lunes, 31 de mayo de 2010

Capitulo II- El duro

Capitulo II- El duro

El Tomasín, miraba y remiraba el duro que le había regalado el cura, no lo soltaba un solo momento de las manos, ni aun así para que lo viera su tía... ¡qué ya es decir!
- ¡Me lo ha dao, el misionero, pa mí zolo!
Y si alguien intentaba gastarle una broma, el Tomasín salía corriendo, temeroso de que se lo quitaran.
En una ocasión lo enterró bajo la higuera más grande que había plantada, junto a la casa, a los cinco minutos ya lo había vuelto a desenterrar. El barrizal removido, sin lugar a duda lo delataría.
- ¡Po si viene el tío moruso... o un pelro... y se lo lleva!
Buscó decenas de lugares secretos para guardar su tesoro, y ninguno veía el crío adecuado. Aprovechando el juego de esconde la soga, que en esa temporada estaba haciendo furor entre los más pequeños de la aldea, el zagal iba memorizando los escondites más seguros para su moneda, e iba descubriendo algún que otro.
Pero si los compañeros de juego, eran capaces de encontrar una soga escondida en los recovecos de la zona elegida para realizar este entretenimiento, ¿cómo no iban a dar con su moneda?
Razonaba este.
Los más graciosos de la aldea, le decían al verlo pasar.
- ¡Eh! Tomasín, cambia ya el duro.
- ¡Tomasico!... ¿has cambiao ya el duro?
Y así fue como lo de Tomasín, cambia el duro a pesetas, pasó a los anales de la historia de la aldea, eso sí, delante de la familia y de él misionero, todos enmudecían.
En una ocasión, su hermana Isabelica, más pequeña que él, pero más avispada, le escondió en un descuido de Tomasín, el duro en una tinaja de la bodega llena de vino.
En los dos días que le duró a la hermanita el juego, Tomasín se negó a comer.
Removió la casa y puso patas por alto a todo conocido, destrozó linderos de piedras puestas allí desde tiempos inmemoriales por manos expertas.
Movilizó a todo ser viviente, pero el Tomasico no encontraba su tesoro.
- Mira hijo.
Le decía Vicente.
- ¡Toma dos duros... Ahora tienes más!
Pero el pequeño Tomás se negaba a tomarlos.
El cura, que por aquellos días no contaba con un real, para no cambiar, tomó prestados tres duros del cepillo de la comunidad católica, o lo que fuera, imaginemos que sería con el debido respeto y permiso de la Señora y Virgen de la Ascensión patrona de la aldea.
Pero Tomasín... torcía el morro y gritaba.
- ¡Yo quielo mi dulo! ¡ Esos no son linguno mi dulo!
La madre, creyendo haber dado por fin con el asunto, después de haber quemado todos los restos de velas que le habían quedado del velatorio de su reciente difunta madre, y ofrecérselo a su virgen de Cortes, ¡ porque claro!, Era la Virgen más principal y cercana a la aldea, y seguro que la de Cortes estaba más en contacto con el Supremo que la de la Ascensión, y así le llegarían los rezos más pronto, sin tener que pasar por quién sabe tantos recovecos hasta llegar a oídos, de quien correspondía, estos asuntos de monedas extraviadas.
- ¡Además!, La Vinge de Cortes es una mujé, ¿ Quién mejó que una mujé? Pa saber, lo cansino y samugo que se güerve un criaturo, cuando a este se le retuerce en la cabeza argo.
Pensaba esta.
Dejó bajo la cama donde dormía el hijo un duro.
- ¡Pos hijo! Mira tú bien en er cuarto ¿a ve si está en algún rincón?
Y se pusieron manos a la obra buscando el dichoso duro.
Tomasín, que era él más ágil, se metió bajo la cama y tanteando, tanteando dio con el duro, puesto adrede por esta.
Salió dando gritos de alegría. Pero ¡Ah!... después de verlo a la luz del día, porque la luz de las velas es traicionera y después de tocar yrequetocarduro escondido bajo la cama.
Tomás dio el grito más desgarrador de su historia... posiblemente el único.
Le entró tal pataleta, que todos creían que le había dado un ataque. La madre ya histérica le dio tal bofetón que lo dejó serenísimo, vamos, como se suele decir, como una balsa de aceite.
- Nunca falla el método.
Pensó la Casilda.
Lo metió en la cama tal como iba.
- ¡Hay te va a quear tú... hasta que te pudras! ¿Pos abrase visto criaturo? ¡Después que una, hace to lo que hace, pa que no farte de na a naide!, ¿Así es cómo se le paga a una?
- ¡Mi duro!... Mi duro...
El padre Joaquín se quedó a su lado, se sentía culpable e impotente ante esa criatura calenturienta de apenas siete años.
- Micionero, yo zolo quielo mi duro.
Lloriqueaba con una vocecilla que no le salía del alma.
El cura meneaba la cabeza y suspiraba.
- ¡Por mi culpa, solo por mi culpa!
Pensaba.
La tía, que sabía más por santa que por vieja, no perdía de vista a la atolondrada Isabelica, que parecía a punto de estallar de un momento a otro.
Empezó narrándole un cuento del repertorio de la Tía Colleja, que estos nunca le faltaban ni fallaban.
- Pos mira tú por donde.
Comenzaba.
- Yo sé dun cuento de dos hermanicos... uno de ellos estaba muncho malico, porque el otro no quería jubar con él. Y resulta que un día, el que no quería jubar, se cayó a la aljibe de la casa y...
La niña la miraba con los ojos fuera de órbita, le temblaba todo el cuerpo, no esperó que saliera en escena la Tía Colleja.
Cogió a la tía Carmen por el mandil y se la llevó a la bodega para mostrarle dónde se encontraba el cuerpo del delito.
- ¡Bueno, bueno! ¡Ya decía yo! El asunto ya está aclarao, y tú espérame aquí que te voy a arreglar el tipo al final del cuento.
Los cuentos de la Tía Colleja, siempre daban resultado, puesto que estos se ensanchaban y reducían a gusto y necesidad del narrador, es decir, que se improvisaban sobre la marcha. Solían ser trágicos, pero resultado sí que daban. Eso está claro.
El cura dejó el duro en la mano cerrada del crío. Este, dormía y gemía. No hay ni que contar, la tunda que la Casilda intentaba dar a la pequeña Isabel, de no mediar el señor Vicente, el misionero y la tía Carmen.
El Tomasín, ya estaba feliz y contento.
- ¡Tomasín!... ¿ has encontrao el duro?
- ¡Tomasico!... ¡Cambia el duro por peeta!
Se reían los más listos de la aldea.

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