lunes, 31 de mayo de 2010

Capítulo XV ENFERMEDAD Y MUERTE

Capítulo XV ENFERMEDAD Y MUERTE


Noviembre llegaba a sus finales y nadie apostaba por la recuperación del tío Vicente.
Se habían agotado todos los recursos habidos y por haber. Eran ya cuatro los médicos que se habían aventurado a visitarlo.
Todos coincidieron en que se trataba de una pulmonía muy avanzada. Las novenas no cesaban durante las veinticuatro horas del día.
La desesperación de los aldeanos no les permitían concentrarse en otros menesteres terrenales. La gran afluencia de visitantes de las aldeas y pueblos colindantes, no pasó desapercibido para nadie.
Grupos de campesinos pobres llegaban cada nuevo día a interceder por la pronta recuperación del señor de la Umbría.

Aquella mañana, comenzando la segunda quincena de diciembre, el señor Pedro había aparecido muerto a los pies de la cama del señor de la Umbría.
Los unos comentaban que el uno había tenido que morir, para que el otro pudiera vivir.
Los otros pregonaban que había sido un milagro, puesto que las plegarias siempre dan resultado. Una minoría susurraban que había sido obra de la Casilda, pues la muy borde al parecer se estaba redimiendo de todos sus pecados.
Lo cierto de todo es, que la Casilda deambulaba por la casa como un fantasma con rosario en mano.
La tía Carmen la dejaba estar, aunque procuraba no perderla de vista.
Mejor que mejor, así tenía más tiempo para poder atender a las inmensas tareas que le habían recaído.
- ¡Pero esta no me la da a mí ni con queso! ¿ Qué se creerá esta, qué me chupo el dedo? Pensaba.
Le dio la tarea de no perderla de vista a la Llanos del Miguel. Esta se brindó de inmediato a seguir la sugerencia de la tía Carmen.
A la aldea iban acudiendo gentes de todas partes. A cada momento una nueva reata de gitanos de todas clases se iban acomodando en los alrededores de la aldea.
Aquello era un verdadero desconcierto humano, los aldeanos no daban a vasto en la tarea de ir organizando las caravanas.
Nadie aludió esa tarea, si no querían que estos tomaran posesiones más cercanas e íntimas en la aldea. El padre Joaquín se sentía al límite de sus fuerzas, no paraba en su intento de convencer a los aldeanos de que aquello no había sido un milagro y a los visitantes de que había que mantener la calma y que aquello no era el fin del mundo, que si su príncipe había muerto, era por designio de Dios y por ley de vida.
En aquellos días el padre misionero casó y bautizó a gran número de personas y al parecer a algunos por partida doble, dependía de que regalo o buen augurio les pronosticaran las adivinas ese día, que si las echadoras de cartas les pronosticaban que era buen momento para estar a bien con Dios y tener los papeles en regla. ¡ Pues se casaban! Que si las leedoras de las manos les aconsejaban que no era el momento propicio, pues intentaban convencer al misionero para que anulara el casamiento o el bautismo.
También hubo que coser algún que otro tajo, ocasionado por arma blanca, y enterrar a más de uno y más de diez, entre niños y mayores. Esto se hacía con el mayor silencio posible.
Al señor Pedro lo amortajaron entre un grupo de mujeres en casa del tío Vicente. Lo instalaron en una especie de angarillas y lo trasladaron al improvisado e inmenso poblado y allí lo estuvieron velando durante tres días y tres noches.
Las despensas de los aldeanos menguaban a cada nuevo día. El padre Joaquín no perdía oportunidad de hablar de la bondad que todo cristiano debía tener con los más débiles.
Los aldeanos con pesadumbre, unos más y otros menos, iban depositando cada nuevo día que amanecía, sus vituallas en el carro que el cura y acompañado por algunos niños mugrientos, paseaban un par de veces por día, por toda la aldea.
Algunas comentaban que se había formado ese follón solo por lo buenos que eran todos en la aldea.
Otros que si lo llegan a saber, ¡Pa Dios que no entra ninguno en la aldea!
Y otros que solo acudían, para poder pasar el invierno con la barriga bien caliente.
Todo esto sucedía, con más o menos malestar y preocupación, hasta que llegó a oídas de las autoridades competentes y quisieron poner punto final a la masiva manifestación de dolor. Aquella mañana que se iba a celebrar los funerales del patriarca, apareció en medio de la procesión silenciosa que se había organizado, un destacamento de la guardia civil.
Los procesionistas corrían despavoridos de un lado a otro. El tremendo revuelo ocasionado por la presencia de estos era descomunal, mujeres niños y ancianos caían de bruces al suelo, siendo pisoteados por los que les precedían en la comitiva fúnebre.
Dos descargas de escopeta fue el detonante para provocar una avalancha humana.
Los gitanos, los que podían, intentaban rodear el féretro de su patriarca, para impedir que los civiles se le acercaran y de paso pedir protección al padre Joaquín.
Este estaba anonadado y les pedía calma. Aun no sabiendo éste cómo contener a la muchedumbre.
El capitán de la guardia civil fue haciéndose paso saltando y pisoteando a los que habían caído por tierra, hasta que llegó a la cabeza de la manifestación, y se enfrentó cara con cara con el padre Joaquín.
- ¡Aquí lo quería yo pillar! ¡Infraganti! Ahora no me dirá que no es usted un alborotador ¡un marxista! Es usted un cabronazo, y yo me voy a encargar personalmente de colgarlo del árbol más alto que encuentre.
Este cogió por el gabán al padre misionero y lo zarandeó como si se tratara de un espantapájaros.
- Antes, permítame enterrar a un cristiano, después puede hacer de mí persona lo que vea correcto, pero antes, ni se atreva a intervenir en mi labor.
El capitán se vio rodeado por un grupo de jóvenes visitantes con navaja en mano.
- Ni se atreva usted, a impedir el entierro, si lo intenta, le juro por mis muertos, que será el siguiente.
El capitán tuvo que retroceder unos pasos.
- Traigo órdenes de disolver cualquier tentativa de concentración subversiva en la aldea y sus alrededores.
- Esto no es ninguna rebelión, esto es un sepelio.
- Usted sabe tan bien como yo, que esto es ilegal, en la aldea no se puede celebrar estos actos, no hay cementerio.
- Lo habrá muy pronto, y ahora déjenos continuar, no haga de un acto Cristiano, una barbarie.
El capitán lo miró de soslayo y con una sonrisa cínica dibujada en los labios.
- Me las va a pagar y muy caro, se la está jugando a una carta muy alta y pronto se las va a ver con la justicia. Tengo órdenes de controlar estos actos, y necesito los papeles de estos nómadas.
- El trozo de tierra donde acampan pertenece al señor de la Umbría, y este les tiene concedido un permiso especial para disfrutarlo como mejor les convengan, es decir, tienen pleno derecho a disfrutar de él mientras el señor de la Umbría, y solamente el señor de esa tierra, así lo dicte.
Este giró sobre sus talones enfurecido, y una mueca de maldad dejó escapar. El misionero y los de la comitiva fúnebre prosiguieron su marcha.

Aquella mañana amaneció con un palmo de nieve. Los visitantes fueron abandonando su lugar de acampada, con mayor silencio del que habían ido llegando, sin grandes despedidas.
Al cuarto día del entierro de don Pedro, solo quedaba en la aldea su grupo. Josep al parecer, se había convertido en el nuevo jefe, y este organizaba a sus gentes en la tarea de limpieza de la zona, ayudados por algunos vecinos de la aldea.
El señor de la Umbría se recuperaba muy lentamente, pero ya, todos comenzaban a poder respirar con esperanzas.
La señora Casilda seguía con sus manías de desaparecer cuando menos se lo esperaban.
El mucho trabajo extra de la tía Carmen se lo había permitido, aunque con la vigilancia concienzuda de la Llanos del Miguel y la Montserrat no las tenían todas consigo.
Ahora, con la casa casi despejada de visitantes y vecinos, la cosa la tenía la buena señora de la Umbría algo más que cruda.
La pobre Casilda se las veía y deseaba para desprenderse de ese misticismo y otras cosas, en el que, con mucho tesón y fuerza de voluntad había conseguido caer.
Se rebanaba la sesera para buscar una solución, que no llamara demasiado la atención.
La buena y previsora mujer, bien que se había provisto de una buena despensa particular, por si las cosas se ponían algo crudas.
- Vosotras, tranquila, que esa es cosa mía, que cuando to esto acabe, ¡ya le apañaré yo el cuerpo!
- ¿Pos será borde?
La Llanos, contándole sus sospechas a la Montserrat y a la tía Carmen.
- Tranquila, Llanos, que a esta hay que darle un escarmiento de los que haga historia, hay que pagarle con la misma moneda, que nos paga a los demás.
Entre las tres mujeres se urgió un plan para escarmentar a la señora de la Umbría.
Aquella noche, la Tomasa, puesta al corriente por la Llanos y Montserrat, hizo gala de sus dotes de teatro, que al parecer de esta, era algo que siempre había tenido en la cabeza hacer.

- ¡Pero claro! Una no es desas que van a la aventura, ¡iros vusotras a sabé to lo que sace por ahí!

Ni corta ni perezosa se enfundó en unos pantalones, los más viejos y grandes (cabe decir) que encontraron.
Cuando creyeron que ya toda la aldea dormía, la Tomasa hizo acto de presencia disfrazada, con los calzones y una sábana mugrienta, por las casas de arriba y tirando tras ella un pequeño carro. La tía Carmen ya se había encargado muy bien en intranquilizar a su cuñada, con eso de presencias extrañas y sombras que aparecen y desaparecen como por arte de magia por la casa. Esas cosas a la Casilda le alteraba los nervios, por considerarlo de mal agüero y cosas del demonio.
Cuando la tía Carmen ya la tenía predispuesta se fue a dormir tan tranquila y feliz, sabiendo que esta no iba a pegar ojo en toda la noche.
¡Qué las demás se encargaran del resto de la broma, que ella ya había cumplido con su parte!
Pensaba.
La Casilda, creyendo oír arañar en la puerta de la casa, se sobresaltó y puso la oreja en esta para cerciorarse de que sus temores por los remordimientos no eran infundados.
- ¡Pos me cago yo en to, el perrucho sa quedao fuera!
Esta creyendo que se trataba del canelo, apartó el cerrojo para dejarlo pasar. Su sorpresa fue tremenda, cuando distinguió un bulto, mejor dicho, un fantasma en la puerta de su casa.
- ¡Santa vinge de Cortes! Pos esto qués.
- ¡Aparta, mujé! Que soy lespíritu de los probes. ¿Ánde escondes to lo que has robao?
- ¡Hay, Santo Dio! Cuna, es probe, pero mu güena.
- Dame to lo que tié escondío ande solo tú y yo sabemos, y aquí no pasa na.
La Casilda fue sacando uno por uno los sacos con las viandas, que tan celosamente había ido acumulando.
- ¡El pernil, de la Gloria tamién!
- Ese ya está empezao.
- ¡Ese tamién, que a los probes bien poco le importa questé catao o no!
La Casilda a regañadientes sacó lo que le quedaba de este y lo colocó sobre el carro junto a los demás víveres.
- Ahora, ya se pué ir a donmí tranquila, que ya está to arreglao.
Y con las mismas, cogió el carrillo, y el Espíritu de los pobres, desapareció en la oscuridad de la noche. En la esquina de la casa, estaban esperando la Llanos, la Montserrat y la Gloria, esta última no se había perdido la broma a la Casilda por nada del mundo, y más aún sabiendo que su pernil había quedado en posesión de esta.
- ¡Odo! Con la mujé de Dios, que si a ella lestá güeno, a mí tamién que mestá.
No hace falta decir, la pataleta que le entró a la Casilda, cuando a la mañana siguiente, reconoció el carro a la luz del día en las puertas de la casa de la Llanos, que era, es, la más cercana de la del señor de la Umbría.
Tampoco hace falta decir, que las viandas iban incluidas. No se supo nunca, pero lo más seguro es que lo dejaran allí a propósito, es decir, a mala uva.
Los que sí se alegraron, fue la comitiva que se acercó junto a Josep a despedirse del señor de la Umbría, aquel último día que pasarían en la aldea.
- ¡Pos esto lo habrá dejao el Espíritu de los probes!
Decía la Llanos a grito pelado, en la puerta de la Casilda. Esta estuvo, el resto de lo que quedaba
de invierno sin salir de los portales de su casa. La buena mujer, las gastaba lloronas.


- ¿Volveréis por aquí algún día?
El señor Vicente apenas podía moverse de la cama, había adelgazado considerablemente.
- Eso no se puede asegurar, la vida de los hombres se cruzan una sola vez y el camino que tomo ahora es largo. Volvemos por los mismos pasos que nos trajo hasta aquí. Marchamos a Portugal e intentaremos establecernos allí. Las noticias que le voy a dar no son alentadoras.
No tenemos razones para confiar en el rumbo que van tomando las cosas. Me han asegurado, que pronto habrá otra revuelta.
- Eso se viene diciendo desde hace ya tiempo Josep, y cada vez, yo también la veo más cerca, pero eso no es razón para salir corriendo Josep.
- Le entiendo muy bien, señor Vicente, pero mi pueblo no quiere tomar parte de las cosas de los payos, ni los payos quieren entender las nuestras. Así se ha decidido y yo así las acato.
Señor Vicente hágame caso y márchese con su familia cuando pueda.
- Yo no puedo marcharme de aquí, para mí no es tan fácil.
- Señor Vicente, que la próxima vez será la definitiva, ya no es cuestión de salir a la calle a romper cristales y dar cuatro gritos. Los militares están más que preparados, ellos sí tienen todo a punto porque lo tienen todo pensado desde hace tiempo.
- Vivimos en un estado de República, estos deben lealtad a una Constitución, a un Gobierno Democrático, jamás tomarán parte en algo que vaya en contra del pueblo.
- Señor Vicente, es usted un Santo, pero un Santo incrédulo, que no creé en la fuerza que ejerce el poder del dinero y la fama... y esto ni lo tiene una Constitución y mucho menos lo tiene el pueblo. La lealtad y la decencia poco tiene que ver con las pesetas.
Los dos hombres se despidieron con un abrazo.


Entre cuidar por la salud del tío Vicente, despiojarse y fumigarse toda la aldea, aquellas Navidades se pasó sin pena ni gloria.
El pesar de la aldea por tener a uno de los suyos en prisión, nublaba cualquier tentativa de fiesta. Y hasta los Reyes Magos pasaron de largo por la aldea.
Los pocos quehaceres de los hombres, los llevaban como era la costumbre, ir de casa en casa contando y preguntando por las noticias que pudieran llegar.
Aquel invierno se echó en falta, como nunca se había echado, la ausencia de Eusebio. Muy pasado ya el año nuevo, el compañero Hilario volvió a la aldea, aquello dio un poco de ánimos a los aldeanos. La vida comenzó a bullir de nuevo.
Tras la muerte de su compañero Antonio, este había desaparecido una mañana sin dar más explicaciones. Al parecer había vuelto a su pueblo de origen, a arreglar unos asuntos de familia según contaba.
- ¡Pos hombre!¿ Dónde va a estar mejó, que aquí con nusotros?
El Miguel de la Llanos.
- Si es lo que yo digo, mientras se tenga una buena lumbre, ¡qué se quite to lo demás!
El Ñoño.
- Pos agora mesmo, se prepara una güena sartená de gazpachos, y aquí no hay pena que valga, que tengo yo liebre en pringue pa arreglá y llená las barrigas.
La tía Carmen lo arreglaba todo a base de llenar estómagos, que en su casa no se pasaba faltas.
- ¡Pos fartaría más!
Decía esta.
Y allí estuvieron, junto al hogar de la casa, sopando los gazpachos, los propios de la casa y los ajenos.
Al señor Vicente el de la Umbría lo habían sacado de la cama por primera vez, desde que este había caído enfermo. Lo habían recostado junto al hogar en su mecedora, rodeado por almohadones.
El padre Joaquín, que por aquellos días soportaba un tremendo resfriado, no se quiso perder el retorno de Hilario y acudió a casa del señor de la Umbría, al momento de enterarse de la noticia. La alegría era recíproca.
- Las noticias que cuentas no son nada alentadoras, pero, bueno, piensa que aunque mal asunto es ese, hay que tener fe, compañero.
- Padre Joaquín, me asombras aun después de conocerte tanto tiempo. ¿Cómo puedes hablar de fe, cuando se ve la miseria por todas partes? ¿ Cuánto tiempo hace que no sales de aquí? Esto tiene que explotar por alguna parte. El descontento es general, el pueblo está pidiendo a gritos otras elecciones generales. El pueblo quiere comer. Los Fascistas estos están muy envalentonados, hacen oídos sordos, se ponen una venda para no ver la miseria que crean a su alrededor. Esto francamente no me gusta nada.
- Hace tiempo ya, que se habla de formar un frente popular, pero la cosa aún no cuaja, hay recelo de unos y de otros. Pero es lo único que podría hacer cambiar la historia.
El tío Vicente se incorporó como pudo de su lecho de almohadas. El padre Joaquín corrió a ayudarlo y colocarle las cabeceras para que pudiera estar erguido.
- ¡Déjalo estar! Que ya puedo yo solo, que aún no soy ningún inútil muchacho.
Esto es señal de que se recupera.
Pensó este.
- Las nuevas elecciones no tardarán en celebrarse, les guste o no les guste, y en las manos del pueblo está, la decisión de ir todos en ese frente común o popular o como se le quiera llamar. Si se deja en manos de los dirigentes, la cosa se puede alargar, son muchos los intereses particulares. Y ¿qué podemos hacer nosotros, Vicente?
- Nosotros, nosotros en eso no podemos hacer nada, solo esperar y más esperar, compañero Hilario. Nosotros nada.

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