lunes, 31 de mayo de 2010

Capítulo VIII-La asamblea

Capítulo VIII-La asamblea

Después de casi dos meses de trabajo forzoso y aprovechando la época de dejar la tierra descansar durante dos escasas semanas, antes de comenzar de nuevo con la labranza, en casa del tío Vicente o señor de la Umbría, los hombres y algunas mujeres de la aldea iban llegando, de uno en uno, en dos en dos, o pequeños grupos.
El poder de convocatoria era extremado, algunos pensaban que no vendría nada mal hacer algo extraordinario de vez en cuando.
Estos vecinos asambleístas, se iban acomodando como mejor les venían en gana o podían. Tímidamente, una vez dentro ya no se atrevían a hablar... solo algunos susurros molestos, toses y bostezos. El salón tenía cabida para muchas personas más.
En otra habitación, estaban ya reunidos desde hacía más de dos horas, un reducido grupo, el cura, el señor Vicente, el Cristóbal, el Ñoño, el Eusebio, la Pelá, María la panadera, la tía Carmen y José el colorao.
La Casilda pensaba, que con permitir poner su casa patas por alto, ya estaba más que cumplida. Además, ella, mejor papel hacía controlando a tanta gente como iba llegando.
- ¡Qué mu capaces son, en estar estos, mangoneándomelo to!

- ¡Pos que digo que no!... Que yo no me presto pa na de la aldea... yo no entiendo de todos esos papeleos y esos líos... ¡Qué ya tengo bastante con llevar la casa palante! ¡Que si puedo hace algo, pos lo hago... pero sin apresuras, que la gente habla muncho!
La tía Carmen se lamentaba de su corto entendimiento en cuestiones políticas.
- ¡Escucha Carmen! Que esto no es tan complicado, yo he sido alcalde durante casi toda mi vida, padre también lo fue, su padre también mandaba por aquí.
Todos nuestros antepasados lo fueron, más o menos. Yo estoy demasiado cansado para todo eso ya. Además, es muy importante para la causa de las mujeres eso de que os incorporéis en estas cuestiones... las mujeres necesitan más mujeres en los asuntos agrarios. ¿ Es que las mujeres no trabajan al compás de los hombres?
El tío Vicente le daba cientos de argumentos a la hermana, pero esta no cedía un ápice.
- ¡Lo siento, pero no! El partido no me puede obligar a hacer algo que no quiero... ¡Ademá! ¡Qué pijos hago farta yo en to esas cosas!
A la tía se le saltaban las lágrimas.
- ¡Pos daquí tié que salí un responsable, hemo trabajao muncho pa to esto!
El Cristóbal se impacientaba.
- ¡Pos mi marío tié rasón! Lo que dice e de mu verdá, ¡Qué la mujé tié questá en toas parte! ¡Qué si una no tuviera tanto que hacer, en el campo, en la casa y en tos laos, ya veréis, ya veréis vusotros!, ¡Ya!
La Pelá se ensanchaba por momentos.
José el colorao, había llegado el día anterior con cinco de sus mejores jornaleros, que él los llamaba compañeros.
Su pueblo quedaba a muchos kilómetros de esta aldea nuestra.
Se apreciaba enseguida su posición, traje cortado a medida, el pelo cortado a navaja y por manos expertas, rubio, y más largo de lo normal.
Sus ojos azules, desentonaban entre los hoscos ojos de los aldeanos.
Aunque cabe destacar que sus rasgos hereditarios más relevantes eran, la belleza y fortaleza celta, el palique gallego y la sensatez manchega.
Estaba sentado junto al cura en un rincón de esa reducida estancia.
- Joaquín, hijo, esto no se puede solucionar aquí, con este reducido grupo, la asamblea espera... ellos son los que tienen que decidir si necesitan un responsable para los asuntos del campo, o un delegado, o lo que deseen. El Partido, apoyará cualquier decisión.
Incorporándose, salió de la habitación para dar aviso a los cinco jornaleros de que acabaran de organizar la sala de la asamblea.
Estos que habían estado mezclados con los demás asambleístas no tardaron en cumplir con sus obligaciones.
Terminaron de alinear las sillas de cuatro en cuatro, pasillo de por medio. En el fondo junto a la pared instalaron una mesa y a su alrededor nueve sillas.
En la pared clavetearon la bandera de la recién casi estrenada República de España y otra más con el puño y la rosa, con la puñeta y el capullo, como otros decían.
Algunas mujeres se persignaban y murmuraban entre ellas, los hombres, los de menos por fortuna, voceaban.
- ¿Pos esto qué es?
Entre el grupo de los que voceaban, y gruñían, se encontraba el Juan-calzones, como muchos le llamaban. Otros le invitaron a marcharse de allí.
- Pos de qué se quejáis, si vusotros solo venéis por aquí a goler y a ver qué pilláis...
La Casilda buscó entre mañas y mañas un sitio preferente en primera línea... para no perderse detalle. ¡Claro!... Que para eso eran sus sillas y su casa.
- ¡Pues faltaría más!
Pensaba.
A la derecha se sentaba la Gloria, a la derecha de esta se sentaba la Llanetes, hija del Miguel y la Llanos y a la derecha de la Llanetes pues ¡quién iba a ser, pues su madre la Llanos!
- Pos tú, mira qué te digo... cuando tengas que icir argo, pos eso, levantas la mano... y lo soplas. Que tú ere mu nueva y to lo que salga daquí e por tu bien, que una solo espera de morirse un día.
La hija asentía con la cabeza y miraba de un lado a otro.
- ¡Pos sí que hay gente, madre!... ¡no farta nadie! De las casas de arriba estamo tos... de las del medio, así, así. Y las de abajo, ¿ Qué me paece a mí, que tampoco farta naide madre?
En esos momentos hicieron su aparición, el Manolo, la Jacinta y el Pepuso, la Teodora se había quedado arreglando la casa, además eso era cosas de hombres, había dicho esta.
La Jacinta, cogida del brazo del Manolo y con la cabeza muy alta le susurraba a este.
- ¡Pos la Casilda! Que se nos muere de un soponcio de esos suyos, cuando nus vea.
- ¡Calla, mujé!... que to está ya pasao.
- ¡Pos yo te digo, que no!
El Pepuso, buscando y rebuscando algún sitio libre, al fin lo encontró y fueron a acomodarse allí.
En la otra estancia, se seguían debatiendo los últimos puntos. José el colorao dijo la última palabra.
-¡Salgamos fuera y enfrentémonos con lo que realmente interesa!
El cura introdujo una mano en el bolsillo de la sotana y apretó con fuerzas el rosario. Salió fuera, seguido por los compañeros, y fue acomodando a los oradores en sus respectivos asientos.
Los de la asamblea aplaudían.
Los que más.
Otros sonreían entre dientes.
Los que menos.
El padre Joaquín, tomó la palabra.
- ¡Compañeros!... Hoy nos hemos reunido aquí. ¡Gracias a Dios!
Tosió.
- En primer lugar, yo, personalmente, os quiero dar las gracias a todos vosotros, pues gracias a todos vosotros... muy pronto se empezarán las obras de construcción de la Iglesia y el colegio en la aldea... ¡qué tanta falta nos hace!
Pausa, aplausos, asentimientos y risitas.
Al Pepuso se le ensanchaba el pecho, oyendo al misionero hablar.
Él sabía que el padre Joaquín era el que más entusiasmo tenía en esa construcción, que tan de cabeza llevaba a media aldea,...
- ¡Pero, claro, como era cura, sus quebraderos de cabeza y entusiasmos, no rezaban por ninguna parte como tales!
Pensaba el mozo.
- Bueno, después de esto, cedo la palabra a José el colorao. Al compañero José algunos de vosotros ya lo conocéis... Otros solo de oídas, él ha venido desde Almansa acompañado de cinco compañeros más, él, es el responsable del campo y representa a la inmensa mayoría de los campesinos manchegos en la capital.
El padre Joaquín se subía de tono.
- ¡Es decir!, Las voces del pueblo, las transmite al gobierno de Madrid.
Ahora le cedo la palabra.
Los cinco jornaleros que se habían quedado en pie, fueron los primeros en aplaudir.
Al padre Joaquín le vino muy bien la interrupción.
La muchedumbre (por decirlo de alguna forma) les copió, la mayoría sin saber a cuento de qué venían tantos aplausos, pero el caso es que aplaudían a rabiar.
José el colorao, se incorporó de la silla que ocupaba, con parsimonia, recreándose.
Cogió el botijo y se pegó un largo trago de fresca agua.
Algunas pensaban.
- ¡Cucha, cómo está el tío!
Otras.
- ¿Pos, si paece ques del extranjero?
Las más atrevidas.
- Pos si habla igual por la boca, como po la presencia... yo me quedo hasta que termine to.
Y mira de reojo y con algo de repelo a su marido.
- ¡Compañeros!
Comenzó.
- Buenas noches.
Aplausos.
- Hoy es para mí, y para el Partido al que represento un gran día... llevo, mejor dicho, llevamos más de dos meses, recorriendo las aldeas de una en una, reagrupando las fuerzas vivas de la República,... y no crean que es trabajo fácil.
Pausa.
- Bien cierto es, que a las voces del pueblo las quieren acallar y hacen oídos sordos a nuestras reivindicaciones. Pero poco a poco volveremos a recuperar el lugar que nos corresponde. Seguiremos luchando, de eso no le quepa a nadie duda.
Porque los pueblos tienen su representación. ¡No hemos conseguido todas nuestras metas!... Nuestras reivindicaciones, pero, poco a poco, las conseguiremos.
La reforma agraria es ya, casi un hecho en la mayoría de las regiones del estado, aquí, en la Mancha, ya se están recogiendo los frutos de nuestros esfuerzos... los esfuerzos de todos. ¡Pero compañeros! Hay que perseverar, agarrarnos con diente y uñas a nuestras metas ya alcanzadas y seguir luchando.
Como ya sabemos, las cosas andan un poco revueltas, mejor dicho, muy revueltas. Aún no las tenemos todas con nosotros.
Los compañeros obreros y campesinos aún no nos hemos dado la mano en un frente común contra la tiranía que inunda nuestros corazones y nuestras vidas.
Sin unidad obrera y campesina no conseguiremos esa sociedad justa y unificada por la que luchamos y en la que creemos.
¡Compañeros! Nuestra gran y única oportunidad la tenemos en la unidad de los sin derechos.
Llamémonos como nos llamemos, a mí personalmente que soy ante todo Republicano, bien poco me importa estar en una fila que en otra.
Yo estaré en la fila donde me necesiten y se comprometa en la defensa de la dignidad del proletariado, que es lo único realmente importante, lo de menos es el nombre de las siglas.
Hoy se llama así, mañana puede que se llame de otra forma, eso compañeros no importa.
Porque ante todo ¡Viva nuestra República! ¡Abajo la esclavitud! Hemos perdido las elecciones... de acuerdo, pero nunca nos podremos rendir ante este gobierno fascista, corrupto y asesino de la clase obrera y campesina.
Ante todo, ¡luchemos por nuestra dignidad... compañeros! Si no luchamos todos codo con codo, la tiranía nos aplastará irreversible mente.
Estamos siendo perseguidos, nos están cerrando nuestras casas del pueblo, las casas de los hombres y mujeres que nos negamos a ser esclavos que queremos ser libres.
Ante estas provocaciones tenemos que responder con más provocaciones... no nos podemos permitir dar un paso atrás. Tenemos que seguir firmes.
Tenemos que seguir avanzando ¡Hay que construir casas del pueblo para el pueblo! Por cada una que nos cierren, tenemos que levantar tres. ¡Hay que olvidarnos del individualismo! Las cooperativas agrarias, es nuestra gran salvación. ¡Compañeros! Tenemos que trabajar todos unidos, si queremos una tierra justa.
El Cristóbal, que no se aguantaba, gritó.
- ¡Viva el Partío!
- ¡Viva la República!
- ¡Viva la reforma agraria!
- ¡Viva la madre, que parió al colorao!
Se ha pasado, pensaron muchos, sobre todo la tía Carmen.
Aplausos. Muchos ¡Vivas!
El Cristóbal, ya más tranquilo, se volvió a sentar.
- ¡Ay!... ¡Qué hombre tengo yo!
Pensó la Pelá, toda orgullosa de ser su mujer.
El Pepuso, que como todo poeta, es muy sensible, no pudo reprimir que unos lagrimones se le escaparan.
La madre lo miraba de reojo.
- Este hijo mío... ¿qué me paece a mí que ma salío mujereta?
Pensaba y aplaudía.
Al Pepuso le faltaban las fuerzas.
- ¡Compañeros y camaradas!
Continuó.
Estamos aquí reunidos para pedir vuestro apoyo para esa mujer u hombre que se presentará como candidato en las tareas de organizar la aldea en este penoso pero gratificante trabajo.
- ¡Pos este hombre,... sí que tié buen hablá!
Pensaba la Llanetes, hija de como ya sabemos de la Llanos y el Miguel.
- Hay, aquí a la mesa unos compañeros decididos a emprender esta tarea, el padre Joaquín, por su condición no le está permitido presentarse.
Señalando a este.
- Eustaquio (más conocido como el Ñoño), la compañera Elena (más conocida como la Pelá, esto último se lo guardó), su esposo Cristóbal, el señor Vicente, la compañera Carmen, el compañero Eusebio...
En la asamblea se oyeron unas risotadas, unas más altas... otras más bajas.
Tampoco faltaron los siseos, ¡pues faltaría más!
- Y María, la panadera. Esta aldea, según el censo, tiene derecho a un vocal de Agricultura. Estos compañeros...
Dirigiéndose a la mesa.
- ¡No son los elegidos! ¡Repito! No son los elegidos, aún no se ha elegido a nadie, solo se han ofrecido... ¡ si alguien de la asamblea quiere presentarse... tiene todo el derecho del mundo a hacerlo... y a la vez obligación!
Todos se miraban de reojo.
El Pepuso se enlazaba las manos, intentando contenerse.
- ¡Me cachi en dié!... pos yo quiero ser arguien ¡aunque sea de suplemento!
Y sin pensárselo dos veces, levantó la mano, al momento de hacerlo se sintió avergonzado.
- ¡Pos, ánde voy yo!...
Pensó.
La madre al percatarse del impulso del hijo, intentó bajarle la mano.
- ¡Déjame madre... que lo hecho, hecho está!
El colorao, hizo ademán para que se acercara, y entre tropiezos y tropezones, el Pepuso consiguió llegar hasta él.
Los unos decían mofándose.
- ¡Ande irá el pastor!... a ve qué de provecho va a hacer ese.
Otros.
- ¡Pos, será ladino! ¿ Ánde va el medio palmo? Si juera hijo mío... ¡le daba yo una somanta palos!
Decía otro, sentado a espaldas del Manolo.
Este y ya a punto de estallar, se volvió y cogió al gracioso de turno por la solapa de la chaqueta.
- ¡Pos este no e tu hijo... ques mío!... y aquí la madre que lo trajo ar mundo, y ¡pa que tenteres tú,... no voy a darle al zagal una somanta palos!
Y levantándose de la silla.
- ¡Ese e mi hijo y quien se ría de él, lo capo, por la gloria de mi madre... ¡Qué lo capo!
Las risas cesaron.
La Casilda que ya se había percatado de la familia, se encogió lo más que pudo en su silla.
- ¡Hijo!... ¿Pero cuántos años tienes?
Le pregunta el colorao al Pepuso, este, con los ojos bajos y la gorra bailándole entre las manos, dice.
- Casi diecisiete,... pero yo digo, que lo que se tenga que hacer, yo lo hago... ¡y ya está!
Al padre Joaquín se le anudó la garganta e incorporándose, se acercó a los dos hombres,... bueno, uno más hombre que el otro.
- José, este es el muchacho del que tanto te he hablado.
Los asambleístas no comprendían nada.
- ¡Pos qué dicen!... ¿Quél Pepuso va a ser er nuevo a arcarde?
Le pregunta una, a la que tenía al lado.
- ¡Qué no mujé!
Le contesta la otra.
- Que la dicho. ¡Mira! José, queste es el guacho del que to er mundo habla.
- ¿Pos será verdad?
- Pos cómo te lo digo... que una es vieja y tonta, pero lo que se dice oír, aún oye mu bien.
- ¿Pos será posible?
- ¡Pos cómo te lo cuento!
Y entre dimes ¿ qué han dicho?... ¿qué dicen?, La asamblea siguió su curso.
El Pepuso volvió a la silla que ocupaba, más contento que unas pascuas.
- ¿Pos qué tan dicho hijo?
Pregunta la madre al Pepuso.
- ¡Éjame madre, que agora no puedo hablá... ya lo diré despué!
El colorao, volvió a tomar la palabra.
- ¡Vuelvo a repetir compañeros!... Si alguien quiere ocupar cualquier puesto... que se acerque.
El Juan calzones que se encontraba en el grupo de los chistosos, alzó la mano, se levantó pero no dio un paso.
- ¡Escucha!... Señorito, que tú con esa facha no me venga con cuento... ¡qué muncho compañero y muncho amigo!... pero no tiene cara de haber labrao en to tu vía... ¡Ni farta que te hace!... ¡Qué yo sé quién ere tú y to tu raza!
Los ocho de la mesa no se imaginaban que el Juan-calzones pudiera llegar a tanto, lo más que hasta entonces se había limitado a hacer, era hostigar y meter cizaña haciéndose el inocente, es decir, haciéndose el descomío, para entendernos mejor.
El señor Vicente el de la Umbría, intentó llegar hasta este.
José el colorao, se lo impidió.
- ¡Compañero!... Déjalo que hable, está en su derecho.
El señor Vicente el de la Umbría volvió a su silla.
Los cinco jornaleros siguieron en sus puestos... como si nada hubiera ocurrido, otras cosas peores probablemente estarían acostumbrados a oír.
- ¡Pos cómo digo! ¿Qué diría tu probe padre si levantara la cabeza?... ¡Su hijo, su único hijo, lo tié to echao a perdé... sus tierras las tié el señorito enrepartías con los que a él, el señor de la Puebla le limpiaban las botas con la lengua!, tu padre ¡sí que era un tío grande! Tíos como tu padre sí que hasen farta aquí y en tos laos. ¡No niñatos como tú!... ¡Lo digo pa que sentere to laldea! ¡Tú, señorito... sigue así, que te vas a ver en la calle... te lo digo yo, questoy mu enterao de to!
El Cristóbal pensaba.
- Si cuando yo digo que lo capo... ¡e que lo capo!
Y se mordía el labio inferior.
Las unas preguntaban.
- ¿Pos qué dicen?
- Pos na mujé, ¿qué van a dicir?... Quel padre del colorao e un tío, que nus van a repartir toas las tierras pa nusotros.
- ¿Pos será posible?
- ¡Y tan posible! ¿Si lo sabré yo?
Y la otra se pone tan contenta.
- Madre, que no maguanto... que tengo que dicir una cosa.
Le susurraba la Llanetes a la Llanos, su madre, y entre quiero y debo, la Llanetes se levantó de un salto.
- ¡Cuche usté! Juan – cal...
Se quedó con lo de calzones, en la punta de la lengua, el respeto y recato pudo más que la rabia contenida por haberse atrevido este a ofender a un forastero, que por añadidura y además, nadie pudo ni imaginarse la impresión que había causado en la adolescente.
- ¡Qué yo, tamién sé mu bien, cómo te ganas tú labichuelas, que si una no fuera tan nueva, hablaría mejó!
Esta, echándose las manos a la cintura, se olvidaba de que hablaba y que todos escuchaban.
- ¡Qué yo sé lo que tiés escondío, en un sitio que solo yo sé!... que no digo, porque una e mu guena... que sino, ¿ verías tú? Y a ve si tiene má educación con los de fuera ¡hombre!, ¡Qué usté se pasa, o no llega!
Y con las mismas se sentó. La Llanos, su madre, le da unos golpecitos en la rodilla animando a esta.
- ¡Mu bien, hija, mu bien!... ¡pero otra ve, a ve sí taclaras mejó!... pero lo has hecho tú mu bien.
El Juan calzones continuó.
- ¡Ca mí naide me ice, que tengo que haser... que yo me gano labichuelas, mu honramente!... y como yo quiero... ¡qué nadie me lo tié que icir!... ¡resabiá!... queres tú mu resabiá.
La asamblea se movilizaba, se impacientaba.
- ¡Anda, tía cochina!... ¡qué ere tú una tía cochina!... tú, y toas questáis aquí... iros a fregar a la casa.
El Juan-calzones, estaba fuera de sí, introdujo la mano en el cinto, y sacó un pistolón.
- ¡A tos vusotros os voy a pasar por aquí!... ¡por mi padre que lo voy hase!
Las unas gritaban, a las otras les entraban el soponcio... algunos hombres intentaron quitarle la pistola, sin conseguirlo.
El calzones amenazaba con disparar al siguiente intento.
El padre Joaquín intentaba calmar a los reunidos, que estos gritaban y se apechugaban los unos contra los otros, llenos a rebosar de pánico. José el colorao se mantuvo en su puesto, con su elevada estatura erguida y la cabeza un tanto así, desafiante.
- ¡Compañeros!... En situaciones como esta, nos enfrentamos cada día... les pido que mantengan la calma,... ¡hay muchas personas que aún no cree en las libertad de los pueblos... en la libertad de ellos mismos!
El Juan calzones no le dejó continuar. Apuntó, y disparó contra el colorao, este, sintiendo el impacto del proyectil se desplomó en el suelo.
Uno de los jornaleros consiguió arrebatar el arma al calzones, aprovechando la perplejidad de este, por la buena puntería que había tenido.
El jornalero fuera de sí, agarró al calzones por el cuello... lo quería estrangular, estuvo dándole con la culata de la pistola hasta quedar agotado... las lágrimas de rabia e impotencia corrían por su rostro.
- ¡Lo has matao ¡ ¡lo has matao!... criminal, yo te voy a matá a ti.
Los otros jornaleros corrieron a apartarlo de encima del Juan, a este solo le escucharon que un hilo quejumbroso y lastimero se escapaba de su garganta.
La asamblea corría de una parte a otra histérica, sin saber dónde ir y qué hacer, hubo más de un pisotón y de empujones, difícil estos de contabilizar.
El Tomasín y el Miguelín corrieron a esconderse bajo las sayas de franela y ganchillo de la mesa redonda, destinada esta, a las labores femeninas de las mujeres de la casa.
Sayas estas puestas exclusivamente para la ocasión, normalmente con la de lana a rayas de diversos colores, ¡ya era más que suficiente!
Por fortuna para estos dos, agosto estaba saliendo de su mitad, los braseros andarían descansando en la bodega de la casa hasta nueva orden y necesidad.
- ¡Pos ende aquí lo podemo ver to!... y a nusotros no nus ve naíde.
Y los zagales estuvieron agazapados bajo estas, hasta que hubo terminado todo aquel desconcierto.
Al colorao lo transportaron como mejor pudieron a una habitación, lo recostaron sobre la cama, sin haber dado tiempo de retirar la colcha, esta no tardó un segundo en empaparse con la sangre de este.
Estaba inconsciente. Por fortuna la herida después de conseguir cortar la hemorragia y limpiarla parcialmente, era leve.
La bala solo le había rozado el cuero cabelludo de este, la sangre era mucha la que había perdido y se había temido, no tener suficientes recursos al alcance para esos casos de suma urgencia.
El Cristóbal corrió a la despensa de la casa en busca de un cuchillo, para rematar al calzones.
Los jornaleros al percatarse de sus intenciones lo frenaron.
- ¡Compañero!... no podemos actuar de esa forma... tomándonos la justicia por nuestras manos... ¡Ay!, Si así fuera, nos tendríamos que pasarnos la vida cortando cabezas... y eso, amigo... eso no está bien... ¡qué la justicia lo juzgue!
El Cristóbal lleno de impotencia, se fue a llorar a un rincón.
- ¡Juro que lo mato... juro que lo mato! ¡Asesino!
Este daba golpes a la pared.
Más de la mitad de la asamblea había desaparecido, sobre todo los colegas del calzones.
La Jacinta intentaba sacar al hijo de allí.
- ¡Madre!... yo no me voy, se va usté si quiere, y hará mu bien... ¡pero yo me quedo!... ¡Padre!, Ande lleve pa casa a madre, que yo ya marrimo luego.
El Manolo, sabiendo de antemano que no conseguiría sacar al hijo de allí, decidió marchar sin él. El Pepuso, acercándose al Cristóbal que seguía maldiciendo, le puso una mano en el hombro.
- ¡Compañero! El padre Joaquín siempre dice que con la violencia no se va a ninguna parte... ¡deja tú que esa fea cosa muera con ellos!...
Con la manga de su propia camisa, le secó las lágrimas a su compañero, se dieron la mano y sonrieron. Abrazándose.
El Juan calzones echaba más sangre que un cerdo el día de su matanza.
Los jornaleros intentaban limpiarle las heridas, pero este se negaba a recibir cualquier asistencia. Lanzando manotazos a diestro y siniestro.
- Esto quiere decir que no lo hemos matao ¡qué pena!
Pensaban.
Él calzones se incorporó y volvió a caer.
El Miguel que aún se encontraba por allí, se aproximó al jornalero que le había propinado la paliza al calzones.
- ¡Tranquilo, hombre!... ¡tranquilo! Que la paliza que has dao tú a este, un hombre de verdá... laguanta bien, pero este, ¡ni e hombre ni e na! Está to tirao, a este se le van a quitá las ganas de golver por aquí, en una temporá larga.
- Pos me tenían que haber dejado que le diera argo más.
Pensó el otro.
La tía Carmen, salía en esos momentos, con una palangana de la habitación donde se encontraba el colorao. Todos se agolparon en torno a esta, interesándose por los daños y evolución de este.
-¡Tranquilos! ¡Qué no pasa ná, solo un rascuño de na! To mu bien, solo el susto... ¡cómo la sangre es tan escandalosa... to el mundo!... ¡Que lo ha matao... que lo ha matao!
La tía Carmen, ya no aguantaba más y se fue a cambiar el agua de la palangana.
No hace falta decir que la Casilda, ya hacía tiempo que había desaparecido del lugar de los hechos.
Él calzones, logró incorporarse y se marchó. En un recodo de la casa del señor de la Umbría, y amparados bajo la oscuridad de la noche, que cubría a la aldea, lo estaban aguardando sus inseparables compañeros.

Don Lucio el Gallego, padre de José el colorao llegó a la finca la Puebla, una noche de tormenta, con más hambre que ganas de arrimar el lomo y ganarse la vida con el sudor de su frente.
Vino contando la historia de que si unos bandidos lo habían asaltado por el camino, dejándolo con lo puesto, que si pertenecía a una de las familias más acaudaladas de su ciudad. De que la fama de su apellido era bien reconocido y considerado hasta en las dos Américas. De que su hermano mayor era el poseedor del título familiar, pero no así de las haciendas. Y que en un año a no más tardar tendría que partir para hacerse cargo de la hacienda y fortuna de su querida madre.
Y así una sarta de embustes. Pero con mucho coraje, caradura, intelecto y buen hablar, en menos tiempo que canta un gallo, enamoró a la única hija del señor de la zona.
Cuando el señor de la Puebla descubrió que lo único que le esperaba al poseedor del corazón de su hija, en su tierra era una condena, por estafa y algún que otro delito menor, este Lucio ya se había él asegurado a su favor, la honra de la moza.
No hubo otra alternativa que dar el consentimiento para desposar a la hija y tapar la vergüenza familiar.
La joven entró en un estado de desamor con mayor rapidez que se había enamorado y optó por retirarse a sus menesteres y crianza de su único hijo.
El nuevo señor de la Puebla no tardó en ganarse la confianza y apoyo incondicional de su suegro. Pues este veía como su latifundio aumentaba cada día con nuevos negocios.
Estos no los tenía muy bien definidos, pero las nuevas propiedades se incrementaban a pasos de gigante.
Lo cierto de todo es, que el bueno de Lucio se olvidaba de pagar los jornales, con promesas de reparticiones de las tierras más adelante.
Se jugaba a las cartas los corderos que pacían en sus tierras arrendadas a los pequeños pastores.
Con buen entendimiento de palabras convencía a las cuadrillas de braceros llegados de otros lugares, para que invirtieran lo ganado en la temporada, en la próxima cosecha.
O los citaba uno a uno en lugares recónditos para hablar de nuevos negocios, y ni aparecía a la cita.
Algunas cuadrillas osadas, volvían la temporada siguiente a trabajar y reclamar las ganancias pasadas.
Los despedía con cajas destempladas y amenazaba a estos, con no volver a poder trabajar ninguno de ellos por la zona.
A algunos los tuvieron que bajar sus propios compañeros del árbol que colgaba con una soga al cuello.
Así fue como Lucio el de la Puebla, se convirtió en el señor con más tierras, temido y sanguinario de la zona.
El despotismo acumulado gracias a la ignorancia y miedo de los campesinos, le favorecía en el momento de requerir mano de obra gratuita.
Con esta impunidad hacia su persona, se convirtió en un ser huraño, enfermo de poder y odio hacia todo lo que se movía a su alrededor.
En la madurez, como era de esperar, le dio por las mujeres de vida más ligera y el aguardiente.
Y así fue como una madrugada, se lo encontraron con una navaja clavada en el pecho. Pero de eso nunca más se habló.
La viuda se reincorporó a la vida, intentando enderezar los entuertos que su bien difunto marido había ocasionado.
Mandó a su único hijo, es decir, al José el colorao a estudiar con los jesuitas a un pueblo de Murcia. A este le dio muy fuerte por la Teología, aunque al correr de los años, cuando todos daban por sentado que tomaría los hábitos, dio a su vocación un giro más terrenal.
Pensó lo que pensó y cambió el Derecho Canónico por el Derecho Civil.

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