lunes, 31 de mayo de 2010

Capítulo V- El insomnio

Capítulo V- El insomnio

El Eusebio no podía conciliar el sueño, tenía cualquier problema pendiente. Podían ser cien o quizás solo fuera uno, pues uno enlazaba con otro y este otro con el de más allá, y todos llegaban a la misma raíz.
- ¡La María! Eso e, la María, el partío no me eja tiempo pa ná... un día aquí y otro allá. ¿Quién me manda a mí, metenme en tos los fregaos?... si e que uno lo tié que hacer to.
El señor Siete capotes se sentía tremenda mente cansado.
- ¡Pos anda ya!... ¡Pos me cago yo en to!... ¿ Pos no he olvidao de ve al cura?... Mañana mesmo voy a velo, ¡pos me cachi en die pos voy agora!... ¡pos no, ques posible que duenma!
El Siete capotes se tapó la cabeza con la jarapa.
- ¡Pos e posible quespere los papelotes! ¡Pos e posible que no sea tan importante! ¡Pos el Tomasín, no se me tié quescapá,... él tiene toa la curpa, cuándo más cerca la tenía... ¡Ea! apaece, pero si e que la tenía ya convencía. Pos na, apaece y ¡plaff!, To sacabó.
El pobre Eusebio no paraba bajo la jarapa.
- ¿Pos no me pica to er cuerpo?
El hombre comenzaba a rascarse las piernas, los muslos, el pecho. Ahora la espalda.
-Pos esto... ¿qué e?.
Los picazones cesaban después de una buena restriega. Ahora aparecían, se tapaba, se volvía a destapar, giraba a la derecha ahora a la izquierda, se rascaba el cuello, ahora comenzaban los picores por el costado derecho... por aquí, por allá, ahora cesaban, se colocaban en otra posición.
Las ideas se le amontonaban en la cabeza... La María, el Vicente, él guacho, la Casilda... el José el colorao. Todos bailaban en su imaginación... todos querían colocarse en primera fila para que los atendiese antes.
El señor Siete capotes se retorcía en el camastro, la misma fatiga le impedía conciliar el sueño... y todo y todos seguían girando en su mente.
Los picazones cesaban para volver de nuevo con más ímpetu.
Pero nuestro hombre ya no podía seguir ni desaparecer, terminó por incorporarse del catre que lo martirizaba sin poder remediarlo.
Cogió el botijo que siempre tenía a mano, se dio un trago de agua y tanteando, tanteando y como mejor pudo encendió la vela.
La luz, aunque no muy fuerte le quemaba los ojos, poco a poco fue haciéndose a ella y entre penumbra y luz, descubrió a los inquilinos que sin su permiso correteaban felices por su catre.
- ¡Pos me cago yo en to!... ¿Así icía yo?
En un ataque de desesperación arremetió contra las felices chinches, no sin sentir verdadera repugnancia al oír, al ver hacer ¡chas!... Y dejar una mancha de sangre en el lugar de la ejecución.
Nuestro hombre pensó lo que pensó, se alzó de la cama, se enfundó los calzones y calzó seguidamente.
Se dirigió a la despensa de la casa, sacó la holza de tocino en pringue que siempre tenían a mano y se preparó unas buenas tajadas. El pan estaba algo reseco y rancio, pero hizo caso omiso.
- ¡Qué cuando el hambre apreta, no hay que tené tanto miramiento!
Pensó este.

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