lunes, 31 de mayo de 2010

Capítulo XVI FRENTE POPULAR

Capítulo XVI FRENTE POPULAR



La victoria, del tan soñado frente popular, se hizo posible aquellas elecciones de febrero del 36. Las cárceles volvieron a abrir sus puertas, y cientos de presos políticos y no tan políticos, volvieron a ver la luz del día.
La vuelta de Eusebio a la aldea, fue más celebrada que la propia victoria del frente, si cabe decir.
Alrededor de una escasa lumbre en casa del señor Vicente, agasajaban a este, haciéndole repetir la misma historia cada vez que llegaba un vecino nuevo. La delgadez de este, se dejaba notar por el cuello de la camisa. Todos hacían ojos ciegos ante la evidencia.
- Pos yo no me he podío quejá. Que a fin de cuenta lo mío era un equívoco, que los que peor lo han pasao han sío los jefes de la revuerta. Y el probe del José el colorao, y dos meícos más questaban deteníos. A los probes, días sí, y días tamién lo tenían encerraos aparte, y palos van y palos viene. ¡Los probes sí que lo han pasao mal! Que yo, bien que me hacía el sordo, pa que se pusieran nerviosos, y que me dejaran tranquilo.
- ¡Pos lo has hecho tú mu bien! ¡Qué se jodán! Por lo bordes que llegan a ser, qué a mi Usebio naide le pone la mano encima.
Todos los reunidos se quedaron boquiabiertos con las últimas palabras de la María la panadera. Y la que más se asombró fue la propia.
- ¡Pues esto no está mal! Ya era hora que la señora se bajara del burro, y le echara un ojo, a mi pobre cuñado.
- ¡Eh! Muncho cuidiao con lo que dices, que una no ha dicho na.
- ¡Pues menos mal! Con decir yo menos, aquí me tienes, casada con el que va a ser tu cuñado.
La María no encontraba salida a sus palabras. La verdad es, que ya le había estado rondando por la cabeza la posibilidad de unirse a Eusebio.
- ¡Y con lo que el pobre había estado sufriendo! En una cárcel en los últimos meses, le había ablandado el corazón.
Pensaba.
- ¿Pos mujé, esto sí questa güeno? Que si uno sabe esto antes, uno se deja prendé hace tiempo, una y toas las veces que hiciera farta, solo pa que tú me mire bien.
La alegría en el rostro de Eusebio, contagió a sus compañeros y cada uno preparaba la ansiada boda a su antojo.
- ¡Pos to eso a fin de cuenta va a tené un buen remate!
Decía el Pacorro, feliz de que su hermano hubiera conseguido lo que tantos años había pretendido. María la panadera se sintió incapaz de desmentir sus palabras y cuando vino a darse cuenta, ya se veía casada y bien atada.
Al parecer al único que no le hizo ni pizca de gracia la noticia fue al pequeño Tomasico. Posiblemente él ya se había hecho sus cuentas personales de hacerse mayor y desposar a su María. Este creía ver amenazados sus intereses, por aquél larguirucho que se creía el más valiente de todos los de allí reunidos.
- ¡Pos na mujé! Que como siempre he dicho, ¡Pa la primavera nus casamos!
- ¡De eso na! Que quea poco y una lo tié que apañá to ¡Qué pa la Vinge Dagosto ya va bien! Como tié que sé.
- Lo importante es que os caséis ya de una puñetera vez y os dejéis de tantas preparaciones, que las cosas hay que hacerlas sin tantos miramientos, que de tanto mirar y remirar el tiempo pasa y también las ganas.
A Montserrat lo único que le importaba era ver a su cuñado recogido en la casa, con una mujer que lo enfilara y se dejara de tanto deambular de un sitio a otro. Y de paso poder ella volver a su Barcelona, segura de dejar la casa familiar en manos de una mujer con un par de narices, como ella decía.
La Francisca no era lo que se dice, una mujer para llevar nada a cabo. El Antonio, el día menos pensado se le iría la cabeza y haría cualquier tontería de las suyas, sino había nadie para llevarlo por camino, medianamente recto.

El triunfo del frente popular no había apaciguado y hecho al caciquismo de la zona, bajar la guardia y admitir esa realidad.
Nuevos brotes de abusos contra las clases más vulnerables hacía temblar el sistema democrático. Al proletariado de siempre lo hacía caer en el lumpenproletariado más irracional. La negación de la patronal obrera y campesina en poner en práctica las mejoras tan conquistadas a pulso por la mayoría, ocasionó cientos de despidos en todas las ramas.
Entrado ya abril, las revueltas volvieron a apoderarse de las calles. Los amos de la tierra preferían ver sus cosechas quemadas y abandonadas, antes de emplear a los llamados alborotadores y enemigos del progreso, en el mejor de los casos.
La escasa mano de obra que ofrecían la preferían casi infantil, les salía más barata y el rendimiento similar. Estos acontecimientos no pasaban desapercibidos en la aldea.
El señor de la Umbría, el padre Joaquín y el propio Cristóbal se las veían y deseaban para poder frenar la avalancha de segadores que llegaban cada día, pidiendo poder trabajar por la zona, un mes antes de lo previsto, antes de que las mieses estuvieran listas para ser cortadas.

- ¡Padre! Apañe usté un trabajo pa mí, que yo no pueo golver pa la casa, que ya los ceviles han dao el paseíllo a munchos de allí y a mí, me la tién jurá. ¡Qué como güerva me apresan y me matan!
¡Hombre! Inocencio, que no será para tanto.
- Padre que usté no sabe lo borde que san güerto. Que tién premiso de los señoritos pa matá a tos que sacerquen pal monte a cogé una rama de leña pa calentarse o cocé el guisote cuando hay argo que cocé. Y esto se lo digo yo a usté, porque es más hombre que cura, que sino juera así, ¡pa Dio!, Que no marrimo ¡ Qué hay que ve la mala fe que se gastan los curas en estos malos tiempos! Que se hacen los descomíos, pero bien que sarriman a la mesa der señorito. Señó Vicente, que usté lo sabe mu bien.

Todo esto desencadenó en otra huelga general a primeros de mayo. La desesperación de no conocer un futuro inmediato, precipitaba a nuestro campesinado a tomar medidas suicidas, y a desconfiar en sus dirigentes sindicales.
El caciquismo rural no era ajeno a todo esto, más bien un instigador potencial. Su infiltración en los Sindicatos Obreros y Cooperativas Agrarias, los mantenían al corriente de cualquier cambio en la forma de actuar de estos.
Pequeñas intrigas por aquí y otras más allá, les permitían dirigir los hilos holgadamente. Y con el apoyo incondicional que les procesaban a los miembros de la benemérita, tenían bien controlados los movimientos subversivos, y tener ellos las espaldas bien cubiertas.
Cada nuevo día hacían acallar con más brío y despotismo las bocas de los hambrientos y degradados campesinos, haciéndoles caer en la desesperación más absoluta e irracional.
El nuevo gobierno no daba abasto con las quejas y protestas de estos. Cuando creían ver la solución a un problema, otros cien se les venían encima.
Sencillamente porque el frente popular, puso en manos de unos burócratas de la burguesía, sus esperanzas y sus sueños.
Confiaron sus vidas a unos individuos que ni estaban ni supieron estar a la altura de las circunstancias.
La mucha hambre y la poca o nula cultura del campesinado ponían un velo a favor de los políticos, llamados del pueblo y para el pueblo.
Los asesinatos se cometían con la mayor impunidad jamás soñada por las mentes más retorcidas.
El aquí, no pasa nada, se convirtió en una plegarias para que sí ocurriera algo. Cualquier cambio, por malo que fuera este, era preferible a volver a la esclavitud y al servilismo de antaño.
El asesinato de Calvo Sotelo, fue la yesca que encendió la mecha y aquel dieciocho de julio, día de San Camilo, ya la Guerra Civil dio su comienzo.
El campesinado manchego, a esas alturas, no era otra cosa, que la sombra de ellos mismos.
La noticia llegó a la aldea algo confusa y tardía. Nadie precisaba con exactitud la magnitud de esta.
Las consignas de que ya había llegado la hora, estaban en boca de todos, pero nadie entendía la hora de qué y qué hacer.
Montserrat fue la primera en preparar su equipaje para volver a Barcelona con los suyos.
El Pacorro no tuvo más remedio que seguirla, sino quería verse abandonado por esta y ser el hazmerreír de todos. No antes de intentar por todos los medios a su alcance convencerla de que depusiera de su aptitud.
Esta no cedía un ápice en su convencimiento de que su puesto estaba con la resistencia, allá donde la necesitaran. Pero que si él se quería quedar en la aldea, pues que se quedara, pero ella marchaba al frente.
Ni la inminente boda de su cuñado la hizo desistir, como ella decía:
- ¡Para casarse uno, no hace falta tanta parafernalia! Y además, esto se va a acabar pronto, cuatro tiros ¡y todos al carajo!
Algunos hombres y jóvenes fueron a enrolarse en esa aventura, que para algunos fue sin retorno.
Solo el mulero fue acompañado a Hellín por su mujer, es decir, por la mulera.
- ¡Pos tú te vas con tos ellos! A ve si te hases tú, un hombre de verdá duna ve. ¡Qué yo mapaño bien con los guachos!

Este y a regañadientes no le cupo otra opción, o se marchaba al frente o lo iba a tener crudo con la parienta.
Esta le preparó un hatillo con una muda, un buen trozo de tocino y la bota llena de aguardiente. Y a Hellín se encaminaron.
El padre Joaquín, el Eusebio, el Ñoño y el Miguel de la Llanos tomaron la ruta de Lietor, en busca de noticias más exactas. Y estos no volvieron, al menos en bastante tiempo.
Los días fueron pasando, el pesimismo de los aldeanos, ante el desconocimiento y escasas noticias era agobiante. Los unos decían que no era para tanto, que cuando se aclararan los de Madrid ya se apañarían las cosas. Otros que la revuelta ya se estaba pasando de castaño claro.
Lo que no se quería admitir era que las revueltas anteriores habían sido el preludio a lo que ahora se estaba desatando.
El gran susto llegó un buen día, allá por finales del mes de septiembre, en plena labranza de la tierra.
Un grupo de carabineros llegó a la aldea armados hasta los dientes escoltando a unos militares a caballo. Entraron en casa del tío Vicente, sin más preámbulos y tomaron posesión de esta sin más contemplaciones.
La Casilda se llevó la decepción de su vida, al comprender que estos no se andaban con chiquitas a la hora de respetar casa ajena.
Arrestaron a todo hombre y joven acto para las armas, que se encontraban en el interior.
Se llevaron un total de veintitrés cansados e ignorantes jornaleros, contratados por el señor de la Umbría para la temporada de recogida y nueva siembra de las tierras de este.
A las mujeres y adolescentes los dejaron estar. Registraron la casa, habitación por habitación, removieron los graneros y los lugares más recónditos de la finca. No quedando satisfechos, los militares dieron órdenes de registrar todas las casas de la aldea.
Al anochecer no habían encontrado lo que buscaban, cargaron con los jornaleros retenidos en casa del tío Vicente y con las escasas armas y víveres que habían recaudado a lo largo del día, sin olvidarse estos de los corderillos y pollos más robustos y tiernos del corral.
Marcharon, no antes de asegurar al señor Vicente que regresarían a buscar lo que les pertenecía.
Aquella víspera de Navidad, envueltos en la oscuridad de la noche, los cuatro presuntos desaparecidos hicieron acto de presencia en casa del señor de la Umbría. Eusebio, que estaba en mejores condiciones físicas y morales, saltó por la tapia de los corrales y se fue acercando a la ventana del dormitorio de la tía Carmen, rascando y maullando en la madera de esta.
A la tía no le cupo la menor duda de quién o de quiénes pudieran ser. Lo hizo saltar al interior y después de cerciorarse de que el resto de la familia dormía, los fue introduciendo uno a uno de los restantes compañeros al interior de la vivienda.
Aquella mañana amaneció temprano en la aldea. La tía Carmen en los primeros albores, salió de visita a casa de la Llanos y la Gloria. Estas acudieron con sus cestos de hacer la colada, y refunfuñando, por las tempraneras y las prisas, como si tal cosa, para no levantar sospechas.
A la Isabelica y al Tomasico lo habían mandado a casa del Cristóbal a pasar el día y dar el recado, de que la carta ya había llegado.
Cristóbal no tardó en enfundarse los calzones y salir cuesta arriba, en dirección a la casa del señor Vicente. Se encontró por el camino con el Pepuso. Este se dirigía a los corrales del señor Vicente, a arreglar y dar de comer a las bestias.
- ¡¿Pos ánde vas tan de trempano?!
- ¡Pos ande voy a ir, pos pa casa de mi tío! Que cuanto antes comience, ante acabo, que despué tengo que ayudá a mi padre en la fragua, quel prove no anda mu espabilao estos días. Que me da a mí que argo pasa por la casa.
- Pos no te andes tú mu lejos, cuando acabes con el ganao, quel señó Vicente pué que te tenga argo más preparao.
- Pos en los corrales estoy, pa lo que le haga farta.
Cada uno tomó su camino, el uno silbando, el otro temiéndose una nueva y desagradable noticia. Su alegría fue inmensa al ser puesto al corriente y poder volver a abrazar a sus compañeros.
- Tenemos que buscar un lugar más seguro para escondernos. Si nos descubren en la casa, todos caeremos, y no llegaremos a ninguna parte. Estamos decididos a no volver por la aldea, al menos hasta que todo esto se aclare.
El padre Joaquín.
- No os podéis marchar, si es cierto que os persiguen, en la aldea es el último lugar que se les ocurriría registrar, ya estuvieron por aquí, no creo que vuelvan.
El tío Vicente, no veía conveniente que se marcharan de allí.
- Señó Vicente, que usté no sabe cómo las gastan, que por tos laos hay chivatos, que no tardan na en denunciar hasta a su padre, pa ganarse argún favó. Y quien nos denuncie a nusotros va bien apañao. Qué en Lietor han detenío ya a munchos compañeros, porque han dao chivatazos por tos laos y a munchos los han pasao por las armas. Señó Vicente, que no estamos naide seguros en ningún lao.
- Eso ha tenido que ser un malentendido por parte de alguien ¿ Cómo se os puede perseguir de esa manera? ¿ Cómo se puede asesinar de esa forma?
Los cuatro compañeros pródigos se miraron de soslayo, el padre Joaquín, que lo único que portaba de su condición de sacerdote era el rosario colgándole del cuello, lo sacó y lo apretó con ambas manos.
- Señor Vicente, estamos en guerra, estamos viviendo una guerra. Cada momento que pasamos aquí, acrecienta el peligro para todos. Solo nos queda dos alternativas, o intentamos pasar la frontera con Portugal o nos sumamos a esta locura colectiva. En la aldea y sus alrededores no nos podemos quedar. Somos demasiado conocidos, y quien nos proteja caerá también. En la cueva que usted sabe, hay otros compañeros, esperando nuestro regreso.
- ¡Pos mi marío no va a ninguna parte!, quél tiene cosas que hacer por aquí.
La Gloria.
- Mujé, si me quedo por aquí nos pillarán a tos, que tú no sabes na de to esto questá pasando, que en la aldea, tamién puén haber traidores a la República, que cuando la necesidad aprieta, la familia no pué hacer na. ¡Qué el Usebio cuente!
- ¿Pos qué voy a contá yo? Si está to liáo, que yo solo le prendí fuego a un casuto, sin sabé lo que había dentro, solo pa llamá la atención, y que los compañeros pudieran escapá, ¿ Quién me iba a decí a mí que to estaba lleno de dinamita y armas? ¡Qué curpa tengo yo! ¿ Qué vale más, un montón de armas o una sola presona?
- ¡El Usebio siempre la tiene que ir liando por tos laos! Así que tú te quedas aquí, como tiene que ser, ¡y no digo más! Cuando se haga de noche, sales de aquí, camino a la casa, que ya nos apañamos pa que naide sentere.
A nadie hizo mucha gracia, la determinación de la Gloria.
No tardó en hacer acto de presencia el Pepuso en la casa del tío Vicente. Este no se chupaba el dedo, como se suele decir. Y aquella mañana se dio más prisa de lo acostumbrado por terminar su faena, cambió los baldes de agua, dejó suelto al ganado y sacó a las gallinas de sus aposentos. No perdió tiempo esta mañana en carantoñas con los perros, que se suponía eran los guardianes del corral. De seguir así, en un par de meses el ganado terminaría por desaparecer, la mucha hambre de la comarca, hacía desaparecer cordero por noche.
Y en algunos casos hasta llegaron a desaparecer veinte, como calculaba que habían desaparecido la noche anterior. Esto le daba motivo más que sobrado para presentarse en casa del señor de la Umbría.
Y de paso le pediría permiso para poder quedarse por las noches en el cercado, vigilante para impedir que el rebaño desapareciera una noche de esas por entero. En los meses pasados, el señor de la Umbría había contratado a dos pastores, y el remedio había sido aun peor.
Una mañana los habían encontrado malheridos y con síntomas de congelación. Solo pudieron salvar íntegro a uno, al otro, le tuvieron que amputar una pierna y no tardó más de unas semanas en marcharse de esta vida, dejando a viuda y una reata de hijos y sobrinos recogidos. Los mismos que ahora tenían cobijados el señor Vicente, en la casa de la finca de las carrascas.
Al menos tienen un techo seguro donde estar, y protegerse de las inclemencias de los tiempos que corren.
Pensaba este.
A estos se sumaron otras familias y lo que antaño había sido la residencia de sus primeros antepasados, y posteriormente se convirtió en refugio para ganado. Ahora volvía a ser, con algunos arreglos, refugio y morada para personas que lo habían perdido todo.
La finca las Carrascas, en los años sucesivos se convirtió en una adhesión a la aldea. Levantando paredes, ampliando cuartos y construyendo nuevos corrales.
Las apresuras de este por entrar en la casa, lo hizo tropezar y caer de bruces todo lo largo que era.
La escarcha que había caído durante la noche, se había convertido en una fina capa de hielo. El estropicio que formó fue tamaño, entre los cacareos de las gallinas que corrían despavoridas y el balar de los borregos.
Algunos de los reunidos en la casa volaron a esconderse donde podían. La Gloria y la Llanos, cogieron sus cestos de ropa sucia y salieron por la puerta que daba a los corrales, cantando, como tal cosa. El susto fue tamaño cuando encontraron al Pepuso tirado en el suelo, todo lo largo que era.
- ¡Pos me cago yo en él guacho! El susto que nos ha metío a tos.
La Llanos.
- Pos ahora me llevo a mi marío pa la casa, que allí es donde tié questar recogío.
Entre las dos mujeres consiguieron levantar al muchacho del suelo y como mejor pudieron lo introdujeron dentro de la vivienda.
- Señó Vicente, que yo venía apresurao, ¡Qué ya san llevao una buena pasá de borreguchos!, ¡Me cago en die! Que de seguí así, hay que hacer algo y de verdad.
- Tranquilo, muchacho.
El tío Vicente le hizo una señal a este para que no prosiguiera con la noticia de la desaparición de los corderos. El Pepuso había aprendido a conocer las manías y rarezas de este, y no le cupo la menor duda de que el señor de la Umbría estaba, más que al corriente de esta masiva desaparición.
- Más tarde me pasaré por las Carrascas a dar un borneo, seguro que aparecen por allí.
Pensaba el zagal.
El tío Vicente el de la Umbría hizo salir a sus camaradas de sus improvisados escondites. La sorpresa del Pepuso, fue solo a medias.
- ¡Si ya sabía yo que aquí pasaba argo!
Se abrazó al primero que se puso en su camino, dando saltos de alegría. Aunque su predicción por el padre Joaquín, lo hacía buscar con avidez.
- Padre Juaquín, que otra vez que tenga que salir a dar un recao, e mejó que deje una nota.
Los dos hombres se fundieron en un abrazaron.
- No te preocupes hombre, ya te avisaré. Y hablando de recados, si el señor Vicente lo ve conveniente, vete preparando para dar un importante recado.
- Lo que usté mande, que tos los recaos que se tengan que dar los doy.
- Señor Vicente, que en la cueva hay compañeros que llevan días sin comer y sería conveniente, si pudiera ser, pues que alguien se acercara y les llevara algo y sobre todo agua.
- Tú quédate tranquilo, ya pensaremos algo. Pero el zagal no debería ir, es demasiado arriesgado, yo iré en su lugar.
- Señor Vicente, si usté va, tamién voy yo.
El señor Vicente dio órdenes a las mujeres que se encontraban en la casa de que prepararan un buen hatillo de provisiones para llevar, y de paso ya iba siendo hora de llevarse ellos mismos algo a la boca. Cuando todo esto hubo acabado, el señor Vicente y el Pepuso, partieron camino a la cueva que se encontraba en lo alto del cerro de las viñas. Hicieron un alto en el camino. El señor Vicente le hizo entrega de una bolsa.
- Esto lo he estado guardando para ti, cógelo y no preguntes, puede que no tengamos otra oportunidad de estar a solas. Los acontecimientos se han precipitado, todo se nos escapa de las manos, cuando tengas una oportunidad márchate de la aldea sin mirar atrás, vete lejos de todo esto. Hazme esta promesa, esto es entre tú y yo.
- Señor Vicente, ¡cómo puedo hacer eso!, y ánde voy a ir si está to liáo. ¡Ademá! Ánde voy a estar mejó que aquí.
- Pepe, cógelo y prométeme que te marcharás, ya tendrás tiempo de devolvérmelo cuando todo esto acabe.
El señor de la Umbría le puso sus manos sobre los hombros del muchacho y lo abrazó como nunca se hubiese atrevido a hacer. El zagal tomó aquella bolsa y se la ató a la cintura sin hacer un comentario.
Aún no habían alcanzado la cima del cerro, cuando descubrieron que un destacamento militar se acercaba a la aldea. El señor Vicente hizo un gran esfuerzo por convencer al Pepuso de que le dejara volver a la aldea, el zagal se negó en redondo, sujetando a este como si se tratara de un niño pequeño.
- ¡Pos ánde ve usted! Si usted güelve, yo tamién ¿ Y quién va a llevar a los compañeros el ato! Que los probes bien que tién questar con las ganas hechas de días.
El solo convencimiento, de que el joven retornara a la aldea hizo al tío Vicente desistir en dar marcha atrás, volver sobre sus pasos.
Esta vez habían vuelto con la seguridad de encontrar lo que meses atrás fueron buscando.
Un estremecimiento le recorrió el cuerpo agotado, y sintió bajo sus pies estremecerse la tierra, en convulsiones de dolor. El señor Vicente el de la Umbría, desde lo más hondo de su ser, supo que ésta reclamaba un tributo a sus hijos.

En la cueva se encontraban los compañeros, desesperados y hambrientos, el Pepuso dio el alto y seña, que mejor le vino a la cabeza, para tranquilidad de estos.
- ¡Semos de la aldea!
Los fugitivos cuatro en total, asomaron tímidamente las cabezas por la boca de esta. La felicidad se manifestó en el rostro de al menos uno de ellos, conocía sobradamente el rostro del señor de la Umbría, pues era uno de los braceros que habían detenido en su casa hacía unos meses y llevaba años trabajándole sus tierras.
- ¡Señó Vicente, que me cago en Dio! ¿Cómo questá usté aquí?... Con lo estropeao ca estao.
Este se adelantó a abrazar a su patrón, con lágrimas en los ojos y una sonrisa en los labios.
- ¡Qué decía yo! En lardea estamos tos salvaos, que allí hay sitio pa tos.
Dirigiéndose a sus camaradas.
- Entremos dentro, fuera todos corremos peligro. Lamento decirlo, pero la aldea está tomada por los militares, tendréis que marchar lo antes que podáis, no estáis seguros aquí. Si no os descubren antes del anochecer, partiréis, Pepe irá con vosotros.
- Señor Vicente yo...
- He dicho que partiréis los cinco.
El Pepuso bajó la cabeza y asintió con esta, convencido de que su tío no le permitiría hacer otra cosa. Se percató del bulto que portaba a las espaldas y lo dejó sobre el suelo. Los futuros compañeros de viaje, fijaron sus ojos en el petate y el hambre acumulada les vino a estos. El Pepuso fue abriendo la bolsa cargada de viandas.
- Pos me paece a mí, que si tenemos que andar muncho, mejor que empecemos a tomar fuerzas.
Estos aplaudieron con la mirada la iniciativa del muchacho. No por eso, dejaron de preguntar por la suerte que los otros compañeros de la aldea y también perseguidos pudieran estar corriendo. Estuvieron todo el resto de lo que quedaba de mañana y toda aquella tarde noche dentro de la cueva agazapados. Relevándose estos de tanto en tanto de la tarea de controlar los movimientos en la aldea.
- Señó Vicente, que ya va siendo hora que me acerque a las casas, que de seguro allí no pasa na, que mejor ahora que ya está oscuro. ¡Digo, qué argo hay que hacer! Que no podemos estar así, esperando y esperando.
- Señor Vicente, el muchacho tiene razón, que esperando no se llega a ningún lao.
El señor Vicente no escuchaba las palabras de sus camaradas, sus pensamientos estaban muy lejos de los oídos.
- Señor Vicente, bajo a la aldea a ver qué me encuentro, que uno no puede aguantarse má
El señor de la Umbría asintió con la cabeza.
- Ve hijo, ve y que Dios te bendiga.
La casa rodeada por los militares era inexpugnable, dos tiendas de campaña instaladas en la puerta de la casa del señor Vicente, controlaban cualquier tentativa de adentrarse en la aldea. El Pepuso agazapado tras los corrales de esta, esperaba la llegada de la madrugada para tener la ocasión de poder salir de su escondrijo y volver a la cueva, junto al señor de la Umbría y el resto de los fugitivos con las manos vacías y sin tener ocasión de llevar noticias. Allá arriba habían quedado con la promesa del pronto retorno de este con noticias, de lo acaecido desde la llegada de los militares y las intenciones de estos para con la aldea y los que allí moraban.
El frío y el miedo le hacían temblar, las piernas las tenía entumecidas, el dolor era insoportable por las bajas temperaturas en este mes de diciembre. Este hizo un esfuerzo sobrenatural por sacar valor donde no lo tenía, pero se negaba a morir congelado, sencillamente no se lo podía permitir.
Solo el recuerdo de la promesa hecha al señor Vicente, lo hizo alzarse y ponerse en camino hacia las casas de abajo, haciendo caso omiso al dolor que sentía en sus miembros.
Dio un rodeo por las afueras, reptando como un vulgar delincuente común.
La rabia contenida de sentirse prisionero en su propia aldea le hizo reprimir las lágrimas que luchaban por salir fuera, las fue absorbiendo una a una, como amargo vino. Calló en la cuenta que el escaso rebaño que aún quedaba aquella mañana en los corrales del señor Vicente, no se había alterado con su presencia tras las tapias.
De las chimeneas de los hogares no se desprendía ese peculiar y bien conocido olor a leña, ni un mínimo hilo de humo salía al exterior.
La aldea estaba apagada, vacía, muerta. Las ropas empapadas en escarcha y tierra le hacían sentir más miserable y helado.
Aquellos mismos terrenos tantas veces recorridos palmo a palmo, libre, le hacía sentir lo poco que lo había estudiado, lo había sentido realmente suyo, se sentía culpable por todo el tiempo perdido, por no haber sabido exprimirlo, por no haber sabido moldearlo con palabras.
Rodeó las casas de abajo casi a tientas, ni la mínima luz de un candil se dejaba entrever por los ventanales de estas.
Tuvo el presentimiento que una pareja de militares hacían la ronda por la zona, les oía murmurar, murmullo que se entremezclaba con los latidos de su propio corazón.
Dejó que estos se alejaran una considerable distancia antes de atreverse a mover un solo músculo de su cuerpo. Solo cuando tuvo la certeza de que estos se alejaban sin un mínimo de asomo tener intención de dar la vuelta, el zagal se envalentonó y llamó a las puertas de su casa. Tubo que aguardar unos minutos, que a este le pareció una eternidad, antes que este presintiera que tras la puerta alguien se acercaba con pasos arrastrados. Solo se sintió seguro y derrotado a la vez cuando el ventanillo de esta se abrió y pudo ver con la ayuda de la luz de un candil el rostro de su madre. Esta se apresuró a correr las aldabas de la puerta, haciendo pasar después a su hijo al interior de la vivienda.
- Pos qué pasa aquí madre, questá to tan callao.
- Pos qué va a pasar, hijo mío, can detenío a media ardea, que mañana a tos lo van a matá.
Esta se abalanzó al cuello de su hijo, y la abrazó con la ansiedad de poder perderlo a él también.
- ¿Ánde está padre?
La Jacinta llorosa no conseguía apartarse del hijo.
- A padre tamié lo tién retenío, pero tú te tiés que largar daquí antes que sentere arguien.
- Madre cómo me voy a ir yo dequí, ¿Ánde voy a ir si to lo que tengo está aquí? El señó Vicente está aguardando allá en...
- ¡Calla hijo! No quiero sabé ánde está, que tos han estao to el día rebuscando por tos laos, ¡Ay! Hijo mío, si hasta al guacho del tío Vicente lan puesto el pistolucho en la cabeza, pa saber ánde anda el padre, ¡si naide sabe ánde anda, mejó!, que por los otros que tién en la lista ya no se pué hacer na... y vete tú hijo mío antes que se haga de día.
- Padre... tamién está.
- Padre tamién, hijo, padre tamién.
La Jacinta se echó sobre el tarimón, donde su marido solía tumbarse en las horas del sestero en verano, y más de una vez, había servido este para acallar los lloros de sus hijos.
La Teodora se atrevió a asomar la cabeza, por entre el cortinaje que separaba esta pequeña sala de su cuarto. Esta se abalanzó a su hermano y quedaron prendidos el uno en el otro.
- ¡A padre lo van a matá al amanecé! ¡Antes que cante el gallo, han dicho los asquerosos esos!, ¿a qué tú no vas a dejá cagan eso?
La Teodora se dejó caer en el tarimón junto a la madre, que esta gemía reposando su cabeza en el brazo de este.
- El hermanico ya se iba, despídete del, que antes que cante el gallo, ya no estaremos naide aquí... Ya sabrá acabao to.
- ¡Madre por qué tiene que hablá así, tavía se pué hacer argo!
El Pepuso intentaba inyectar a la madre un poco de esperanzas de la poca que él aún conservaba, debido a la juventud e ignorancia de este.
- ¡Qué sabrás tú de to lo que ha pasao aquí a lo largo del día, can detenío hasta a la María solo por estar ennoviá con el capotes y no han podío pillarlo a él! ¡Pero sí han detenío hasta al padre misionero sin haser na! ¿ Es que no tanterao qué ta dicho madre? ¡Ca padre, lo van a pasar por las armas a las seis! A padre y a otros más de la aldea.
El joven no había comprendido la magnitud de los acontecimientos, para él todo había sido un mal sueño, una pesadilla que lo había pillado de improviso, sin darle tiempo a despertarse completamente de esta. El ataque histérico de la Teodora, lo sacó fuera del escudo forjado en hierro que había creado alrededor de su ser.
- ¡A mi probe marío lo van a matá sin ver a su nietecico! ¡Ay, esto no pué ser de verdad!
- Madre pos qué dice usté.
- ¡Pos qué voy a decí, que a la Teodora la dejao preñá el Antonio del Eusebio. ¡Ya decía tu padre el probe! Quese no andaba mu lejo de la casa ¡Y el probe sa tenío quenterá de verdá un rato ante que lo prendieran!
La Teodora salió del cuarto antes que el hermano tuviera tiempo de asimilar la última noticia.
- Madre, dime qué debo hacer.
- Irte mu lejo de to esto, que padre así lo quiere y yo tamién, que de la hermanica ya sabré yo cómo encaminarla y a la criaturica que viene tamién. ¡Pero vete ya de una ve! Antes camanezca.
La madre, se dirigió a la puerta trasera de la casa donde se hallaba la cocinilla, tenía preparado un hatillo con ropa y algunos alimentos y se lo entregó al hijo. Le hizo cambiarse el gabán y le entregó el de su padre. Lo besó en la frente y lo hizo salir, no antes de cerciorarse ésta de que la aldea seguía aparentemente dormida.
El joven se quedó allí parado como un niño pequeño, que no sabe dónde ir y qué hacer con su vida, sin estar seguro si aún dormía dentro de la pesadilla. En cuestión de unas horas, su mundo se le había caído encima, se le había derrumbado sin haber tomado parte en ello ni saber él por qué.

Al amanecer de ese día, justo antes del primer canto del gallo, en la aldea y en lo alto del cerro de las viñas se oyó una descarga de fusil.

- Señor Vicente, que yo le juro a usté que no ha sido nada, solo pa meter miedo ¿Pero cómo van ha hacer eso? ¿ Qué de malo han podío hacer pa que pasen a nadie de la aldea por las armas? Que yo vengo de allí y allí no ha pasao na malo. Así es que señor Vicente, ahora nos ponemos en camino, ¡y qué salga el sol por ánde tenga que salí!
- Yo de aquí no me puedo mover, si no es para encaminarme a la casa pero vosotros tenéis que apresurar la marcha,... Yo estoy demasiado cansado y viejo.
- Pos si usté no viene... Pos nusotros no vamos a ninguna parte, y es más... nos entregamos, que de seguro can llegao a la ardea buscándonos a nusotros. ¡Así es patrón, o nus acompaña o nos entregamos!
Vicente los miró con ojos secos, la ausencia de luz tanto artificial como natural dentro de la cueva, hacía que las pupilas del señor de la Umbría brillaran dentro de esta carencia. En sus manos ponían la seguridad de todos ellos, el tener una oportunidad de vivir o de ir de cabeza a un matadero. Las palabras del zagal no lo había tranquilizado en lo más mínimo, todo lo contrario, tenía la plena certeza que algunos de sus camaradas ya habían pasado a otra vida.
No quería, se negaba a hacer una lista de los desaparecidos en su mente. Se negaba a tener otra pequeña lista en su conciencia.
- Pepe, si marchamos tendría que saber a ciencia cierta a cuántos, ¿Pepe, a cuántos?... No sigas fingiendo, el padre Joaquín también a caído.
- ¡No, el padre misionero no!
El Pepuso se sintió desfallecer, toda la fuerza acumulada la sentía esfumarse sin poder hacer nada por impedirlo.
-¿Cristóbal?
El Pepuso agachó la cabeza.
- Bien, comprendo, ¿Eusebio?
- No.
- Bien, ¿Miguel?
- Sí.
- ¿Eustáquio?
- Sí.
- ¿A todos los que se encontraban en la casa?
- No, a todos no, la señora Casilda y la tía Carmen están bien y los zagales tamién, que a ellos los han dejao tranquilos, eso sí ques verdad, que por una vez no digo marrullás.
- De acuerdo, ¿a alguien más?
- A la María, a la probe ya le tenían echao el ojo.
El zagal no podía seguir hablando.
- Señó Vicente, que ya han dejao a la ardea esjarrá por la mitá, mejó que usted no aparezca por allí, que si no, la lista se pué alargar y habrá más de to.
- De acuerdo, a la noche hay que tomar un camino, mientras tanto, necesito estar solo.
El señor Vicente el de la Umbría se arrastró por el suelo húmedo de la cueva, un frío aterrador le traspasó el alma.
- Señor Vicente, si piensa salir, mejó que cojamos el gabán.
- Tú no vienes conmigo a ninguna parte, lo que tengo que hacer... lo debo hacer solo.
- Señor Vicente, que yo no digo na, pero mientras estemos aquí, estaremos al resguardo, que de seguro cuando saga más la lu saldrán a dar un borneo por los cerros.
- Esta cueva está bien situada, desde aquí se controla la aldea, y lo dicho, a la noche, si no antes hay que tomar un camino. Vosotros sois hombres de bien y lo tomaréis correctamente... Estoy seguro.
El señor Vicente se incorporó y tomó el camino a la Umbría bordeando los cerros, sin volver la vista atrás.
- Pos el probe debe ir a hacer de cuerpo, aunque me da a mí que se alarga demasiáo, que en tiempos de apresuras no hay que tené tanto miramiento.
Al medio día, el señor de la Umbría aún no había vuelto al refugio, el Pepuso sentía remordimientos y un mal presentimiento que lo hacía insoportable para con los demás. El medio día dio paso a la tarde, una tarde cargada de nubarrones con presagio de nieve, se podía oler y palpar en la atmósfera.
- Pos yo no aguanto más, al señor Vicente le ha tenío que pasar argo malo, que to la curpa es mía. ¿ A quién se le ocurre dejarlo solo?
- Muchacho, el de la Umbría lo quería así, nadie puede con ese hombre cuando se le mete argo entre ceja y ceja.
El Pepuso salió al exterior de la cueva, abandonando la protección de esta y una ráfaga de viento helado le hizo perder por unos segundos el equilibrio. Echó una fugaz mirada hacia la aldea, su descubrimiento fue aterrador, de la casa del tío Vicente, su tío, salía humo, le habían prendido fuego. Llamó a sus compañeros ignorando el peligro que corrían por lo elevado de su voz, estos salieron sin más tardar al requerimiento de este. Y estuvieron boquiabiertos contemplando la humareda que salía de esta. Solo el Pepuso pudo reaccionar en aquellos largos momentos, pidió a sus compañeros que recogieran sus escasos enseres y abandonaran el cerro sin tardanza.
- ¿Y tú que harás? No te pues quedar, el de la Umbría aún no ha güerto, que de seguro que nus ha abandonao a nuestra suerte.
El zagal tomó por el gabán a este último.
- ¡El señor de la Umbría no abandona a nadie! No te atrevas tú a decí argo así. Mi tío es más hombre de lo que puedas ser tú, en to el resto de tu miserable vida.
Los dos hombre rodaron por el suelo. Este otro sacó una navaja, que no tuvo ocasión de abrir, una piedra vino a caerle en la cabeza.
- Anda muchacho levanta que este estará un rato durmiendo. Tenemos que partir, que de seguro arguien de la ardea sabrá ido de la lengua y no tardarán en llegar hasta aquí.
- Si no han venío ya, es porque nadie ha abierto la boca. ¿ Vusotros no podéis comprendé, que la aldea es él señó Vicente y el señó Vicente es la aldea?... ¡No! Eso es muy difícil de comprender, la aldea no caerá mientras el señor de esta siga en pie. Vusotros marchad, que yo me quedo a esperar a que güerva, ¡y sacad al compañero de aquí de mi vista!
Los hombres cargaron a hombros al inconsciente y se despidieron del zagal con un abrazo y lágrimas en los ojos.
El Pepuso anduvo cabizbajo el resto de la lluviosa y fría tarde, la desazón por negarse a admitir que ya el señor Vicente no volvería, no le permitía tener una conciencia clara y tomar una determinación. A la aldea le era impensable regresar, no se podía permitir poner a su familia en peligro.
- ¿ Mi familia?
Se preguntó infinidades de veces, cayó en la cuenta y dejó salir fuera todo lo que había guardado en lo más recóndito de su cerebro, Manolo el de la pequeña fragua de la aldea, su padre, ya no estaba, no existía. Andaría con los demás compañeros y compañeras, luchando por la dignidad y la libertad codo con codo, con el altísimo.
Se enjugó las escasas lágrimas que aún le quedaban y tomó el camino del valle de la Umbría, siguiendo los mismos pasos que sabía sin lugar a duda, había tomado el señor de la aldea.

Yo, el Pepuso, el pastor de la aldea, volví a esta al cabo de muchos años. Para Vicente, el tío Vicente, señor de la Umbría, aquella noche pasada fue la última que pasó con vida en ella. En la aldea de los de la Umbría, su aldea.

-FIN-

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