo asegurarles sabían lo que significaba esta palabra.
Sobre todo las comadres, que al abrigo del brasero en este crudo invierno aún no pasado, intentaban hacer política, política de brasero, ¡Claro!
Lo cierto de todo es que el padre Joaquín pasaba hasta muy altas horas de la noche con la vela encendida, claro está, los y las, sobretodo las, que padecían de insomnio, a causa de los quebraderos de cabeza podían asegurarlo y afirmarlo.
-¡ Pos ayer! Va y le dice el misionero a mi zagal. ¡Hijo, que el pastoreo no está reñido con los números y las letras!
Decía la Paca.
-¡Anda ya! Eso no e na.
Le contestaba la Jesusa.
-El otro día ejó a mi zagal helao, sin poé icir na, va y le ice, Joseles, hijo, que el fruto de la tierra es para quien lo trabaja. ¡Qué choto!, Que mí Joseles no planta postre, sino cebá, y eso lo sabemo toas, ¿o no e verdad?
Todas a coro:
-¡Claro... claro!
Bueno, dejemos a las comadres con su política de brasero.

Mientras tanto, el padre Joaquín y el señor de la Umbría y, apartados de los pequeños grupos de con- aldeanos, estaban ensalzados en una pequeña discusión entre dientes, entre otra cosa, para rematar el tiempo.
-Padre Joaquín, mira que yo esto no lo tengo muy claro.
-Hombre Vicente ¡ no me venga usted, ahora con esto! Hay que organizar al pueblo y elegir una nueva comisión agraria para la zona... pero seriamente, si no se hace así seguiremos perdiendo a cada paso la república, no podemos confiar en este nuevo gobierno.
¿ Es que no se da cuenta de lo que está pasando? Estamos dando pasos de gigante hacia atrás, no me sé explicar ni sé cómo me atrevo a hablar así, solo sé que el poder real lo tiene el campesinado y ellos... los gobernantes lo saben,... y lo van a aniquilar, de eso no me cabe la menor duda. Esta aldea es grande y necesita organización, si estamos por la igualdad de condiciones, es hora de conseguirlo. Si nos ponemos con sentimentalismos hacia las posesiones, mejor que nos echemos a dormir y sigamos como estábamos.
-Sí, sí.- Asentaba el tío Vicente con la cabeza.
-En verano hablaremos en asamblea con toda la aldea... veremos qué se puede hacer, aunque la verdad, es que no confío en poder hacer una cosa de ese tipo... La aldea siempre a funcionado libremente y no hemos tenido necesidad de ese tipo de organización, siempre hemos tenido de todo y para todos, sin tener que organizar cooperativas ni esas cosas nuevas y nos ha ido bien ¡Y no me hables de posesiones ni de esas cosas! A mí no tienes que convencerme de esas estupideces, si algo conservo es gracias a los que me labran las tierras y me recogen las cosechas.
El tío Vicente con las manos en los bolsillos y con la cabeza gacha, como era su costumbre en los momentos de mayor concentración, y seguido por el misionero, se integró en el grupo de hombres más cercano. Creyéndose el señor Vicente que el padre Joaquín había quedado más que satisfecho, al menos por el momento.
La cuadra estaba entrando en penumbras, los escasos candiles encendidos no eran lo suficientemente potentes como para iluminar la mayor parte de esta.
Algún que otro ya iba pensando en echarse algo a la boca, y se iban congregando alrededor de una antorcha encendida a la puerta de esta, como llamados por una necesidad mayor.
Solo el respeto debido hacia el señor de la Umbría, les hacía a más de uno seguir con la tertulia a tan altas horas de la noche e intentaban hacer caso omiso, a la corriente de aire impregnada en esos olores tentadores.
El Tomasín, que siempre aparecía por donde menos se le esperaba, apareció en medio del grupo de hombres.
-¡Pos la agüela Fausta ya no me va a rascuñá con los birotes!
Decía a uno de ellos, y este uno, fue contando la gracia a los que no habían alcanzado a oírla. Todos se mondaban de risa.
-¡A ver Tomasín!, sóplano ese cante tuyo tan güeno,
Le pedía uno.
El crío, más colorado que una amapola y sin hacerse de rogar, se pone a entonar la canción.
En tu puelta me cagé
Creyendo que me quería,
Agora que sé que no me quiere,
Dame la mielda ques mía
Todos los reunidos estallaron en carcajadas, al terminar el Tomasín su gracia.
-¡Pos este zagal tié güena garganta pa eso del cante!
Decía el arriero, él sabía muy bien por qué decía eso.
Este arriero, de nombre Triburcio era un allegado a la casa del señor Vicente, apareció un día, dos vendimias atrás y allí se había quedado, sin dar mayores explicaciones.
Poco a poco se había apañado un pequeño cuarto en los corrales de la casa y por allí andaba, echando jornales dónde y cuándo le llamaban.
Algunos comentaban, que la parienta lo había lanzado a la buenaventura de Dios, harta de recibir someras palizas.
Otros comentaban que los motivos eran muy distintos, que la mujer se había encamado con otro y el pobre no tuvo más remedio que salir de su pueblo. Porque, como algunos decían, por una vez va bien... Pero es que la muy zamarro lo había tomado por costumbre y eso, la verdad sea dicha, no le hacía ni chispa de gracia al pobre hombre, ni a él ni a nadie puede hacerle gracia la cosa, ¡Pues faltaría más!

- Pos e verdá, pué cun día sea cantaó.
Otro del montón.
El padre Joaquín, que adoraba a Tomasín no podía soportar la fiesta particular que se habían montado a costa de la media lengua del pequeño, fue abriendo paso hasta llegar al centro del corro que habían formado alrededor del primogénito de la casa. Se metió la mano en el bolsillo y sacó un duro.
-Toma hijo, por lo bien que lo haces, y procura sacarle buen provecho.
Todos los reunidos se miraron asombrados y más que nada avergonzados.
Un duro, ojalá lo tuvieran ellos.
El Tomasín, después de mirarlo y remirarlo no se lo podía creer.
-¡Un duro!... Pa mi zolo y der pare micionero.
Se fue a enseñárselo a su padre.
-Sí, hijo, lo haces muy bien... anda vete con la tía y con la hermana a ver qué hacen.
El crío se fue corriendo en busca de estas, de la madre no. (Seguro que estaría, esjarrá a lloral con la Fausta birotes). A Tomasín, le daba pánico verla.
El beso obligatorio de despedida, lo había hecho con los ojos cerrados y apenas la rozó y aun así, se estremeció este, creyendo por un momento, que la abuela bigotes le había guiñado un ojo.
Después de esto no hace falta decirlo... pero se dice, el padre Joaquín se había quedado arruinado, era todo lo que poseía.
-Bueno, bueno, ya vendrán tiempos mejores.
Se consolaba este.
Todos los reunidos en la cuadra, entre pasar la bota con aguardiente y volver a recordar las aventuras y desventuras de la difunta Fausta, intentaban olvidar el asunto avergonzados.
-Pos este año, voy a plantá muncho azafrán, dicen que se va a vendé mu caro... a ve si salimos un poco palante.
Decía el Miguel, marido de la Llanos.
- Pos yo he pensao lo mesmo.
Decía otro de los reunidos.
- Pos yo tamién lo voy a pensá.
Otro.
El padre Joaquín intervino en la conversación aprovechando la coyuntura, del desconcierto y bochorno que se había creado en el ambiente.
-¡Hombres! Si todos plantáis azafrán, después hay mucho y el precio baja.
Todos lo miraron asombrados.
- Lo que tenéis que hacer es plantar de todo un poco, así habrá de todo para todos.
- Sí, padre pero es que el azafrán, e mu caro y en tres años no ha habío casi na.
El Miguel de la Llanos, temeroso de que le copiaran la idea.
- Me cachi en dié ¡ Por qué lo habré dicho yo!
Se lamentaba calladamente.
- Sí, plantar azafrán está muy bien, pero si lo hacéis todos, olvidando los demás productos,
el trigo, la cebada, la remolacha, después ¿con qué vais a hacer el pan? ¡Con la flor del azafrán! ¿Con qué vamos a alimentar a los cerdos? ¡Con las raíces del azafrán! ¿Con qué vamos a, a, a?
El cura aún no se había puesto muy al corriente de los asuntos del campo, le faltaban comparaciones, por fortuna para algunos, eran más que suficientes razones.
-¡Pos tié usté razón, padre!
Sopla el Cristóbal, marido de la Pelá, que desde que llegó el misionero a la aldea no se separaba de este.
- Además.
Carraspeaba el cura, mientras se ensanchaba el cuello de las sotanas, que en estos momentos le quedaba más pequeño que nunca.
-¡Además! El tío Vicente está dispuesto a ceder el valle de la Umbría por unos años para plantar el azafrán... todos juntos.
El cura seguía ensanchándose el cuello de la sotana.
-¡Ea! Cuándo llegue la hora de plantar, ¡todas las mujeres a plantar, cuando llegue la hora de recoger ¡todas a recoger!
El tío Vicente, que no tenía ni idea de este asunto, le cayó tan de sorpresa como al más pintado.
Todos, o la mayoría de los todos se hacían sus cuentas mentales.
Unos pensaban.
- Pos si plantara yo solo el valle, ¡ Pos tendría pa viví casi toa la vía!
Otros.
- No me sale la cuenta... pero así, así, tendría pa un par de güenas mulas... y si ma prieto tendría hasta pa ir a Barcelona a ve como anda la familia por allí.
-¿Pos no e mala cosa?
Decía uno.
-¡Pos, está mu bien pensao!
Otro.
-¡Hombre señó Vicente! Osté e un tío mu enterao, por eso se dice ques el mesmo retrato que su padre.
No se supo nunca por qué dijo esto, Cristóbal llegó a la aldea bastante después de morir el viejo. El caso es que lo dijo y escrito queda.
- Y lo has pensao tú solo ¿verdá?
El Miguel de la Llanos.
- Hombre, compadre, ni sí, ni no.
Le contesta este, moviendo la cabeza de un lado a otro, y mirando al cura de reojo, más que nada para que le sacara del apuro.
Para Vicente, todo lo que fuera bueno para la aldea también lo era para él.
- Pero esto se avisa antes. ¡Qué cojones!
Pensaba.
- Nada, nada, hombres, que Vicente siempre tiene muchas sorpresas que dar.
Cuándo llegue la hora ¡Ea! Todas las mujeres a plantar la cebolla, cuando llegue la hora, pues a recoger, preparar, vender y dinero para la aldea.
Decía el cura, mientras se acercaba a dar golpecitos en las espaldas de los más cercanos a él. Se acercó a dar la enhorabuena a Vicente, que este intentaba salir de la cuadra sin ser visto.
-¡Cucha! Padre, que yo esto no lo he entendío mu bien.
El Miguel de la Llanos.
-¿Qué las mujeres tién que haser to eso? ¿Y nusotro los machos qué vamo a haser?
- Lo de siempre, hermano, plantar cebada... los cabreros con sus cabras, y los ovejeros (perdón) los pastores con sus ovejas, que faena no falta nunca.
Todos los reunidos se agolparon alrededor del misionero, los unos para lincharlo, otros para enterarse mejor de la cosa y otros para ver cómo quedaba el asunto y sacar el puño si hiciera falta en defensa del cura.
-¡Hombres!... ¡Escuchadme bien!
Decía el cura, con los brazos en alto y el tono de voz un tanto así, más que nada para impresionar a la plebe.
Él mismo quedó impresionado, no conocía hasta entonces esa faceta suya.
-¡Que la cosa es muy sencilla y honrada!
Bajando un poco el tono de voz.
- Vicente nunca ha hecho nada en contra de nadie... ¿Verdad o mentira?
Todos.
- Verdá... Verdá.
- Si él piensa que es lo mejor para la aldea, es que así es.
El cura se metió la mano en el bolsillo y apretó el rosario que siempre llevaba consigo, murmuró algo como:
- ¡Perdóname Señor!, Que no sé lo que digo.
Lo apretó con más fuerzas aún.
- Bueno, perdóname por la mentira que sí estoy seguro que voy a decir.
El Cristóbal que se encontraba muy cerca del cura, sí se percató de los susurros de este.
- Este sí que e un tío bien platao, ¡Odo!... ¡que sí lo es!
Pensó.
- El otro día me contó el asunto y yo, que soy el jefe de la Iglesia, aunque esta no exista en la aldea... estoy en mi obligación de decirlo y poner el proyecto en marcha.
- ¡Mu bien padre... mu bien hablao!
El Cristóbal.
- Pensaba, y creía conveniente, construir una escuela y una Iglesia en la aldea.
- ¡Pues esto sí que es bueno!, ¡Qué embrollón ¡ ¡qué ladino!
El tío Vicente sentado en un rincón y con la cabeza gacha intentaba pensar en sus propios pensamientos y en las palabras, que sin ningún tipo de remordimientos ni pelos en la lengua iba soltando el cura, sobre la marcha.
- El señor Vicente me dijo el otro día.
Prosiguió el cura.
- Me dijo que no estaba bien que los hijos de la aldea tuvieran que aprender a escribir y leer en una cuadra, revueltos entre las boñigas de los asnos ¡Qué es, el símbolo de ellos mismos! Los burros y analfabetos.
El cura empezaba a sudar.
- Y eso de que las mujeres, comulguen en plena calle... ¡eso ni hablar! ¡Yo me niego a tomar confesión en los corrales, repletos de gallinas y conejos! Hermanos, que cada cosa es para lo suyo... ¡Qué el hijo de Dios era muy pobre, eso sí, pero muy limpio!
El acaloramiento del cura llegaba a su límite, esto lo hacía rara vez ¡claro!
- Y lo dicho ya queda dicho. ¡El pueblo es de todos y hay que adecentarlo entre todos... y el que no esté de acuerdo que levante la mano, ¡ea!
Uno de los allí presentes que no se había enterado muy bien de la cosa, alzó la mano.
Dijo:
- ¡Mu bien padre... Eso está mu bien, que toas mu güenas... que toas mu santas... y cuando naides las vides, ¡Ea! Enganchan a cualquier mozo,... y pal corrar ¡questo no e decente! Padre, ¡Qué tié osté muncha razón! Que a las mujeres hay que darles faena y de la güena, que destar muncho tiempo parás empiezan a cavilar y cavilar y no sale na bueno de tanto pensá.
Todos lo miraron asombrados.
-¡Qué ca cosa pa lo suyo!... questo hay que apañarlo, a tos y toas que no sean desentes... hay que raparle la cabeza... y ¡Ea!... fuera de la aldea.
Esto último lo dijo en un plan... como diciendo ¡allá, va eso!
Al Cristóbal, esto último no le cayó de lo que se dice nada bien, las quijadas se le desencajaron, intentó coger al gracioso por el gabán.
Por fortuna el cura ya se había percatado de la ironía de aquel medio sordo, medio gafe; Y se interpuso entre los dos.
-¡Hombre, Cristobal !... No irás a tener en cuenta las palabras de un pobre hombre, que no ha oído bien lo que aquí se está tratando, hay que ser un poco consecuente con los demás.
Este dándole pequeños golpecitos en la espalda como era su costumbre, para apaciguar los ánimos del Cristóbal.
-¡Padre!... Queste tío e mu canalla.
Decía el presunto ofendido, tartamudeando.
- Queste tío e mu ladino... mu canalla... que me la tié muy hechá, que sace el descomío y ¡Paf!... Lo suerta to... lo güeno y lo malo... lo de verdá y lo de mentira. ¡Queste Juan e mu calzonazos y mu marrullero... ca este lo capo yo un día!
El Juan calzones, el marrullero, el de las mentiras y verdades, ¡Pero a deshoras! Se echó manos a la bragueta y desapareció, seguido de otros dos hombres, que siempre lo acompañaban, vecinos de Pozohondo, el pueblo más cercano de la zona.
- Vamos, Cristóbal... Que no ha sido nada... En el momento que lo vea, ya le echaré yo un sermón de los míos.
-¡Cuche, padre que me la tié mu hechá!
- Bueno, bueno, a seguir con el asunto importante.
Y volviéndose a la plebe.
- Lo dicho, el que esté en contra de la Iglesia y la escuela ¡pero solo de esto! Que levante la mano.
Repitió el cura.
-¡Vuelvo a decir, de la Iglesia y la escuela!
Ninguno de los reunidos en el velatorio se atrevió.
Lo que al parecer no quedó muy claro, es quién prepararía la tierra para poder plantar.

Según aún, al parecer se contaba, a la abuela paterna de la Pelá, un día y allá por sus mocedades sin saberse cómo, (se sabía, pero nadie se atrevía a decir por qué).
Empezó a hinchársele el vientre.
- ¡Pos no sé por qué será!
- ¿Pos habré cogió yo un viento?
- ¿ Pos se me habrá metio a mí argún demonio?
- ¿Pos habré comío yo argo malo?
- ¡Pos, pos... - Y entre pos y pos, el vientre aumentaba de volumen.
Y llegó, al igual que todo llega, el día más esperado para las demás comadres.
El caso es que, entre gritos, retortijones, dolores y mareos. La madre decía.
- ¡Ay!.. ¡Santa virgen!... Que tu hijo va a tené un henmanico.
- ¡Ay!... Que va a vení, otro Salvaor der Mundo.
- ¡Ay!...¡Ahhhhyyyyysss! ¡ Que ya viene!
Y vino, pero no era un niñito con el pelo rubio y ensortijado, ni risueño, ni siquiera sonrosado. Más negro que la pez... Pero eso, sí, ¡Con unos pulmones para llorar!
Contaban las más cercanas.
Las unas decían.
- ¿Pos será verdá?
Las otras murmuraban.
- ¡Pos será zamarro!
La madre lloraba.- ¡Pero hija mía!... ¿Qué has hecho tú? Con lo bien cuidiá y tapá cas estao tú, que no ta fartao de na, ¡ Qué to lo güeno ha sío pa tí!
¡Ay!... -Imploraba la parturienta abuela de la Pelá. Bueno, por aquel entonces aún no era la abuela de la Pelá (se sobreentiende).
- ¡Qué venga er cura, a darno la bendición
Las más beatas salieron en busca del señor cura. Desde luego, que no se supo, ni por qué, ni cómo, ni cuándo, el cura había desaparecido.
Un grupo de hombres y mujeres, los con más agallas, salieron a dar una batida por los alrededores, pero después de muchas horas de rastrear los caminos, volvieron con las manos vacías.
A la abuela de la Pelá la pelaron al cero y la repudiaron de la aldea, no antes de haber hecho las más beatas un juicio de moralidad.
Marchó con su churumbel a Madrid o Barcelona o Dios sabría dónde.
La madre murió al cabo de diez o doce años.
Las unas decían...
- ¡La probe sa muerto de tanto sufrí!
Las otras...
- ¡Sa muerto de tanto güena que era!
Las que más.
- ¡Sacabó, ya los cerdos y las gallinas de las promesas de la güena mujé!
La buena mujer, se había estado pasando todos esos años haciendo penitencias y promesas.
Se fue quedando sin nada, para borrar según se contaba los pecados de la hija.
La abuela de la Pelá, volvió a la aldea tras la muerte de la madre.
- ¡Pa coge lo que e mío... como está mandao!
Pero lo único que le quedaba era una casucha destartalada. Volvió, eso sí, con su santo hijo y tres churumbeles más y con un marido o al menos eso vino contando.
Pero claro, la gente perdona, pero no olvida y los chismorreo continuaban
- ¡Pos pa mí, que no e su marío!
- ¿Pos paece que e mu nuevo pa ella?
- ¡Pos será verdá!.. ¿ Pos será mentira?
La abuela volvió a hacer los bártulos.
- ¡Pos aquí se quedai!... y este hijo mío tamién se queda, que como es hijo der pueblo... quel pueblo le llene la barriga... Y sapañe con él.
Cogió al más pequeño por un brazo, se lo colocó en un costado, y siguieron, camino abajo, por donde habían llegado.
El zagalón, se quedó allí llorando, pataleando.
Se metió a pastor con otro de la aldea... y poco a poco, se fue haciendo un hombre,
¡No mucho!... Pero un hombre al fin y al cabo.
Muchas cosas más se contaban por aquel entonces, pero de esto no hay nada fiable que lo pueda asegurar, solo para dar más colorido al asunto... Para no tener la lengua quieta... ¡Caramba!... que de tenerla parada se puede dañar.
Se cuenta, que un día, algunos pero no muchos ¡claro está!... solo los suficientes para no dejar enfriar el caso de la marcha de la ya más que rebautizada con el epíteto Pelá y su Santa compañía.
Acudió en medio de la noche (Como está mandado) un destartalado carro, tirado por dos viejas mulas y dirigido por una bellísima y joven mujer.
Este vino a pararse justamente a la puerta de la Antonia, una solterona que habitaba en la primera casa de las casas de abajo.
No viene a cuento, pero se cuenta. La aldea se componía, se compone y se compondrá siempre de Casas de Arriba, casas de en medio y casas de Abajo.
- ¡Pos no mujé... aquí no hay ningún misionero, el úrtimo que había se murió el probe de viejo, eso hase má de muncho años!
- Le dije yo a la hembra, porque mentró muchinma agonía de vele la cara.
- ¡Ay!... ¡Y cuando vide yo, a las dos criaturicas que domían en el carro!... To tapaicas... ¡Tan bonicas!... ¡Cómo do niño Jesules!... Mentró la agonía má juerte. No tuve yo lagalla de hicirle la verdá.
Las unas comentaban
- ¿Pos será verdá?
Las otras decían.
- ¡Pos to e de mentira!
Lo más cierto de todo esto, es que la verdad o la mentira, se la llevó la Antonia a la tumba.

Fuera, seguía nevando... Ya no se oía el vozarrón del vendedor ambulante.

- ¡Madre! ¡Que ya he llegao yo!... abre la portas.
Él Siete capotes, como ya sabemos, era un buen hombre, como se suele decir, quería mucho a su familia y como él decía.
- ¡Yo solo, lo llevo to palante!
El caso es que la madre llevaba más de diez años, empotrada en la cama sin poder moverse, pero él soñaba y requete soñaba.
- ¡Madre! ¡Que ya he venío yo!... Prepara argo pa comé.
La madre ni le oía, el reuma en los huesos la iba consumiendo poco a poco, muy lentamente. La cosa está en que el vendedor tubo que abrir las puertas él solo y descargar a su escuálida y fatigada mula, la pasó con todo el mimo que era capaz de demostrar, al pesebre siempre listo de la cocinilla de la casa. Le preparó el comedero lo más lleno posible y le dio de beber las primeras gotas de agua con sus propias manos, arrimando el balde hasta el hocico de esta.
- ¡Pa dios que si la María juera la mitá de amorosa que tú, ya estaría to hablao y arreglao!
Hablaba para sí solo este.
- ¡Madre!, ¡Que ya he llegao yo!
Seguía intentando este. La madre, después de perder las articulaciones de sus huesos, al parecer iba perdiendo también oído. La casa estaba aparte de entre penumbras, silenciosa, vacía. La Francisca, su hermana estaba en el velatorio de la Fausta.
El Pacorro, el hermano mayor, se había marchado hacía más de cinco años a Barcelona y se contaba que se había casado con una mujer "Mu echá palante”. No se sabía por qué se contaba todo eso, pues en la aldea nadie la había visto... Pero ¡Claro, de la aldea para fuera, todos eran muy “echaos palante”.
El otro hermano, el Antoñuelo o él atrapa la liebre, como era más conocido y un tarambana de mucho cuidado, contaba con unos diez y pocos años, y andaría por cualquier parte en busca de alguna ligera saya, en el velatorio de la Fausta, seguro que no.
El Siete capotes después de apañar y darle ánimos a su compañera de fatigas, se encaminó a la alcoba de la madre.
- Ésta, seguro que no ha cogido la manta y andará por ahí de bureo, con el relente y otras cosas que está cayendo.
Pensaba este.
- ¡Mire madre que le trayo yo!
Abriendo el zurrón, sacó algunos retales. Los había de flores, a rayas, morados, verdes, negros. Apartando uno morado, se lo enseñó.
- Mire madre, este morao e pa usté, pa que saga unas sayas como la del Cristo del Sabuco.
- ¡Ay! Hijo mío si lo que yo má quiero e inme deste mundo... ¡Qué yo aquí ya no hago na, má que padece y hacé padecer a tos!.
Se quejaba la madre.
- ¡Qué no madre! ¡Qué no! Que la vía e mu güena, questamo en la República... ¡Qué agora se va viendo to dotro coló! Que en cuando to se aclare, ya verá usté cómo los meícos vienen hasta aquí, que ellos en dos patá lo arreglan to.
La intentaba animar el hijo.
- Sí, hijo, sí ¡en la República! Pero esta es la segunda que ven estos ojos cansaos de tanto padecer, y la verdad es que una... ya piensa que lo güeno no se hace pensando pal probe, pero vusotros tenéi que cuidiala pa que no sa cabe pronto, que pa mí to está acabao... Y pa la Fausta má antavía... que a fin de cuenta, la mu borde ha tenío buen remate, sin paecer na, y una aquí, paeciendo y haciendo paecer.
- ¡Pos de qué habla usté, madre!
- ¿Pos es que no sabes tú que la Fausta sa muerto?
Le contesta ésta al hijo, mientras intentaba incorporarse en el catre, cosa que no conseguía desde hacía ¡Dios sabía cuánto tiempo!
- ¡Pos qué me dice osté!... ¿La Fausta?... ¿La de la Casilda?... ¡Pos qué me dice usté!... Pos agora mesmo voy pallá... questo e cosa de hombres, esto destá en el velorio, cudiese uste... que le mando a la Francisca, pa que le ponga el orinal y lapañe la cama.
El Eusebio no tardó en volver a colocarse la capa y salir a la calle, haciendo caso omiso a la tormenta de nieve que se había desatado en el escaso tiempo transcurrido desde su llegada a la aldea.
El Siete capotes, el vendedor ambulante, el Eusebio, se hacía sus ilusiones pensando...
- ¡Pos la María tié questá metía en to él ajo!

El carro que debía trasladar el féretro con la Fausta dentro, ya estaba listo esperando a la puerta de la casa del señor de la Umbría.
- ¡Mi madre... mi probe madre! ¡La única que yo tenía!... ¡Sa muerto... y me ha dejao solica en er mundo!
Lloraba, gritaba y pataleaba la Casilda.
- ¡Ay!... Llanos... ¡Qué solica questoy!... ¡Con lo amorosa, que era la única madre que yo tenía! Y ma dejao esjarrá por la mitá.
- Sí hija, mu solica, y sobre to mu amorosa.
La consolaba esta.
El padre Joaquín, todo ojeroso y bostezante intentaba luchar contra el sueño y el frío que había dejado la tormenta de nieve de la noche pasada.
Él mismo, el señor Vicente, el Cristóbal y el Miguel de la Llanos, fueron los únicos que pudieron acompañar a la Fausta en su último paseo en carro.
El cementerio quedaba a más de veinte kilómetros de la aldea. Y hacia allí se encaminaron como pudieron, cuando por fin consiguieron soltar a la enrabiada y llorosa Casilda de los tablones de este.

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