lunes, 31 de mayo de 2010

Capítulo IV-El Pepuso

Capítulo IV-El Pepuso

En la escuela de la aldea, o mejor dicho, en la cuadra que servía de escuela en la aldea, el cura no paraba, trayendo o llevando cosas de un sitio a otro.
La sotana le molestaba y optó por desprenderse de ella.
- ¡Bueno... ahora ya puedo moverme más libremente! A ver, esto aquí, y aquellos libros... Mejor que los deje donde están ¡Qué para el uso que le vamos a dar! Y ahora a esperar, a ver sí algún hijo de su madre ¡Perdón! Tenga la santa educación de venir.
- ¿Construir una escuela de verdad?
Se preguntaba y se reía de sí mismo.
- ¡Ya empiezo a creer que estoy realmente loco!
Al padre Joaquín, entre tantos pensamientos y burlarse de sí mismo, se le olvidó volver a ponerse las sayas.
¡Total! Para lo que me sirven por aquí. Se preguntaba con bastante frecuencia.
El Pepuso, hijo de la Jacinta y el Manolo fue el primero en llegar.
- ¡Güena tarde, ya casi noche!
Entró de estampida, creyendo que sería el último en llegar. Acababa de encerrar las ovejas, al ver al cura se quedó perplejo.
- ¡Misionero! ¡ Me ha asustao usté, así al pronto no sabía si era usté o era un hombre!
- ¡Pepuso hijo, que los curas también somos hombres!
Le contesta este.
- ¡Sí, sí, padre pero yo mentiendo!
- Te entiendes, pero no lo tienes muy claro... ¿Verdad?
- Padre, es que uno, así de gorpe no se esperaba velo así, vestio de hombre, sin las sayas no paece lo mesmo, paece otra cosa.
Intentaba salir del paso el Pepuso rojo como la amapola.
- Pepuso, hijo, que las sotanas no hacen al monje, que yo soy el mismo, con ellas o sin ellas.
- ¡Sí padre, sí, pero es que uno!
- ¡Nada, nada!... Que ahora me las coloco, y aquí no pasa nada.
El padre Joaquín y casi a regañadientes se levantó de la silla que ocupaba y tomó dirección hacia un destartalado aparador, colocado junto al ventanuco de la maltrecha y malsana estancia.
- Y ¿ Ahora qué parezco?
- Pos na, ahora paece, el padre misionero Joaquín.
Le contesta el otro, más que satisfecho.
- ¡Vaya hijo, vaya!
Y le da los golpecitos de rigor.
- Padre, yo quisiera icirle una cosa ahora questamos a solas, pero es que no matrevo, es que me da un no sé qué, padre, es que uno.
Todo nervioso y con la cabeza gacha le daba vueltas y más vueltas a la gorra de pana que sostenía con manos temblorosas, casi al punto de marearla.
- Hijo, tu dirás. Ya sabes que conmigo no hay problemas, que yo estoy aquí para eso, para escuchar a todos, tanto en los problemas como en sus alegrías, que uno aún no se ha comido a nadie.
Ganas, si que le entraba de vez en cuando a este.
- Padre, es que yo.
Y levantando la cabeza con aire orgulloso y desafiante, miró fijamente al cura, y sacó pecho de donde no lo tenía.
- ¡Padre!... ¡yo quiero ser poeta! No quiero pasarme la vida cuidando ovejas, y ademá que no son mías. Usté siempre dice que el hombre debe y tiene que ser dueño de su propio destino. Y yo me niego a seguir un destino que no quiero. ¡Yo quiero aprender!
El muchacho había entrado en calor y dio un puñetazo contra la mesa del cura. Este, que no esperaba la reacción del Pepuso, se quedó helado.
- ¡Padre!, No me venga usté con el dicho de que los probes tendrán munchas cosas en el Paraíso... ¡Qué quién sabrá dónde está to eso, si eso está de verdá, yo lo quiero aquí! Y agora, no cuando ya no esté en la vida.
El cura estaba asombrado por la fuerte personalidad del muchacho. No llegaba a comprender a esa criatura taciturna que en sus clases, cuando estas se celebraban, se sentaba el último y jamás abría la boca ni para rechistar.
El Pepuso no abría la boca, pero al parecer, se quedaba con todo.
- ¡Muchacho! Comprendo muy bien tus inquietudes ante la vida. Pero para salir al mundo necesitas antes conocer muchas cosas, porque la vida es muy complicada, ¿sabes? Dices que quieres ser poeta, ¿verdad?
- Sí padre.
Le contesta este bastante menos acalorado.
- Bueno, pues. ¡Muy bien! Adelante, joven ¡El mundo es tuyo! El mundo te espera. Te pertenece. ¡Agárralo, con las dos manos! No lo sueltes, pero aprende también de él y respétalo, ante todo respétalo. Porque el mundo te puede tragar sino se hace así.
El padre Joaquín, retomó la silla que momentos antes ocupaba e intentó relajarse en ella.
- Sí, padre, así lo haré ¡Mire padre!
Este, sacando un trozo de papel del bolsillo de la camisa.
- Esto lo escribí ayer, mientras pacían las ovejas en er valle, no e mu güeno, pero tengo en la cabeza cosas mejores, pero es que uno no encuentra en la cabeza palabras para ponerlas en er papel. Por eso padre, necesito aprendé muncho de usté y sus libros.
Al cura le resultaba incómoda y a la vez luminosa la conversación. Aunque no la tenía suficientemente asumida.
Todo se le amontonaba en la cabeza, desde que llegara este a la aldea no había tenido una conversación tan importante, larga y constructiva con ningún muchacho del lugar.
- Puede que si los cojo así, de uno en uno, les pueda sacar algo en claro, porque cuando están todos juntos, cuando uno no inventa una burrada, la inventa el otro y cuesta trabajo diferenciar al más burro de todos.
El padre Joaquín, atendía a sus pensamientos y las palabras del joven, posible poeta.
Se le amontonaba todo. El cura cogió el papelillo de estraza y lo miró y remiró, buscando el principio y el final, la letra dejaba mucho que desear.
Cada una de ellas bailaba con un ritmo y compás diferente.
- ¡Bueno!, Vamos a ver joven poeta ¡Qué sorpresa nos tienes guardada!
Y comenzó a leer para su adentro, para ir enlazando las palabras.
El Pepuso estaba emocionado, rojo como la grana.

A mis gentes:
Con los brazos cansados del trabajo
Con las espaldas llenas de penas
Con los ojos ensangrentados de ira
Con el alma negra de vivir.
Camino del destierro diario
marchan los jornaleros pobres
con la mirada triste,
al amanecer el nuevo día.
Horas y horas a pleno sol mañanero.
Pico y hoz, a cavar, la tierra seca.
Ya marchan los jornaleros, tristes.
-Pensando-
¡Ojalá!... mañana, un rojo sol amaneciera.

El cura la volvió a leer, dos veces, tres veces más. No le entraba en la cabeza el poema escrito por como ya sabemos, el hijo de la Jacinta y el Manolo.
- Mira hijo, que yo no soy nadie para juzgarte, solo te digo que adelante.
Al padre Joaquín, se le transmutó la cara.
- Padre, que yo sé que no e güena. ¡Pero ya verá má adelante, como mesmero! Yo solo quiero que usté lo sepa y que me diga argo.
- ¡No, pero si yo no te sé decir nada! Yo no puedo decir ni que es bueno, ni que es malo.
Te pido solamente que por favor, sigue en tu empeño, con la ayuda o sin ella de nadie. ¡Hijo, y no cambies nunca de ideas! Hazme un favor, quédate aquí mientras llegan los demás compañeros, tengo que hacer algo urgente fuera.
- Sí padre, lo que usté mande.
El padre Joaquín, salió de la supuesta escuela. Se marchó apresuradamente campo través en dirección Norte de la aldea, sin tener conciencia clara de la dirección que sus pasos lo encaminaban. Ni del barrizal, que se había formado con las lluvias de la primavera tan avanzada.
Pequeños grupos de aldeanos volvían con sus hatillos y azadas colgándoles a las espaldas, de sus quehaceres diarios.
La tierra rojiza de la aldea se le incrustaba en las sandalias del misionero, haciéndole resbalar a cada nuevo paso.
Las pequeñas briznas de esparto de las sandalias, se enredaban con el bies de la sotana, y cuando estuvo un momento luchando por mantener el equilibrio sobre la tierra cenagosa, optó por hacerse un nudo con estas en ambos laterales.
Tuvo que parar unos segundos para tomar resuello, la fatiga se había apoderado de él.
Se dejó caer bajo una carrasca. Se echó manos a los ojos y comenzó a llorar, amargamente.
Desplegó aquel trozo de papel que sujetaba con mano firme y que minutos antes le había entregado el Pepuso, leyó y leyó aquel trozo de vida.
- ¡Oh!... ¡Dios mío!, Hasta los más miserables se dan cuenta, de la miseria que acarrean. ¡Por fin... ¡Dios!
Imploraba.
- ¡Haz algo por esta pobre criatura!
Comenzó a golpear con los puños cerrados la tierra empapada de ese líquido benefactor.
- ¿Cuánto dolor? ¿Cuánta amargura, padre? Tiene que guardar el corazón de esta criatura, para escribir, ¡Ojalá! ¡Mañana un rojo sol amaneciera!
Ese trozo de papel, le había destrozado el corazón.
En lontananza se veía venir dos cuerpecitos cogidos por las manos, un rumor de canturreo desafinado infantil se escuchaba, acercarse cada vez más y más. De vez en cuando se paraban,... se abrazaban, y seguían su marcha.
Eran el Tomasín y el Miguelín, que irían celebrando alguna que otra fechoría tan reconocidas estas, por todos los de la aldea.
- ¡Pos nó... pos yo hago de capotes, que aunque me la tié hecha, e mi amigo!
Decía el Tomasín.
- ¡Pos yo no hago de la María!... ques una mujé... y a luego a luego, de hacer de mujé, uno se güelve calzonazos.
El Miguelín.
- ¡Qué no! Questo e de marrullería... Vamo a ve cómo sale agora!
Parándose en el sendero y abrazando al compañero, el Tomasín improvisaba.
- ¡Ay, María mía, tú eres la mujé má guapa daquí!
El Miguelín le contestaba.
- ¡Ay!... Siete capote, tú ere el macho má juerte que vide yo.
- ¡Hombre, no!... tú tié que icir. ¡Anda, Usebio, vete daquí y ¡Éjame amasá!
El Tomasín, haciendo ademanes de empujar al imaginario Siete capotes.
- ¡No te pongas tú así, amigo!... Que uno no sabe na ni entiende de to eso.
Y cogiendo al Tomasín por la mano, siguieron su camino, canturreando algo.
El cura les salió al camino.
- ¡Hombre! ¿Qué ven mis ojos? ¡A los bandidos más perseguidos de la aldea!
Los críos al percatarse de la presencia del cura, se abalanzaron en dirección a este para besarles las manos.
- Pequeños... ¡No!... yo no necesito que me las beséis, si al caso ofrecerme las vuestras... que necesito urgentemente sentir el contacto con la realidad.
Los críos se la ofrecieron sin rechistar, el Tomasín miraba de reojo al misionero, le extrañaba mucho ver al cura con los ojos y la nariz tan roja y una voz a punto de quebrarse; lo que más le llamó la atención, fue ver su siempre en perfecto estado sotana, embadurnada en barro. Siguieron camino arriba, en dirección a las casas. De vez en cuando se paraban, reían e improvisaban un trío a toda voz, ignorando todo lo que les rodeaba.

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