lunes, 31 de mayo de 2010

Capítulo VII-La cosecha

Capítulo VII-La cosecha

A finales de junio, la cosecha ya estaba casi finalizada, hombres de otras aldeas y regiones se encontraban
haciendo lo único que sabían hacer o tenían opción a hacer, es decir, trabajar de sol a sol al compás de las bestias.
Los había que llegaban de la lejana Extremadura, tierra doblemente castigada por las sequías y un mayor número de terratenientes, con títulos nobiliarios bien escondidos en los pliegues de sus bien perseverados genes, el lugar más seguro para esconder al caciquismo más legendario y déspota.
A un pequeño grupo de andaluces era esperado cada año con entusiasmo por los aldeanos, estos, a diferencia de los taciturnos y aun más humillados extremeños, ponían en cada nueva cosecha la picardía de su suelta lengua.
Haciendo apología del hambre que pasaban por esos caminos y también ¿ por qué no lo iban a decir?, En su propia tierra, haciendo de los estómagos vacíos una especie de casi virtud.
A mayor hambre, más motivos para palmear y cantar les entraba.
¡Qué hambre con alegría, no era hambre ni era na! Que las palmadas con ritmo, espantaban a esta, bueno, más bien la conseguían olvidar al menos durante un rato.
Las haces o parvas de cebada, avena y centeno, se iban apilando en bloque en la era, teniendo sumo cuidado en no mezclar estos productos. Cada parva que iba llegando, iba siendo descargada en el lugar que le correspondía.
El proceso de elaboración se hacía minuciosamente y en cadena, cada grupo de mujeres y hombres sabían perfectamente la tarea que les tocaba realizar en cada momento.
Las mulas realizaban su específica tarea a pleno rendimiento. Una vez extendidas las parvas en la era, a estas les tocaba el turno de poner todo su potencial al descubierto.
Ese era uno de los momentos más emocionantes para los niños de la aldea.
Durante todo el año, esperaban con ansiedad el momento de la trilla. Las semanas que duraba esta faena, los niños y niñas se amedrentaban por terminar las tareas cotidianas, que solían ser: limpiar parcialmente los establos, preparar y dar el amasijo a los cerdos, soltar las gallinas y esparcir el grano destinado a estas, y así una media docenas de tareas importantes. A estas tareas, en tiempo de la siega se sumaban otras nuevas.
Las niñas al cumplir los siete años, aproximadamente, ya estaban más que adiestradas para las responsabilidades de cuidar de los hermanos más pequeños y prepararles las gachas cuando estos alcanzaban la edad del destete, tarea que realizaban con la mayor naturalidad del mundo, como si esto estuviera grabado en lo más hondo de su condición de mujer
Cuando llegaba el tiempo de la trilla, estos madrugaban más de lo acostumbrado, es decir, antes del canto del gallo, ya tenían estas tareas cotidianas casi finalizadas. Todo fuera por conseguir un par de vueltas por la era subidos en el trillo.
Apalancaban sus sillas bajas entre los tocones de madera de este y soñaban con aquel tantas veces prometido viaje en tren.
Los con mente más febriles se atrevían a imaginarse un inmenso océano color oro, que los transportaban con solo pensarlo, a tierras lejanas aún por descubrir.
Por mucha imaginación que estos tuvieran, esta no alcanzaba para describir unos colores nunca vistos.
O luchaban a brazo partido contra los enemigos imaginarios, que estos no solían tener un perfil definido ni rostro propio.
¡Eran los bordes y cobardes y no se discutía más!
A los hermanos más pequeños los metían dentro de una estera o espuerta de esparto trenzado, en el hueco de alguna depresión en el terreno. Así, estos más pequeños podían estar horas y horas sin disturbar a los hermanos algo mayores y sobre todo a sus progenitores, que se levantaban al alba y volvían con las espaldas rotas al bajar el sol.
Las mujeres manchegas campesinas, conocidas como las mejores paridoras de la península Ibérica, no solían perder el ritmo de la cosecha. Si les llegaba la hora de alumbrar, parían en pleno campo. Extraño era, no tener en esas fechas alguna que otra con el vientre casi colgándoles a la altura de las rodillas, a punto de explotar de un momento a otro.
Estas al presentir que la hora de parir se acercaba, se limitaban a abandonar la tarea y se dirigían al lugar donde ya tenían previsto de antemano. Descolgaban el hatillo de la rama donde días antes lo habían dejado, solían elegir la sombra de alguna frondosa carrasca.
No precisaban de mayores comodidades. Tampoco mayores explicaciones, pues a mayor explicación, mayores risotadas y burradas comentaban los compañeros de fatigas.
Esparcían en el suelo la manta y se recostaban en ella a esperar. Cuando el alumbramiento se hacía de rogar, el método a seguir más rápido y contundente era colocarse en cuclillas, con sus manos apretando sus abultadas caderas.
En menos de medio día, ya estaban de nuevo trabajando al compás del que más y del que menos.
Esto explica, el porqué los hijos de las campesinas, sienten más hondo y con más fuerza, el latir de la tierra, que el de su propio corazón.
Será porque la madre, la primera que los recibió en sus brazos, que lo acunó en su regazo y le cantó una nana, fue la propia madre tierra.
Las madres biológicas de poco tiempo disponían para hacer esas carantoñas. Por eso siempre se ha comentado, que hay un pacto entre la mujer manchega y la madre tierra.
La una recibe en sus brazos a los hijos ofrecidos, los protege, mima, los alimenta y también los vigila.
Los nuevos retoños alborotan a la madre, le hace cosquillas, arrancando una brizna de hierba por aquí, chillando más allá, la alborotan con sus cantos y a veces con sus llantos.
Pero esta, buena madre ella, les perdona porque les quiere y los necesita. Se necesitan mutuamente. Los unos para el sustento de cada día, la otra, la madre de todos, para poder seguir dando, ofreciendo todo lo que sus hijos necesitan, como cualquier otra madre.
Celosa y vigilante, siempre madre.
Antes de finalizar la primera quincena de julio, el fruto de la cebada, la avena y el centeno, ya estaba limpio y echados estos en costales de fanega y media.
Una parte de estos productos estaban destinados a la venta, sobre todo la avena que las fábricas de cerveza se la disputaban.
El resto, lo reservado para el consumo de la casa, los iban transportando en carro, al molino comunitario de la aldea.
Una pequeña parte del grano se guardaba entero y por separado. Más adelante, cuando el forraje escaseara, se mezclaría a partes iguales con los fardos bien apilados y conservados de paja, para la manutención de las bestias de tiro.
El resto se molía para pienso de los cerdos, gallinas, conejos y demás animales de menor calibre.
Con el trigo, había que tener mayor cuidado y mimo, se consideraba el alimento primero que ofrecía la tierra, el pan de cada día.
No había pan que supiera tan bien, que el pan hecho con la harina recién sacada del molino. El salvado de esta, también se molía y se apartaba para los animales.
Todo lo que daba la tierra, servía para el sustento de sus hijos, nada se desechaba, todo tenía un uso.
Mientras la tierra descansaba, después de haberla dejado nuevamente desnuda, llegaba una recolección menor en la aldea y que todos eludían, la recolección del garbanzo y la lenteja. Esta tarea recaía la mayoría de las veces entre los más jóvenes y los forasteros, que estos alargaban todo lo que podían la hora de marchar.
Vuelta a empezar, acarreando las matas de estos arrancadas casi a raíz de tierra.
El trillo se encargaba de sacar el fruto de sus vainas o tabillas en el caso del garbanzo.
El garbanzo y las lentejas eran sulfatadas y almacenadas en tinajas, y posteriormente, estas eran precintadas con yeso.
Esta tarea de conservación recaía exclusivamente en las mujeres de la casa.
En las primeras semanas de agosto, los vendimiadores venidos de otras zonas iban abandonando la aldea, con sus buenos reales en el bolsillo y el hatillo bien repleto de vitualla.
La tía Carmen, bien que se encargaba de que esto fuera posible.
Y entre abrazos y promesas de volver a verse todos de nuevo, se despedían hasta la próxima cosecha.

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